domingo, 15 de diciembre de 2013


PRIMERA PARTE


 

 

 

 

CAPÍTULO I
 
 
 
Ayer, como es mi costumbre de cada jueves, bajé a Gharnatah desde El Arenal mi alquería de Al-Hamdam. Para ello, ordené la noche anterior a mis sirvientes que lo tuvieran todo preparado para mucho antes del amanecer. Así que, cuando me despertaron, todo estaba dispuesto y lo único que tuve que hacer fue desayunar desde la solana de mi alcoba y observar entre la bruma del amanecer las incomparables cumbres de Sierra Nevada y los fértiles campos de regadío que rodean mi  heredad. La mayoría de ellos, son de mi  propiedad, los he ido adquiriendo a lo largo de los años, gracias a los pingües beneficios que me aportan la crianza del gusano de seda y su postrera transformación hasta convertir los pálidos capullos en los más puros lienzos.
La excursión de los jueves a Gharnatah se viene realizando desde el año de 1295, período en que abandoné mi  carmen del Albaycín, tras adquirir a un rico musulmán esta finca, que ya su antiguo propietario denominaba “El Arenal”. Ahora, diez años después la hacienda es conocida en gran parte del reino, gracias al trabajo que se realiza con la seda, y sobre todo por mi nombre, Tuviá Barhuni, uno de los judíos más ricos e influyentes del feudo granadino.
La distancia desde Al-Hamdam hasta Gharnatah es de una legua aproximadamente y habitualmente se hace en algo más de una hora. Para recorrerla existen varios caminos de gran categoría, que se utilizan para unir a los pueblos vecinos con la capital soberana. Aunque personalmente, ninguno de ellos me agrada, al ser transitados en demasía por multitudes de aldeanos, soldados, comerciantes y mendigos. Mi comitiva y yo, preferimos atravesar gran parte de la finca “El Arenal”, a través de un estrecho sendero de mi propiedad y cabalgar entre las moreras que van creciendo apaciblemente del mismo modo que sus ancestros lo hicieron en el ignoto  país de la China.
Cuando el bosque de árboles finaliza, surgen las hazas perfectamente trazadas y sembradas de las más selectas verduras, batatas y cereales. Esta tierra es de una riqueza impar, lo digo con la sapiencia que me ha proporcionado la vida, que ha sido mucha en mis cuarenta y siete años de edad. Aunque tras atravesar un estrecho puente sobre el río Dílar, que pone punto y final a “El Arenal”, todo cambia. Y el verdor de los campos se trunca en una zona pantanosa que paulatinamente y por capricho de la naturaleza se va desertizando sin motivo aparente. Son muchas las aves y pequeños reptiles los que habitan este paraje. Y curiosamente, no pertenecen al entorno que circunda el medio más inmediato.
Así avanzamos hasta llegar a las estribaciones del villorrio de Armillat, una aldea colindante con Gharnatah y habitada por desheredados de las más extrañas condiciones, que habían hecho del lugar un insólito arrabal en el que era fácil hallar ladrones de todas las raleas, comerciantes caídos en desgracia que malvivían estafando a diario, enfermos infecciosos y sobre todo lupanares de la más baja calaña.
Dejamos atrás, todo lo rápido que nos fue posible la zona, y nos desviamos en dirección al cauce cercano del río Sinyil, tras tomar una senda paralela que nos introduciría en Gharnatah por una de las puertas de la muralla Sur. No sin antes haber cabalgado entre pequeñas haciendas colmadas de frondosidad y frescura, que te hacían percibir la esencia única del paraje.
Habitualmente, cuando  visitaba Gharnatah, solía hacer escala en mi carmen del Albaycín, para dejar  las recuas al cuidado de mi casero Hassán y su larga familia. Para a continuación, acompañado de mi fiel  criado Alí, tomar la orilla del río Hadarro y encaminarnos hasta la lonja de mercaderes, que se halla junto a la mezquita.
Los jueves solían ser los días en que todos los vendedores exponían sus pertenencias en hileras de tenderetes muy bien montados. En la lonja se podía hallar de todo, desde esencias de las más exóticas fragancias hasta mejunjes de extrañas raleas. Asimismo era normal tropezarse con personajes de las más diversas razas y condición, que mostraban sus cualidades como detallistas, titiriteros, charlatanes, y bufones. Un mundo realmente sugestivo para cualquier hombre necesitado de algo más que el quehacer diario de la propia vida, que te transportaba a lugares insólitos de una existencia imposible para la gran mayoría.
Entre aquellos puestos, normalmente había algunos que eran de mi total complacencia. Eran los que exponían libros, tratados y manuscritos de las más diversas procedencias y lenguaje, que solía adquirir sin fijarme en los costes, que en la mayoría de las ocasiones eran excesivamente elevados, sobre todo al tratarse de ediciones exclusivas. Así, me había hecho de tratados prohibidos, libros insignes sobre materias tan desconocidas como la disección de miembros, manuscritos biográficos de personajes irrelevantes y otros de vida curiosa. 
De entre todos aquellos puntos de venta, siempre había uno que descollaba del resto, era el regentado por el cristiano Juan de Pamplona. Un mercader navarro, afincado en Gharnatah y buscador de tesoros literarios por todas las marcas del continente. Juan, no siempre dirigía el puesto, lo hacía de período en período. Pues  ocupaba la mayoría de su tiempo en recorrer los lugares más recónditos en busca de nuevas ediciones de libros, tratados y compendios. Siempre que me veía me saludaba con gran efusión, costumbre heredada de nuestros señores musulmanes.
— Mi dilecto amigo, es un verdadero honor volver a teneros entre nosotros. Durante el tiempo en que he estado ausente, os he evocado continuamente en mi pensamiento, sobre todo cuando anduve por tierras romanas, intentando hacerme con legajos imposibles, como este que guardo en las alforjas, especialmente adquirido para vos en la ciudad de Pisa.
Y en diciendo estas palabras, extrajo del zurrón un libro perfectamente encuadernado en piel de becerro, de mediano tamaño y lindamente estampado, que me entregó, sin más preámbulos  para que pudiese hojearlo.
Así lo hice. Y como era costumbre en mí, busqué el lugar en donde había sido trascrito, que no era otro que la misma Génova. En concreto en la abadía de San Jorge, un convento de gran prestigio intelectual y humanista, conocido por la importante labor establecida por los monjes en aras de la erudición. El título de la obra estaba denominada como  “La división del mundo” y había sido firmada por maese Rustichello de Pisa en el año de 1298.
Sobre el argumento del tratado, no presté mayor atención. Bastaba la palabra de Juan de Pamplona para adquirirlo, ya tendría tiempo de leerlo con todo esmero en la solana de mi anhelada alquería de Al-Hamdam. Con esta compra dimos por terminada la visita a la lonja de mercaderes. Y supe que había llegado el  momento de emprender camino hacia el mesón Los Arrayanes, asentado en la barriada conocida con el nombre de Calderería, donde se saboreaba el mejor asado de cordero de todo el reino.
La hostería se hallaba situada en una estrecha bocacalle de escalones interminables, a la que accedí tras despachar a mi criado Alí. Nunca solía comer con los criados, era una costumbre que había aprendido en la China, muchos años atrás, cuando viajé con los Polo, unos famosos mercaderes venecianos que me enseñaron todo sobre el arte del comercio.
El interior del figón estaba decorado a base de  la más exquisita yesería granadina, con arcos  y bóvedas labradas con las más insignes inscripciones. De uno de estos domos surgió nada más percibir mi presencia, Mustafá Al Fadil, propietario del establecimiento, que me saludó con la máxima cortesía.
— La paz de Alá sea contigo, Tuviá Barhuni. Es un verdadero honor para esta casa contar con tu presencia. Imagino, que como es tu costumbre imperecedera, vienes a degustar mi delicado asado de cordero, conocido en todo Al—Andalus y resto de los pueblos civilizados. No así, en lugares próximos, regentados por esos que se hacen llamar cristianos, que tan sólo saben saborear las más bastas carnes de animales mefíticos. Pero perdonadme, por mi falta de cortesía. Entrad y tomad asiento en vuestro rincón predilecto que siempre os tengo reservado.
Así fui conducido hasta un apartado lugar del mesón, desde donde me era fácil pasar totalmente desapercibido y a la vez poder observar sin ser observado. El mesonero Al Fadil, como era su práctica, me homenajeó con un selecto racimo de los más finos dátiles traídos para Los Arrayanes del lejano Egipto.
Mientras saboreaba esta exquisitez se me fue sirviendo toda clase de manjares guisados con las más finas y desconocidas hierbas de la zona, que Al Fadil  solía adquirir a un desdichado musulmán que vivía en las Altas Colinas.
De este modo, tal y como era mi costumbre, almorcé sin más compañía que mis propios pensamientos y de vez en cuando con la presencia del mesonero que en su ambición por ser seductor, llegaba a ser molesto. Pero, era  una eventualidad que había de pagar por saborear las exquisiteces que me proporcionaba cada jueves del año.

Tras los postres, abandoné la hospedería y me dirigí siguiendo el cauce del río Hadarro hacia una plazoleta situada a los pies de la Qal´at al-hamra donde gustaba sentarme y observar el trajín de los albañiles moros en la cercana fortaleza, que había dejado de ser una posición militar inexpugnable para convertirse en reducto palaciego insuperable en cuanto a belleza y seguridad. Una vez acomodado en mi piedra preferida, que era tan plana como una losa, cerraba los ojos y apoyando la espalda en un esbelto ciprés, dormitaba algunos minutos que en ocasiones se podían convertir en horas. Pero en aquella ocasión no fue así, me acordé del libro que había adquirido a Juan de  Pamplona y tuve curiosidad por saber que encerraban sus páginas, tan finamente editadas.
Así, extrayéndole del interior de mi alforja, abrí la primera página y comencé su lectura:
>> Señores emperadores, reyes, duques y marqueses, condes, hijosdalgos y burgueses y gentes que deseáis saber las diferentes generaciones humanas y las diversidades de las regiones del mundo, tomad este libro y mandad que os lo lean, y encontraréis en él todas las grandes maravillas y curiosidades de la gran Armenia y de la Persia, de los tártaros y de la India y varias otras provincias; así os lo expondrá el libro y os lo explicará clara y ordenadamente como lo cuenta Marco Polo, sabio y noble ciudadano de Venecia, tal y como lo vieron sus mortales ojos...>>.
En ese instante de la lectura cerré las páginas del libro y con un leve temblor me incorporé del  agradable suelo, mientras una multitud de pensamientos se agolpaban inefablemente a mi mente.
No podía ser cierto que aquel libro fuera  obra de Marco Polo, mi hermano y amigo al que dejé en el más recóndito territorio de la infinita China. Caminé en dirección al carmen del Albaycín devorado por un arrebato de melancolía y con el pensamiento puesto en llegar pronto a  El Arenal para iniciar la lectura del libro. De este modo caminé lo más veloz que me fue posible por entre las callejas del barrio, recorriéndolas con la  misma facilidad que en mi juventud lo hiciera con los mares, las naciones y los ríos más recónditos.
En la portada de mi quinta, se encontraba mi fiel Alí sentado en uno de los  poyetes cercanos a la  contrapuerta. Nada más verme, se levantó para hacerme los honores a que me tenía acostumbrado. Pero yo, sin escucharle le apunté que  mandara ensillar los caballos, para que la comitiva estuviese preparada en media hora. Que volvíamos a Al-Hamdam.
El camino de vuelta a mi heredad de El Arenal parecía interminable, era como si aquel recorrido al que tan acostumbrado estaba y que habitualmente se me hacía de  lo más placentero y vivificante se hubiera vuelto desapacible e ingrato. La idea de llegar y comenzar la lectura de la obra se me hacía del todo insostenible. Motivo por el que dejé de recapacitar en ello, substrayendo mis  pensamientos en otras diligencias. Así, pensé en el bello Random, mi espléndido caballo de orígenes árabes que había adquirido en uno de mis desplazamientos a la cercana Corduba. Cabalgar sobre él era como elevarse sobre las más recónditas nubes del firmamento, sintiendo el mundo a tus pies. Pero, en aquella ocasión, ni el  propio Random con su paso suave podía solazar mi sentido de la cuestión que me abordaba. Por ello, decidí estar  preparado  para su lectura, recordando aquella etapa de mi vida que cambiaría el rumbo de mi existencia haciéndome el que soy...
 
 
 
 
 
CAPÍTULO II
 
 
...mi padre, Abednebo Barhuni, nació en uno de los barrios más bellos de Al—Andalus: El Albaycín. Fue el  más joven de los hijos de  Shimshón Barhuni, un médico de origen cordobés que se había acomodado en Gharnatah huyendo de una intriga cortesana que nunca llegamos a conocer. Todos los hijos de mi abuelo Shimshón heredaron los conocimientos y la  sabiduría de su progenitor a excepción de Abednebo, que decidió hacerse mercader y recorrer el mundo indagando y comerciando con plantas curativas. Tantas fueron sus nociones sobre botánica, que los más afamados médicos y herbolarios de Al—Andalus se convirtieron en sus más destacados clientes.
Aunque el privilegio de Abednebo Barhuni fue el de ser el primer mercader que se hiciera con la planta del ricino, un arbusto  de orígenes africanos, de cuyas semillas se extraería un aceite viscoso que debidamente tratado valía como purgante y laxante.  Mi padre lo obtenía viajando hasta la lejana ciudad egipcia de Canopo en el delta del río Nilo. En ella, un comerciante de orígenes nubio se la  proporcionaba trayéndola en falucas a través del río.
En 1271 del calendario cristiano, cuando yo iba a cumplir los trece años de edad, mi padre decidió que había llegado el instante de que yo Tuviá Barhuni, su hijo predilecto, al ser el único varón de una estirpe de mujeres, debería iniciarme en el expedito arte del comercio. Por lo que me hizo llamar, recuerdo perfectamente, una calurosa mañana de julio  para que me reuniese con él bajo la sombra de un esbelto granado, próximo a una glorieta en la que acostumbraba recibir a sus visitas.
—Escucha hijo mío. Ha llegado el momento en que debes iniciarte en el oficio de la vida —dijo mi  padre Abednebo Barhuni—. Existen muchos campos en los que un hombre  puede sobresalir. Y bien sabes, que todos nuestros parientes han sido y son unos relevantes médicos y hombres de ciencia, a través de muchas generaciones. Yo en cambio, decidí tomar otro camino, del que afortunadamente no me puedo quejar, pues la  prosperidad siempre estuvo de mi  parte. Ahora, ha llegado el momento en que tú, mi único hijo varón, has de decidir que camino te conducirá en el futuro de la vida. Si deseas continuar la tradición de los ancestros, tan sólo deberemos demandar a uno de mis hermanos que  te tome bajo su tutela. En cambio, si lo que pretendes es continuar los pasos de tu padre, estaré complacido de mostrarte todo el conocimiento que he ido adquiriendo a lo largo de lustros en la universidad del mundo.
Aquella entrevista que mi padre me había concedido, en el lugar más sugerente de nuestra morada, no me sorprendió. Hacía meses que había esperado el momento. Y tenía la idea muy clara, de cual iba a ser mi respuesta a pesar de mi juventud. Nunca había dudado, desde que la memoria me acompañaba, cual iba a ser mi profesión. Deseaba por encima de todas las cosas, parecerme al hombre más admirable que conocía, que no era otro que Abednebo Barhuni. Por ello, mirándolo fijamente a los ojos y con toda la admiración que un hijo pueda mostrar por su progenitor, le dije.
—Padre mío, no existe nada en el mundo que me pudiera satisfacer más que continuar tus pasos y seguir tus enseñanzas. Desde este instante cuenta conmigo para ser tu más fiel servidor. Un honor, que me llenará de satisfacción y del que estoy seguro que nunca me arrepentiré.
Y como remate de este pacto, nos aproximamos el uno al otro, para fundirnos en un hondo abrazo. Con la emoción del momento, mi padre tratándome no como un niño, sino como al hombre que había decidido compartir y continuar su tarea, me invitó para que el siguiente día lo acompañase hasta las obras imperantes en el alcázar de la Qal´at al-hamra, para ser recibidos en audiencia por el rey.


Estaba amaneciendo en el Albaycín, cuando salimos de la quinta en dirección a la fortaleza roja. Nuestras vestimentas para la ocasión eran de la mayor elegancia y sencillez.
— Los hombres de nuestra raza y condición —me expresó mi padre mientras caminábamos hacia el puente próximo al camino conocido por Ronda de las Murallas, que se descubría en dirección levante— no deben sobresalir por los atuendos o por sus símbolos externos. Hecho que causaría cierta desazón y suspicacia en nuestros interlocutores. Los mercaderes judíos debemos distinguirnos por  la comprensión y agudeza para con nuestra clientela, a la que hemos de tratar siempre con la máxima sumisión, respeto y distancia. Sean éstos comerciantes, soldados o reyes. Nuestro cometido es lograr fortuna, por los cauces de la decencia y la inteligencia. Don divino este último, con el que hemos sido dotado el conjunto de nuestra colectividad. Pero que muy pocos somos los que sabemos emplearlo adecuadamente.
Así, llegamos a mitad de la pendiente, en donde una banqueta de piedra nos sirvió para reposar durante unos minutos y fijarnos en la amalgama tosca de torres y almenas que en aquellos años integraban la Alcazaba Roja. En cada una de aquellas atalayas, advertí que se encontraba rondada por un centinela, perteneciente a la guardia personal del rey, que en todo instante ignoraron nuestra presencia.
Cuando terminamos de recuperar el aliento, continuamos ascendiendo por la intrincada pendiente, hasta llegar a unos torreones que llamaban del Agua. Desde ellos, el camino se hizo menos dificultoso y a los pocos minutos entrábamos en el interior de la ciudadela.
Un centinela de vestidura intachable nos condujo a una cercana barraca, en donde se nos hizo esperar durante un corto espacio de tiempo, hasta que llegó el  propio alcaide Al Mustanjid, que nos saludó cordialmente, indicándonos que le siguiéramos, que su majestad Muhammad I nos recibiría en el terrado de la torre del Sol.
Accedimos a la conocida y elevada atalaya recorriendo largos e inclinados pasadizos, que hasta a mí, a pesar de mi temprana edad me dejaron sin respiración. Ya, cuando deseábamos desfallecer antes de continuar, un último tramo de escalones nos arrastró hasta una portilla de no muy altas dimensiones que nos colocó en un palenque que daba acceso al balcón más impresionante que jamás haya contemplado.
La azotea de aquella fortificación parecía hallarse en otra dimensión, como colgada del espacio en un intento de mostrar la hermosura de  un entorno inigualable. Por oriente se podía apreciar la fuerza que emanaba de una sierra que parecía enlazarse a través de sus cerros con el mar; mientras que por occidente, un vergel regado por multitud de ríos y acequias conformaba la famosa vega granadina, con incontables aldeas difuminadas  y decenas de alquerías solitarias como bellas estrellas fugaces.
Muhammad I, primer monarca de la dinastía nazarí nos recibió tumbado en un diván de vivaces colores y rematado por una multitud de blandos cojines y mullidos cabezales. A su alrededor un imperceptible séquito formado por dos bellas adolescentes y un chambelán  atendían cualquier necesidad de su amo con la mayor prontitud e instrucción. Personalmente me encontraba totalmente azorado, no por la presencia cercana del  “Príncipe de los Creyentes”, que era el apelativo con el que se distinguía al monarca. Sino por la belleza y sensualidad que desprendían las jóvenes, al estar engalanadas con las transparencias más increíbles que se pudieran imaginar. Fue el propio Muhammad, quien se dirigió previamente a mi padre, no sin antes le hubiéramos brindado la mejor de nuestras reverencias.
— Parece ser mi leal y dilecto amigo Abednebo Barhuni —comenzó diciendo— que los ojos de vuestro hijo no están acostumbrados a observar tan agraciados cuerpos. Imagino por el rubor de su rostro que aún sigue siendo virgen. Una muy mala usanza que tiene vuestro pueblo, pues sabed que los mejores y más recordados actos de amor son los que se mantienen durante la adolescencia. Personalmente evoco aquellos que mantuve con  mi esclava Fátima, una bella mujer de diecisiete años que me hacía gozar con la suavidad de su  vientre hasta confines inimaginables. Contaba yo entonces doce años y aquellos coitos, entre el niño y la joven doncella me forjaron hacia una madurez veloz. Pero, mi apreciado judío no os he hecho llamar para daros una disertación sobre el arte amatorio. Os he hecho comparecer para pediros un gran favor. Que con seguridad estaréis deseoso de llevar a cabo.
»La pasada semana recibí un despacho muy deseado, proveniente del Sultanato de Delhi, me lo enviaba —continuó apuntando el rey— el capitán de una expedición de mi propiedad, que envié a tierras de oriente en busca del “Elixir de la Vida”, un brebaje compuesto por plantas originarias de aquel reino que debidamente mezcladas, y tomándolas a diario, dicen que alarga la vida y te hace rejuvenecer.  El oficial al mando, mi leal Nour-ed-Din me indica que se dan las posibilidades para poderlas traer hasta nuestro reino. Pero, que le es imposible adquirirlas por el alto costo de éstas y por carecer de medios adecuados para un viaje de tantos meses a través de climas tan dispares. Ahí, es donde vos entráis a formar  parte del asunto. Necesito un leal súbdito, con conocimientos, sapiencia y sobrada economía para que traiga el venturoso elixir hasta nuestra Gharnatah. Y nadie es más docto en esa actividad que vos maese Abednebo Barhuni. Por ello, os encomiendo que partáis hacia tierras del Sultanato de Delhi lo más avivadamente que podáis y me procuréis la bienhechora droga. Os lo ordeno como monarca absoluto del Reino de Gharnatah y os  lo imploro como hombre que se aproxima a una etapa de declive que se  conoce por vejez.


Tras aquel inaudito encuentro con el señor de Gharnatah, mi padre estuvo reflexivo unos días, recuerdo verlo  pasear a la vera del río Hadarro entre la multitud de juncos que surgían de entre los lodos de aquellas aguas sinuosas y transparentes. Imaginé que aquel silencio se debía a que estaba intentando arreglar el viaje de una manera adecuada e inequívoca para su mejor consecución. Al quinto día posterior a la audiencia con el monarca me hizo llamar nuevamente  a la glorieta, y entre los macizos de rosas y el aroma del jazmín, me habló.
— He tomado la decisión que seremos tú y  yo, quienes iremos al Sultanato de Delhi en busca de la anhelada pócima tan deseada por nuestro soberano. Estoy convencido de que todo es una quimera, pero tú y yo sabemos que es del todo imposible no complacer a Muhammad I sin que alguna cabeza ruede  por entre los mármoles blancos de palacio. Motivo, por el que debemos ponernos en camino con la mayor brevedad. Seguro estoy, y no peco de ignorante, que el viaje va a favorecer nuestra economía y a ti, hijo mío, te proporcionará una experiencia inimaginable.
Así, dos semanas más tarde, emprendíamos la partida en dirección al costero pueblo de Hins-al-Monacar, donde nos esperaba un navío, especialmente puesto a nuestro servicio por el “Príncipe de los Creyentes” para que nos trasladase  hasta la lejana Venecia, ciudad en la que mi padre gozaba de grandes amistades y era muy respetado. Nuestro pensamiento estaba en compartir plaza dentro de alguna de aquellas caravanas que marchaban hacia la ciudad de Sivas en la apartada Anatolia,  donde se unían las rutas de las caravanas que viajaban desde Persia y Bagdag hasta Europa.
La primera jornada de aquel día de agosto del año cristiano de 1271, en dirección hacia el litoral ribereño de Hins-al-Monacar se me hizo intensamente nostálgico. Atrás quedaban mis hermanas y mi madre, Tzeitel, que a pesar de no ser una pieza fundamental en la vida comercial de mi  padre, si lo era  en la familia, a la que logró mantener unida y ocupando el  espacio social que le correspondía durante las largas ausencias de su marido.
Emprendimos nuestro camino a lomos de dos caballos de nuestra cuadra y llevando de reata una mula torda que transportaba la mayoría de nuestros enseres e indumentaria. A la par, íbamos acompañados de una reducida escolta de tres jinetes, mandada por un joven capitán moro llamado Yusuf, que no era mucho mayor que yo. Al que, sin embargo, se le notaba cierta experiencia y arrojo. El cortejo, según supe, se nos había impuesto por voluntad  de Muhammad I para que no tuviéramos problemas con los bandidos al atravesar las estribaciones de la Sierra del Chaparral, próxima al litoral y refugio de bucaneros y salteadores de caminos.
Durante las  primeras leguas de aquella jornada, viajamos por los oteros cercanos a la capital de un modo inconsciente. Eran caminos, todos ellos, muy transitados que por circunstancias habíamos recorrido en algunas ocasiones. En tanto cabalgábamos, guardábamos un silencio tan solo roto por el ruido de los cascos de los caballos y de vez en cuando  por el saludo que nos ofrecían los caminantes y las recuas de bestias con las que nos cruzábamos, la mayoría de las veces cargadas de modo brutal de pescado fresco proveniente de la costa.
Al alcanzar la cima de  una de aquellas lomas, el camino tomó trazas de bifurcarse. Entonces, mi padre me indicó que el sendero que surgía en dirección poniente, conducía a la arquería de la Almallaha. Un poblado de origen  griego conocido en todo el reino por sus termas de aguas balsámicas y los secaderos de sal, los  más antiguos del Al-Andalus.
La comitiva tomó la senda sur que se adentraba en los montes, un terreno pletórico de bajo matorral  y solitario para el ser humano. A través de un extenso camino cabalgaríamos las  próximas horas con la única compañía de las cabras montesas, algún que otro zorro e infinidad de aves aborígenes de la zona.
De esta forma montamos durante toda aquella primera jornada, en la que avanzamos más de lo que hubiéramos imaginado, a pesar del fuerte calor imperante. Cuando el oficial Yusuf, percibió que la tarde daba a su fin, mandó detener a la expedición, ordenando a los soldados que montaran el campamento y observaran el entorno para comprobar que se hallaba libre de salteadores. Aquella noche, dormí como un verdadero tronco y no habría despertado hasta muy entrada la mañana a no ser por la humedad que impregnaba mi ruana con el rocío de los primeros rayos solares, haciéndome sufrir de una tenue molestia en los huesos.
— Es la falta de costumbre, hijo mío. Seguro, que cuando lleves la mitad de tu vida, como a mi me ocurre, durmiendo en balates y al resguardo del calor de las bestias te acostumbrarás. Es más, estoy seguro, que cuando encuentres un lecho, echarás de menos tu manta ruana.
Tras un copioso desayuno, fundamentado en frutos secos e higos, reemprendimos el camino descendiendo a través de unos riscos que hacían erizar hasta los cabellos más ocultos. Entre aquellos peñascos nos topamos, al igual que el anterior día, con nuevas recuas de mulas porteadoras de pescado, que trepaban cargadas hasta los topes de la mano de arrieros que las obligaban fustigándolas a latigazos. En una de aquellos quiebros que daba el camino, un caballo de los que montaba uno de los soldados, que formaban nuestro pequeño séquito, perdió la mano, precipitándose al vacío. La fortuna se anduvo con el militar que lo conducía, que  pudo asirse a la rama de un desequilibrado pino que sobresalía de un modo esforzado cara al  precipicio.
Sería mediodía cuando finalizó la bajada y  nos encontramos en las estribaciones de una vaguada que nos llevó dúctilmente hasta el remanso de un arroyuelo de límpidas aguas, donde saciamos la sed y ofrecimos el primer respiro del día a nuestras esforzadas cabalgaduras. En aquel lugar de rica y desmarañada floresta, comprobé las habilidades del capitán Yusuf con el arco, que eran muchas. Primeramente  y con mucho orgullo nos mostró el arma, que según nos hizo saber, no era la habitual que solían emplear sus camaradas.
— Este es un arco de tipo cántabro, que se ha utilizado en la península por muchas generaciones de guerreros. Nada tiene que ver con el arco de medio punto que suele utilizarse habitualmente para la guerra. Mi arco es de precisión. Capaz de ofrecer diana a una muy larga distancia. En más de una momento lo he empleado para enviar notas de una almena a otra y no ha habido ni un  palmo de error. Recuerdo que en cierta ocasión logré derribar de un certero flechazo a un gorrión que se hallaba a más de doscientos pasos. Pero en la habilidad del arquero, no sólo cuenta el arma. Hace falta tener un gran pulso, muy buena vista y una calma única. ¡Hagamos una prueba!
Entonces, con voz imperiosa mandó a uno de sus subordinados que se alejara hasta las proximidades de un altillo que se descubría a unas decenas de pasos y le indicó que arrancara una piña del árbol más próximo.
—Colócate, el forro de la coraza y prende la piña con los labios— le indicó sin vacilar en ningún momento—. Pero, antes desgraciado, ponte de  lado. No querrás que acierte al piñón de frente y te traspase como si fueras una trucha.
El soldado, que ya estaba entrado en años, obedeció a su jefe poniéndose en postura. Momento que aprovechó Yusuf para tensar el arco y disparar una de las flechas que llevaba de un modo extraño enganchadas a la cintura.
El disparo fue completamente certero y como pudimos comprobar instantes más tarde, atravesó el cuerpo de la piña con la suavidad de un rayo.
— Imaginaos señor –señaló dirigiéndose a mi padre—, lo que sería capaz de hacer con un enemigo o alguna alimaña peligrosa.
Tras un frugal almuerzo, volvimos a reemprender el camino, ya por derroteros menos agrestes, donde fue posible cabalgar en  parejo. Yo lo hice junto a mi  padre. Y, pude evaluar de que era la primera ocasión en que lo hacía en mi vida, lo que me produjo  gran satisfacción y honor. Sobre todo, cuando el gran mercader se dirigió a mí para conversar como si fuera su igual.
De estas guisas marchábamos,  cuando entre luces nos topamos con el pueblo de Hins-al-Monacar. Un verdadero regocijo para todos nosotros, que apenas teníamos ímpetus para continuar hacia delante, debido a  la fatiga acumulada durante el día. Quizá el más  perjudicado fui yo, que a parte de la falta de costumbre, tuve que arrear la mayoría de las horas con los empellones de la mula que cargaba nuestros avíos.





CAPÍTULO III


Hins-al-Monacar fue el pueblo en que por vez  primera pude vislumbrar el mar. No lo hice durante aquel  primer atardecer, pues nada más llegar fuimos a  buscar pensión en uno de los barrios más céntricos y opulentos de  la población. En concreto, a la calle Mosul, donde concurrían la mayoría de los mercaderes y hombres de negocios venidos de diferentes partes del mundo. Pues, Hins-al-Monacar se podía considerar una de las llaves maestras que abrían  las puertas de Al-Andalus con el resto de los estados.

        En aquella vía transitada por hombres de desiguales razas y condiciones, nos despedimos de nuestros acompañantes, dejándoles el encargo de que devolviesen las cabalgaduras a los establos de nuestra casa en Gharnatah.

        Aquella noche compartí morada y jergón con mi  padre. Y dormí con la tranquilidad que da la protección de un albergue cálido y la persona que más apego te profesa. De este modo, desperté cuando el sol se acertaba muy alto y advertí que la habitación se encontraba vacía.

        Tras asearme en un pilar de suaves aguas que había en un  patio cercano a la alcoba, me dirigí hacia la cantina situada en el recibidor de la posada. Al fondo se encontraba sentado ante una mesa mi  padre, una costumbre que con los años heredaría yo.

        —¡Tuviá, hijo mío, aproxímate!, y dispensa que no te haya esperado, pero ya estaba abrumado de velarte el sueño. Por lo que decidí dejarte seguir durmiendo y bajar a tomar el desayuno. Hoy nos vamos a tomar el día con cierta quietud, para que conozcas la  más sublime de  las beldades de la creación: el mar.

        Tras un opulento refrigerio a base de huevos fritos mojados en picatostes, torta de carne de pollo, leche y diversos frutos secos. Abandonamos la pensión para dirigirnos hacia la parte baja del pueblo, conocida por el barrio de los Pescadores. Pero, con anterioridad hubimos de atravesar mil estrechas callejuelas, todas ellas, muy transitadas y rebosantes de todo tipo de tenderetes. En uno, ofrecían un  producto que jamás había observado y que parecía ser el deleite de muchos de los transeúntes. Era una especie de bejuco verde, que todos los allí presentes no dejaban de chupar.

        — Es la caña  dulce —me indicó mi padre—, un fruto natural de la zona que se emplea como almíbar para endulzar los alimentos, aunque también posee propiedades curativas. Mezclada con jugo de col, azafrán, huevo y miel de romero obra como una medicina especial para curar bronquitis, toses y asmas. Asimismo, si la  combinamos con cebolla y limón alivia los síntomas del resfriado. Si la pruebas, seguro que te agradará.

        Y con un dulce trozo de caña entre mis dientes, reemprendimos nuevamente el camino, bajando en dirección al puerto. No habríamos recorrido un centenar de  pasos cuando nos topamos con un estrecho malecón que nos condujo hasta los ramales de una  dársena. Y junto a ésta, rodeada de una multitud de embarcaciones se hallaba el mar.

        Nunca hubiera  podido imaginar que la naturaleza hubiera instituido algo tan grandioso, magnánimo y sublime a la vez. Personalmente estaba habituado a observar bellas puestas de sol desde mi quinta del Albaycín, contemplar la majestuosidad de la sierra de blancas nieves durante los inviernos en mi Gharnatah, recrearme en las minúsculas ensenadas de alguno de los ríos serranos. Pero, todo aquello se hacía imperceptible ante la grandeza de tanta agua reunida.

        Mi padre, que notó mis emociones. Me invitó a que lo siguiera, y dejando atrás el fondeadero, irrumpimos en un sosegado arenal donde las aguas de aquel mar alcanzaban la orilla.

        —¿Esto es la playa? —pregunté como el más ignorante de los hombres—. Jamás la hubiera imaginado así cuando tú me la describías. Es superior a cualquiera de tus descripciones.

        Tras aquella inolvidable jornada, en la que anduve por algunas de las más cercanas playas de Hins-al-Monacar, deslumbrado por la incomparable gracia que me proporcionó  el hallazgo del mar. Mi padre y yo, volvimos a la realidad que nos había conducido hasta el pueblo costero. Así, que al despertar del siguiente día, y sin ningún tipo de demora, caminamos en dirección hacia el puerto. No con la idea de recrearnos en las gracias marinas; sino en busca del Cheyzar, la embarcación real que nos conduciría hasta un nuevo destino.

        El barco se encontraba fondeado en un lugar principal de la esclusa y se hallaba guardado por un pequeño destacamento de la guardia personal de Muhammad I, que al percibirse de nuestra presencia, nos detuvi para interrogarnos que se nos antojaba. Circunstancia que aprovechó mi padre para extraer de su faltriquera una misiva de presentación para el capitán de la embarcación.

        El capitán no se hizo esperar y a los  pocos minutos nos saludaba de modo afectuoso, invitándonos a que lo siguiéramos hasta la galeota.

        —Masoud, es mi nombre –nos indicó, mientras trepábamos de forma insegura por un estrecho flechaste—, aunque todo el mundo me conoce por Tuerto. Así os ruego, que no seáis una excepción y empleéis, tal calificativo para dirigiros a mí. No tengáis pudor en hacerlo, pues como podéis comprobar si me quito el remiendo, estoy tuerto de verdad. Además, personalmente es un honor serlo. Ya que perdí el ojo defendiendo los intereses de mi señor.

        El Tuerto, que era muy respetado y considerado por toda la tripulación, nos informó que tenía órdenes para zarpar de forma inmediata, una vez estuviéramos a bordo.  Por lo que nos  solicitó, tuviéramos a bien darle el nombre de nuestra hospedería para que mandase traer nuestros efectos.

        Mientras esto ocurría, el capitán nos orientó sobre el Cheyzar,  la galeota que en las próximas jornadas nos llevaría hasta el lejano país trasalpino.

        —Mis señores, esta embarcación que veis tan pequeña y posiblemente frágil. Es uno de los bajeles más sofisticados de nuestra flota. Menuda, ligera y rápida es una combinación entre el popular falucho y la galera. Durante muchos lustros, la galeota, fue la embarcación preferida por los piratas berberiscos. Actualmente, es utilizada como el sistema más rápido y eficaz para transportar correos, emisarios y mercaderes relevantes. Nuestro señor Muhammad I posee varias de ellas. Y todas están dispuestas para su servicio personal. Nuestra misión consiste en hacer llegar a los rincones más recónditos del mundo, las órdenes expresas de nuestro señor. El  Cheyzar ha arrumbado por los mares más apartados de la geografía y en ese  pequeño camarote, que vais a ocupar, han compartido nuestra marinería los hombres más ilustres del reino.

         >>Pero continuemos detallándoos la nave. La galeota, como se advierte, puede ser propulsada a remo y a viento. Para el primer procedimiento, disponemos de veinte convictos remeros por banda. Éstos, jamás deberán estar condenados apenas superiores a los dos años, pues sus condiciones físicas habrán de ser excelentes. La segunda manera de impulsarse el Cheyzar es mediante la vela, por lo que dispone de un palo mayor, que lleva una vela áurica, por encima de la cual se añade una gavia; a proa, un bauprés con varios foques; y a popa un mástil pequeño, sobre el que se iza una cangreja.

        Mientras el Tuerto continuaba  describiéndonos detalladamente la disposición del Cheyzar, vimos retornar  al marino que había ido a recoger nuestras pertenencias. Eventualidad, que el capitán aprovechó para decirnos que sería acertado que nos instalásemos en el camarote y nos preparásemos para hacernos a la mar.

       

 

        Estaría próximo el mediodía, cuando la galeota se hizo a la mar. Haciéndolo de un modo suave y apenas perceptible. De nuevo la emoción embargaba mis sentidos, eran muchas las impresiones recibidas en las últimas horas. Apenas había asimilado la inmensidad del mar, cuando se me arrastraba a su interior. Haciéndolo en una nao no cualquiera, sino en la del propio rey mi señor.

        Cuando dejé de reflexionar sobre  mi sino, el Cheyzar abandonaba la dársena dejando atrás el hermoso Hins-al-Monacar con su fortaleza coronando el cerro más próximo. Instante en que se  pudo oír la voz del contramaestre ordenando que se izara la vela mayor.

        El viento, que era de poniente, hizo que la galeota tomara una presteza inimaginable que favoreció su desplazamiento. De este modo, antes de que hubiera transcurrido una hora pudimos observar en la lejanía el lugar de Xalubania, una pequeña población cimentada a  los pies de un ciclópeo altozano y coronada por una inexpugnable fortaleza.

        Los contornos de aquel pueblo me parecieron, a través de la lejanía, una campiña de tonalidades verdosas de una viveza inusitada.

        —Lo que estás viendo –me orientó mi padre— son las hazas  sembradas de caña dulce, que se cultivan de un modo armónico al amparo del río Guadalfeo que las irriga con sus aguas.

        El barco continuó navegando a lo largo del día, sin bajar la celeridad impuesta, hecho que me causó algún disgusto con el estómago y que hube de solucionar arrojando hasta la última sopa por la borda.

        En esas estaba cuando un remero, que se hacía llamar Omara, se me aproximó y mirándome con cierta simpatía y pena a la vez, me indicó que el mejor modo de eliminar el mareo no era asomando la cabeza por la barandilla y vomitando.

        — Lo mejor que podéis hacer joven pasajero es ir al cocinero y decirle que os prepare un tentempié de arenques en aceite. Luego os tomáis algo de fruta y con seguridad que dejaréis de estar fastidiado. ¡Hacedme caso!

        Y en diciendo esto Omara volvió a sus faenas, que de momento no eran muchas pues el viento seguía imperando en las aguas.

        Cuando la puesta de sol anunció el ocaso del día, el Cheyzar navegaba próximo al fondeadero de la aldea de Marsalferruch, emplazamiento de aguas muy benignas donde el Tuerto decidió atracar al amparo del “ribat”, un pequeño castillo que descollaba  sobre la cresta del cerro.

        —Este puerto –nos refirió el capitán— fue fundado hace bastante siglos con la finalidad de utilizar su angosta ensenada como embarcadero de todo el  mineral de hierro procedente de las cercanas minas de la sierra de Lújar. Desde el  principio, los habitantes fueron mayoritariamente estibadores a sueldo, que vivieron desamparadamente durante muchos años bajo la amenaza continua de la piratería, hasta que se construyó el “ribat” de índole militar que protege a los lugareños y a las embarcaciones de los temibles forajidos.

        Aquella primera noche, no compartí el minúsculo alojamiento con mi padre, solicité su permiso para descansar en la cubierta y de este modo poder observar sosegadamente los reflejos lunares sobre las apacibles aguas, contemplar las sempiternas estrellas sobre el oscuro firmamento y percibir el suave sonido de las olas al precipitarse sobre el casco del Cheyzar.

 

 

        Fueron muchas jornadas las que navegamos circundando las costas de aquel “mare nostrum”. Y así, alcanzamos el límite oriental del Al-Andalus, precipitándonos hacia el cabo de Gata. Intervalo que aprovechó  la tripulación para batir el velamen y cambiar el rumbo del barco. Ahora la navegación dejó de ser a vela, a causa del poco viento reinante, para abrirse paso al turno de los remeros, que a golpe de látigo ocuparon sus machones respectivos. Entonces, un timbalero ocupando un lugar establecido inició una monótona melodía que serviría de apoyo continuo al batir de los remos.

Así, se navegó durante varios días, hasta que llegamos a la altura de Balansiya y el viento volvió a aliarse con nosotros y sobre todo con los bogadores que comenzaban a dar muestras de debilidad. Fue durante una de aquellas jornadas cuando avistamos una galeota berberisca de intenciones no muy claras a la que se hubo de esquivar ocultándonos en la minúscula isla de Horadada, perteneciente al pequeño archipiélago de las Columbretes.

Durante los siguientes días, nada importante habría que recordar, a no ser por la captura de un magnífico delfín que sirvió para almuerzo a gran parte de la tripulación. Fue Omara “el remero”, quien lo pescó de un certero arponazo, mientras el animal nadaba saltando al amparo del barco. A la sazón supe, que aquel enorme pez era un mamífero marino y que su sangre como pude comprobar unos instantes más tarde, era tan caliente como la mía.

Izarlo hasta la cubierta tuvo su dificultad, pues el animal se batía continuamente, intentando por todos los medios liberarse del arpón y huir hacia las profundidades para encontrar una muerte más digna. Acto que no se  produjo, pues a los pocos minutos se encontraba coleteando totalmente indefenso sobre la cubierta del barco.

Suceso que aprovechó el cocinero para rematarlo de un certero mamporrazo en la cabeza, proporcionado por un enorme mazo de madera. Este acto, que para la marinería parecía habitual, nos causó un gran impacto. Motivo, por el que no participamos de la cena de aquella noche, ni  mi padre ni yo. En cambio, si me fijé en el cocinero, que resultó poseer una habilidad extrema para desollar el animal, desmenuzarlo y asarlo en una parrilla que se montó en un extremo de la cubierta, sobre un rimero de arena seca.

 

 

 

 

 

CAPÍTULO IV

 

En los siguientes días, pudimos divisar, desde la lejanía, la costa de una ciudad que mi  padre llamó Barcelona y que era conocida  por ser cuna de grandes mercaderes de oro y esclavos. Además, de ser centro expedicionario de importantes empresas comerciales de viajes con destino a oriente. No nos detuvimos en ella, pues el “Tuerto” deseaba aprovechar al máximo los vientos reinantes en la zona, que aunque no eran extremos, si facilitaban de sobremanera la navegación de la galeota.

De este modo, dejamos atrás la península y nos adentramos en las profundas aguas del golfo de León, en mares franceses, donde gobernaba Felipe III el Atrevido, nieto de una princesa castellana llamada Blanca de Castilla, que fue regente de los francos durante la minoría de edad de su hijo Luis IX.

—¿Sabes —me comentó mi padre—, que tu abuelo Shimshón en cierta ocasión tuvo la fortuna de conocer y curar a la princesa Blanca, cuando era aún una adolescente? Sucedió cuando se iniciaba el presente siglo. Tú abuelo, por aquel entonces para obtener mayores conocimientos en el arte de la cirugía, del que llegó a ser uno de los mayores expertos, se alistó en las huestes del califa Al-Nasir que iban a entablar una cruenta batalla en contra de los cristianos, por lo que el ejército almohade se preparó para la contienda de forma meticulosa. Cuando estuvo dispuesto marchó hacia Sierra Morena, ascendiendo, no a través de los desfiladeros, sino por los antiguos farallones romanos que enaltecían el río Guadalquivir. Pues Al-Nasir, que era astuto como un lince, estaba puntualmente informado de la cantidad y de la calidad de las tropas cristianas que se iban reuniendo en Tulaytulah. Aguantó a que éstos tomasen la iniciativa, acechándolos en los desfiladeros cercanos a la Mesa del Rey, en el mismo corazón de la sierra, un lugar privilegiado para ocultarse. Así el califa y sus tropas tendrían la posibilidad de obligarían a sus enemigos a aceptar el combate desde posiciones  más ventajosas.

 >>Mientras, los castellanos fueron agotando sus fuerzas en las durísimas jornadas a través de los interminables campos de la meseta, y necesitarían de un milagro para salvarse de la avalancha de flechas y saetas que caerían sobre sus cabezas.

>>El milagro sucedió, ya que un pastor de vacas condujo a las tropas de Alfonso VIII a través de un paso que los almohades desconocían. De este modo, los cristianos rodearon a sus enemigos quedando ambas huestes en igualdad de condiciones, frente a frente, sin obstáculo natural que los separase.

>>Tras esta nueva situación, Al-Nasir decidió llevar la batalla a cabo antes de que sus adversarios recuperaran las fuerzas. Y al siguiente día al clarear, la totalidad de ambos ejércitos se hallaban dispuestos en línea de combate.

>> El ejército almohade, me contó tu abuelo Shimshón, estaba formado por tres cuerpos. El primero era el formado por las tropas ligeras, el segundo lo integraban los voluntarios venidos de todo Al-Andalus y la retaguardia la componían las tropas almohades, que ocupaban un cerro  próximo, desde cuya cima el propio Al-Nasir dirigía la contienda cómodamente, en el interior de su emblemática tienda de color rojo.

>>Ésta  estaba  protegida por una empalizada de troncos unidos unos con otros por nervudas cadenas, que a su vez eran salvaguardadas por una importante milicia de soldados armados de arcos, hondas y picas. Muchos de éstos, se les podía ver enterrados hasta las rodillas y atados hasta los muslos. Y es que por encima de todo, deseaban serles fieles a su caudillo y no tener   posibilidades de huir en un momento de flaqueza. Eran los imesebelen, que ligaban sus vidas al juramento de ofrecerlas en defensa del Islam.

>> El terreno, que era de bajo matorral, favorecía a las tropas de Al-Nasir que se encontraban en la parte más elevada. Por lo que realizaron una primera carga descendiendo por la pendiente, gritando el nombre de Alá, peripecia que estremeció a los cristianos haciéndoles retroceder.

>> El rey Alfonso VIII no  podía dar crédito a sus ojos, mientras observaba con el rostro desencajado la retirada de sus pendones. A la sazón, creyó que era mejor morir con vergüenza que huir deshonrosamente y lanzando un bramido desesperado, espoleó a su cabalgadura y cargó al frente de sus soldados para socorrer a los que batallaban en la  ladera más próxima.

>> La contienda fue más que cruenta y me refería tu abuelo Shimshón, que al finalizar la lucha, los caballos apenas se podían mover por el lugar, de tantos cadáveres que había amontonados.

>> Tras la embestida cristiana, capitaneada por el propio rey, el ejército de Al-Nasir no supo reaccionar, sobretodo los arqueros musulmanes, principales enemigos de la caballería. Y supieron que había llegado el momento de la retirada, para escabullirse hasta la cercana fortaleza de Bilche. Pero,  en la huida las tropas cristianas se ensañaron con los almohades y mataron a tantos como en la propia contienda.

>>Una vez finaliza la batalla, los castellanos se arrojaron hacia el campamento de Al-Nasir, donde se hicieron con motines preciosos de oro, seda, plata, armas, caballos y prisioneros de ralea. Entre los que se hallaba tu abuelo Shimshón, que realizaba su trabajo de cirujano, como mejor podía, en aquella expedición nefasta, que pasaría a las crónicas de la historia con el nombre de batalla de las Navas de Tolosa.

>>La fortuna se alió con él, tras salvar  a unos de los caballeros más principales del séquito de Alfonso VIII, que había sido herido por una flecha en el hombro izquierdo, en un lugar muy próximo al corazón. Desde ese instante tu abuelo Shimshón dejó de ser un cautivo distinguido para convertirse en cirujano real. Y según palabras del  propio monarca era hombre libre. Aunque no podía transitar solo y moverse a su antojo, siempre había de hacerlo bajo la escolta de un asistente al que llamaban Protasio y que no era más que un  guardián que el propio rey le había asignado, no para su seguridad personal, como le habían referido, sino para que lo vigilara.

  >> No obstante, un hecho cambiaría el destino de Shimshón. Fue cuando llevaba algo más de año y medio cautivo, ejerciendo como cirujano mayor del reino. La infanta Blanca sufrió una gravísima dolencia en el bajo vientre. Las circunstancias quisieron que en aquel momento tu abuelo se hallara ausente del alcázar real, acompañando a las tropas reales en una incursión contra los moros del  Levante. Todos  los cirujanos de la corte  visitaron a la ilustre enferma, pero ninguno daba con el mal. Se le aplicaron bitoques de pomilla y malta, se sangró a diario para purificarle la sangre y se le proporcionaron los mejores vomitivos para aliviarle el vientre.

>>Ninguno de estos remedios calmaban los dolores de la joven muchacha, la vida parecía írsele por instantes sin que nadie pudiera hacer algo  por ella. A la sazón, la reina Leonor como último recurso ordenó al más raudo de sus correos buscar al cirujano judío Shimshón, con la orden expresa de que tornara sin descanso al alcázar.

>>Así fue, diez días más tarde, Shimshón en un caballo reventado de tanto galopar, cruzaba el puente levadizo de la fortaleza para dirigirse sin tregua al aposento de la joven dama, que increpaba a todos  los presentes para que le proporcionaran un estilete con el que quitarse la vida, para así dejar de padecer aquellos dolores tan espantosos.

>> Como  mejor pudo, tu abuelo Shimshón, la auscultó de todas los modos posibles. Y siempre llegó a la misma conclusión. La joven infanta padecía el mal del intestino vermiforme, conocido por los excelsos cirujanos musulmanes como apendicitis. Un trastorno de la actividad intestinal, que hace que los restos fecales no expulsados se endurezcan transformándose en coprolitos. La enfermedad se manifiesta con dolores abdominales vagos, que frecuentemente son referidos en el bajo vientre.

>> El único remedio para este mal, consiste en la intervención quirúrgica. Una modalidad médica nada conocida por los cristianos y que mi padre, tu abuelo Shimshón, cultivó con sus maestros musulmanes. La operación radica en extirpar el apéndice previa laparotomía y esperar una recuperación rápida y total.

>>Así, fue como tu abuelo Shimshón conoció a Blanca de Castilla, que con el tiempo sería reina de Francia. Aquella afortunada intervención serviría, además de salvarle la vida a la joven doncella, para que el cirujano real alcanzara plenamente la libertad y pudiera volver con unas arquillas repletas de oro a su tierra natal.

 

 

La galeota enfiló el puerto de Marsella, una escala obligada para realizar la aguadura, pues desde hacía días el elemento precioso comenzaba a escasear en los barriles de cubierta y el “Tuerto” nos contaba que no había eventualidad que lo pusiera más perturbado que la falta de agua.

Por aquellas fechas, Marsella era una comuna regentada por Carlos de Anjou, muy popular entre la marinería al tratarse de un puerto libre en donde abastecer las naves, sobre todo aquellas que  iniciaban sus viajes a Oriente.

La escala en Marsella fue efímera, tan sólo las horas precisas para que una barcaza de cinco marineros fuera hasta  un canal cercano al puerto y atiborrasen unas docenas de odres de agua. En aquella escala, nadie visitó la ciudad, el capitán deseaba dejarnos  prontamente en Génova y retornar al puerto  de Hins-al-Monacar, según nos informó no se hallaba cómodo navegando por aquellas aguas tan al norte.

Justamente, cuando el sol se situaba en su vertiente más elevada, volvimos a salir a  la mar. Ya no haríamos escalas hasta arribar en las costas de Génova, donde desembarcaríamos días más tarde y emprenderíamos camino hacia la ciudad de Venecia.

 

 

        Génova poseía el puerto de mayores dimensiones que un hombre alcanzara imaginar. En él, se podían observar atracados embarcaciones de todos los países, tamaños  y envergaduras, desde los pequeños bajeles de un palo hasta los impresionantes galeones de varias filas de remos y multitud de velas. Recuerdo que  para fondear al Cheyzar el capitán tuvo que maniobrar entre diversas naos, haciéndolo de forma impecable, lo que le valió el saludo desde cubierta de varios marinos.

        Aquel mismo día desembarcamos, y encaminamos nuestros  pasos hacia la  parte alta de la ciudad en donde mi padre conocía a un rico mercader llamado Embriaco, que poseía una de las residencias más opulentas que se puedan imaginar.

        El noble Embriaco, no sólo era comerciante, además compaginaba tan ilustre actividad con las de armador y banquero. Refería a mi padre, mientras degustábamos un refrigerio realizado con los más finos limones de Barletta, que el conjunto de la sociedad genovesa eran deudores de su compañía.

        —Y todo gracias a las contratas de commenda marítima, que facilitan  mi labor como  prestamista y comerciante, beneficiándome al dar nuevas posibilidades a muchos viajeros, que me hipotecan todos sus bienes en un intento por hacerse ricos. Circunstancia, que en la mayoría de  las ocasiones no se da, favoreciéndome con los caudales empeñados de estos desgraciados. Pero, si tienen la suerte de volver holgados, también la fortuna está de mi  parte, ya que recibo crecidos intereses por el  oro  prestado. Todo un negocio para este humilde genovés que presume de ser tu amigo.

        >> Y ahora, cuéntame que os trae por estos rumbos a ti y a tu joven hijo. Pues, verte me ha extrañado, sobre todo por no haber recibido ninguna misiva que anunciara vuestra llegada.

        Mientras conversaban ambos amigos, surgió de entre la frondosidad de los arbustos que conformaban el jardín, una bella doncella de aproximadamente mis años, que dirigiéndose hacia donde nos hallábamos, saludó del modo más gracioso que se pueda imaginar.

        — Esta hermosura es Alicia, mi más preciado tesoro –nos refirió el noble Embriaco—, sin cuya presencia mi vida no sería nada.

        Alicia aprovechó el instante para besar a su  padre con infinita ternura y sonreírme a mí, como nadie lo había hecho jamás. En ese intervalo de tiempo, imagino que dejé de ser un niño para convertirme en hombre. Y  supe por vez primera lo que era el amor, aunque no la pasión que la descubría más adelante.

        Alicia, que estaba sentada en el regazo de su  padre, viendo que éste no le prestaba el protagonismo que ella exigía, por encontrarse absorto en conversación con su amigo Abednebo Barhuni. Me hizo una seña para que me levantase del asiento, donde me encontraba y que la siguiese.

        Caminamos durante un corto trecho entre una jungla de plantas,  la mayoría de ellas desconocidas para mí, hasta que alcanzamos un raro jardín de entrecortados cipreses, que Alicia lo denominó como “El Laberinto”, al que me invitó a que pasase.

        —Yo te esperaré al otro lado, controlando el tiempo que tardas en recorrerlo y dar con su salida. Si logras, realizar el recorrido antes de que aquel reloj de arena consuma su tiempo, te obsequiaré con  un beso, que es  la costumbre.

        Así, me interné en lo más íntimo de aquel insólito boscaje, que parecía haber sido confeccionado por  una mente prodigiosa, capaz de construir todo una maraña de travesías idénticas que no conducían a ningún lugar y que te hacían avanzar o retroceder hacia un lugar distinto o semejante sin que pudieras notar la diferencia.

Cuando llevaba considerable tiempo intentando localizar la salida, me pareció ver una sombra que se ocultaba tras uno de aquellos rectilíneos cipreses, retrocedí rápidamente para percibir su presencia, pero no había nadie. Caminé de nuevo unos pasos hacia delante y la sombra me siguió, sin que yo pudiera saber de quien se trataba. Empezaba ya a  preocuparme, cuando una suave mano me rozó el hombro. Era Alicia que había venido en mi ayuda, pues había imaginado que sería incapaz de hallar la salida.

— Lo siento Tuviá, no te has merecido el beso que te tenía reservado si superabas la prueba.

Y de este modo, me tomó de  la  mano y me condujo por los intrincados atajos hasta la salida. En la portilla, que estaba realizada de maderos cubiertos de  la más fina hiedra, me ofreció una rosa roja, que al intentar tomarla se cayó al suelo. Ambos nos precipitamos en su busca, intervalo en que nuestras manos se entrelazaron. Lo que aconteció a continuación fue uno de los sucesos más fantásticos de mi existencia. Los labios de Alicia y los míos se rozaron por unos segundos, que a mí me  parecieron una eternidad, a la par que nuestros corazones palpitaban desorbitadamente como si fueran a salirse de nuestros pechos.

Los siguientes días, mientras mi padre y su amigo el noble Embriaco, preparaban los menesteres necesarios para nuestro viaje hacia Venecia, Alicia y yo nos volvimos inseparables. De  su mano conocí Génova y sus más intrincados rincones. Juntos, paseamos por las playas más admirables de la bahía y en sus aguas nos sumergimos en distintas ocasiones, sintiendo como nuestros jóvenes cuerpos  intimaban como ya lo habían hecho nuestras almas.

En una de aquellas marinas, cogidos de las manos, nos prometimos amor eterno y sellamos nuestros cuerpos por vez primera.

 

 

 

 

CAPÍTULO V

 

 

        A la semana justa de llegar a Génova partimos, lo hicimos junto a una expedición de mercaderes, protegidos del noble Embriaco, que acarreaban con largas hileras de mulas, sendos fardos cargados de especies traídas de más allá de los Balcanes y cuyo destino era la rica ciudad de Venecia.

        Las primeras jornadas cabalgamos siguiendo la ribera del río Trébbia, un afluente según supe del Po. Lo hicimos a través de un sendero muy transitado, al amparo de un hermosísimo valle, de una lozanía hasta ahora desconocida para mí. En aquellos días, la melancolía se adueñó de todo mi ser y me fue imposible por  un instante dejar de pensar en mi añorada Alicia. Ni siquiera las historias que mi  padre me relataba, servían para abstraerme de mi nostalgia.

        Así anduve hasta que llegamos a las cercanías de Piacenza, un lugar que según supe era conocido, por haberse librado una importante batalla entre las tropas cartaginesas de Aníbal y la de los cónsules romanos Escipión y Sempronio.

        —¿Sabes, que la astucia del jefe cartaginés —me ilustraba mi padre—, le dio un gran triunfo, a  pesar de tener un contingente de fuerzas inferior a las romanas, que perdieron veinte mil hombres entre muertos y prisioneros?

        Dos días más tarde llegábamos a Piacenza, una pequeña ciudad que me impresionó por la ingente cantidad de estudiantes universitarios, que pululaban por sus estrechas calles y que nos recibieron con grandes muestras de satisfacción. Pues sabían que los sirvientes de los mercaderes eran espléndidos con el dinero, soliendo gastar parte de sus salarios en interminables borracheras, compartidas la mayoría de las ocasiones con los jóvenes doctos, que les relataban interminables historias de amor, a cambio de llenar sus barrigas de descomunales cantidades de pan y vino.

        — Piensa hijo mío —me explicaba mi padre en una de aquellas fondas estridente y humeante que visitamos para almorzar—, que cuando se es joven el dinero dura poco en las alforjas y más cuando se vive lejos de los hogares paternos. Estoy seguro, que  la mayoría de estos mozos dilapidan los estipendios de un curso académico en menos de un mes. Posteriormente, malviven  o se dedican a sisar en tabernas de mala monta algún que otro mendrugo de pan. Otros, los más avispados, se amanceban con las jóvenes esposas de ricos hacendados que en un principio les consiguen dádivas para subsistir, pero que con el tiempo se convierten en  despreciables  gusarapos que les sacan hasta el último aliento. De no ser así, proceden a chantajearlas procediendo a informar a sus cornudos maridos.

        Tras aquel alto en el camino, la caravana reanudó la marcha hacia Ticino, una pequeña aldea que franqueamos en la siguiente jornada, para a continuación encaminarnos hacia la ribera del caudaloso río Adda, que superamos a través de una estrecha e insegura pasadera muy cercana a la ciudad de Cremona, célebre en aquellos lares por sus interminables conflagraciones entre güelfos y gibelinos, partidarios uno de la Iglesia y otros del Sacro Imperio Germánico.

        Aunque, mis recuerdos son de las ricas campiñas verdes que conformaban los diferentes labrantíos, sembrados de verduras y hortalizas perfectamente cultivadas en pequeñas huertas.

        En Cremona hicimos un alto de dos días, que los mercaderes aprovecharon para comerciar con los más ricos hacendados y suministrarles especies y semillas de los más variados productos. Mientras, mi padre y yo, nos instalamos en una posada cercana a la plaza de la Comuna, desde donde nos era posible ver la espléndida fachada de la catedral y salir a pasear por las intrincadas calles que formaban un entorno agradable y seductor.

        Fue en una de estas travesías, en la que nos encontramos a Yunus, un antiguo amigo de mi padre, natural de Gharnatah, que realizaba el trabajo de amanuense para quienes lo requirieran. Yunus “el Granadino” como se le conocía en la ciudad, fue según supe, un popular poeta en la corte nazarí, pero un verso mal intencionado lo hizo caer en desgracia y huyendo había llegado hasta aquella parte del mundo. El  poeta vivía en la más triste de las desdichas, apenas lograba algunas monedas para comer y la mayoría de las noches debía de pernoctar bajo la protección del firmamento.

—El oficio de escribano de cartas no da para mucho —le contaba a mi padre con lágrimas en los ojos—. Pero mucho menos da la muerte, sobre todo si eres asesinado por un verso.

En estas trajinábamos por las calles de Cremona, cuando una multitud de exaltados ciudadanos nos envolvió y a fuerza de empujones nos trasladó hasta una explanada contigua a la plaza de la Comuna, lugar en donde se había habilitado un cadalso de estrechas dimensiones y que se usaba muy habitualmente, según nos contó el propio Yunus, para ejecutar a los enemigos políticos del regidor.

— Actualmente, son muchos los súbditos de ideología  gibelina los que sucumben a manos del verdugo. En Cremona, se dispensa todo a excepción de la traición al credo de nuestro duque. En este caso de tendencia güelfa –nos refería Yunus algo anonadado—.

No habría transcurrido un cuarto de hora, desde que nos arrastraron hasta la planicie, cuando unos gritos enfervorizados provenientes de las callejuelas contiguas nos turbaron. Se trataba de los más acérrimos seguidores del duque que conducían a un reo gibelino hacia el patíbulo. Yunus dijo conocerlo, a  pesar de tener el rostro totalmente desfigurado a causa de los cientos de golpes recibidos de manos de los bárbaros, que iba encontrando en su marcha.

Como pudo el inculpado, ascendió hasta el  cadalso, y ya más muerto que vivo, para su fortuna, fue despojado del jubón y maniatado.

—Es el conde de Germani, un colaborador del duque –nos decía Yunus, con voz entrecortada—. En cierta ocasión le presté algún servicio. Y supe por el despacho redactado, que tendría un mal final. Los presentimientos se han hecho realidad. No se puede ser amigo del halcón y además ser gavilán.

Cuando el conde de Germani estuvo dispuesto, le obligaron a  ponerse de rodillas y apoyar la cabeza sobre  una barrica. Instante en que surgió de entre los espectadores un gigante con el torso desnudo y la cabeza totalmente rasurada. Entre sus brazos portaba en actitud de suspensión, una ingente espada de doble filo que izó sobre su cabeza. Momento en que los asistentes emprendieron un desenfrenado griterío.

—¡Muerte al traidor!, ¡que muera de una vez!

En aquel intervalo, una comitiva de hombres a caballo, capitaneados por el  propio duque, surgieron de un angosto callejón  dirigiéndose hasta el centro de la planicie, donde dieron las ordenes precisas para que se llevara a cabo la ejecución.

El silencio entonces se hizo devastador, tan solo roto por la brisa del aire y por el relincho de alguno de los caballos de los secuaces del duque. Inesperadamente el verdugo profirió un tremendo grito, parecido al que articulan los leñadores cuando realizan su faena, y la cabeza del conde Germani rodó por entre las tablas del degolladero en un santiamén.

Aquel acontecimiento me sobrecogió profundamente, sobre todo, cuando un lancero enarboló la cabeza del desdichado sobre una pica y la paseó entre la multitud. No podía dar crédito a la atrocidad, aunque sabía que era práctica habitual en muchos países, incluido mi recordado Reino de Gharnatah.

 

Al siguiente día, la caravana reemprendió nuevamente el itinerario, y Yunus el “poeta maldito” se unió a la comitiva bajo el amparo de mi padre.

Según supimos, por el propio jefe de la expedición, un durísimo genovés que respondía al nombre de Apolonio y que montaba siempre un espléndido caballo de tiro de pelo alazán oscuro y de crines tan doradas como las espigas de trigo en verano, nos encaminábamos hacia la ciudad de Verona, situada en la región del Véneto, lugar en que se unían las llanuras y las montañas de la ruta de Brennero.

—Lamento esta incidencia en vuestro camino mi señor —explicaba el áspero Apolonio, dirigiéndose a mi  padre—, pero un mensajero de la casa del noble Embriaco, nos ha traído una misiva urgente para que nos desviemos hasta Verona y acopiemos un nuevo cargamento. De todos modos, el tiempo que perderemos es mínimo, pues esta ciudad se halla muy cercana a Padova, que era nuestra siguiente escala.

Fueron dos jornadas las que tardamos en llegar a esta pequeña y comercial ciudad, durante el viaje entablé una muy buena relación de camaradería con Yunus, a pesar de la edad del uno y del otro. Es más, el desdichado poeta se ofreció en ilustrarme con su erudición, siempre que lo deseara. Hecho que me colmó de júbilo, pues conforme pasaban los días, iba descubriendo que era un ignorante de todas las materias que el mundo me ofrecía. Desconocía la geografía de los países que iba atravesando, las lenguas que hablaban las gentes, la historia que vivían y hasta el fin de la propia vida.

Fue Yunus el hombre que me enseñó el gusto por la literatura, comprándome, siempre que mi padre le proporcionaba el dinero, algunas obras  interesantísimas que abarcaban desde la poesía hasta tratados de navegación.

 

 

La ciudad de Verona en nada se parecía a la de Cremona, esta era pequeña y muy ordenada, sus gentes que no eran muchas parecían tranquilas y bien asentadas. La mayoría eran comerciantes y agricultores. A los primeros se les conocía, según me informó Yunus, por la facilidad que tenían en proyectar sus mercaderías por las lejanas tierras colindantes con el golfo Pérsico. En Verona nos detuvimos un día, el tiempo suficiente para atesorar las mercaderías adquiridas por los siervos del  noble Embriaco. Éstas eran muy especiales, según nos informó el rudo Apolonio, pues no se trataban de telas preciosas, ni de semillas para la labranza y mucho menos de especies desconocidas. La mercancía adquirida y que la caravana había de transportar, eran doncellas galas, de blanca piel y ojos tan azules como el mismo cielo. Esclavas que habían de ser ofrecidas a los mejores mercaderes de Venecia para que las vendiesen en tierras tan lejanas como las de Armenia o en el Imperio de los Ilján.

Aquellas cautivas no iban encadenadas, ni enjauladas, ni arrastradas sin misericordia por sus guardianes. Cabalgaban cómodamente sobre  los lomos de tranquilos capones que ni se inmutaron al cambiar de manos. Pudimos contar una docena de muchachas, todas ellas muy bien enjaezadas y protegidas cada una por dos negros de tamaño descomunal, que eran eunucos propiedad del noble Embriaco, adquiridos en el lejano país de Sudán.

La comitiva, a pesar del atractivo colorido y sensualidad que montaba, nos produjo un verdadero pesar a Yunus, a mi padre y a mí. Al saber que la mayoría de aquellas jóvenes cautivas habían sido raptadas de forma desalmada por bandas especializadas, para posteriormente  comerciar con sus vidas. Los beneficios de aquellas gentuzas eran cuantiosos, sobre todo, para los cabecillas que solían obtener grandes sumas de oro por el rescate o la venta.

Eran muchos los ricos musulmanes, los que abastecían sus harenes de adolescentes francas de piel transparente y cabello bermejo, que les causaban un deleite sensual al que no estaban acostumbrados. Llegando en muchas ocasiones a tomarlas por primeras esposas, por lo que muchos de los descendientes de estos sarracenos eran de tez blanca y ojos tan azules como las aguas del océano.

Al segundo día de viaje, tras abandonar Verona, nos internamos en un bosque de helechos y coníferas ya muy cercano a la ciudad de Padova, donde el follaje era tan espeso que tuvimos que descabalgar en distintas ocasiones para abrir camino a través de la frondosidad.

El rudo Apolonio, que siempre había dado muestras de ser  un jefe templado, empezó a impacientarse pues era muy cuantiosa la naturaleza de las mercancías, para quedar atrapados entre las ramas de los árboles, como vulgares palomas caídas en las redes de un cazador.

—Nunca hubiera imaginado, que este camino tan seguro —nos contaba indignado— hubiera sufrido cambios tan lamentables desde la última primavera. Si lo hubiéramos intuido, habríamos tomado una ruta alternativa, que aunque es algo más larga, nos habría  proporcionado la seguridad que ahora carecemos.

>>El entorno me da muy mala espina. Dios nos proteja durante la noche, pues tengo la corazonada de que alguna banda de salteadores nos va a atacar.

Pero la suerte pareció aliarse con nosotros y la noche transcurrió tranquila, aunque no sosegada. Siendo muchas las guardias que se llevaron a cabo y numerosas las partidas de centinelas que recorrieron los entornos para salvaguardar nuestra protección.

Con la primera claridad del alba la caravana reemprendió nuevamente la marcha, aunque con anterioridad tuve tiempo para realizar un  frugal desayuno y asear mi cuerpo. Para tal menester, me dirigí hacia un cercano riachuelo por el que transcurrían unas acompasadas aguas y mientras sumergía mis pies en su cauce, pude observar en  un cercano recodo a las jóvenes esclavas asear sus lustrosos cuerpos ante las miradas represoras de los eunucos.

Como mejor pude y sin ser observado me fui aproximando hacia el grupo de cautivas. Y fue de ese modo, como tuve ocasión de poderme recrear hasta el éxtasis con los cuerpos más bellos que hombre alguno pudiera imaginar.

Había muchachas rubias de pelo ensortijado y pechos suntuosos, otras en cambio eran de cabello lacio y rotundas caderas, también  las había pelirrojas de piel lechosa y pubis encrespado. Todas y cada una de ellas tenía su gracia, sobresaliendo del conjunto una joven de cabellos rizados y morenos, que parecía hallarse entre aquellas aguas y la tupida maleza en su ambiente. Todas sus compañeras no hacían más que pronunciar su nombre, que según supe era el de Valeria.

Valeria no parecía cohibirse ante la  mirada de sus guardianes, a pesar de su desnudez. Es más, se mostraba altiva y provocadora como si se regocijara mostrando sus beldades ante los ojos impertérritos de  los eunucos. La muchacha en nada se asemejaba con el resto de sus compañeras, ella era de piel sedosa y cobriza, en la que incidía unos negros pezones  que parecían mirar al firmamento en todo instante. Mientras retozaba en las volubles aguas y lavaba sus zonas más íntimas sin pudor alguno, pareció percibir mi presencia. Y dirigiéndose al  más cercano de  los castrados, le demandó autorización para ir a orinar.

Fue entonces cuando se encaminó hacia donde yo me encontraba oculto, y antes de que me diera tiempo a marcharme, la tenía ante mis ojos. Me habló de un modo suave, casi imperceptible, haciéndolo en un dialecto árabe que pude entender.

—Si me ayudas a escapar te recompensaré con todo el oro que desees, soy la hija del emir Abu Tamman y fui raptada cuando viajaba hacia el reino taifa de Tzeitelkusta para  ser desposada con un importante príncipe.

Mientras me susurraba toda su historia, pude percibir el aroma delicado de su piel y hasta sentir los latidos de su corazón. Aunque aquellos leves instantes de conversación cesaron inesperadamente, pues uno de  los guardianes viendo la tardanza de  la joven cautiva se alarmó y comenzó a llamarla.

—Prométeme que me ayudarás, sé que eres el hijo de alguien importante —me dijo, a la par que aproximaba una de mis manos hasta su voluptuoso pecho— y puedes conseguirlo. Si no es así, me quitaré la vida en cuanto me sea posible. Ahora debo marcharme, pero antes dime tu nombre.

—Me llamo Tuviá y soy el primogénito de los hijos del mercader andalusí Abednebo Barhuni...

Aquellas palabras fueron las únicas que acerté en decirle a la bella Valeria, haciéndolo mientras ésta se alejaba de mi lado contoneándose.

Durante el  resto de la jornada me fui casi imposible dejar de pensar en las palabras de mi nueva amiga, y fue ese el  motivo que me impulsó a averiguar, preguntando a Yunus sobre el destino final de las cautivas.

—Según tengo entendido, mi joven amigo, todas esas bellas esclavas van a  ser enviadas a recónditos lugares del lejano Oriente, donde engrosarán los más ricos harenes que hombre alguno pueda imaginar. En ellos, se convertirán en el objeto de deseo más apreciado de sus opulentos amos. Con seguridad —continuó contándome Yunus — te puedo decir, que dentro de varios años, algunas de estas hermosuras controlarán los hilos de la política de más de un pueblo.

No había finalizado mi fiel Yunus su explicación, cuando se acerco Apolonio, sobre su cabalgadura, para conversar sobre las dificultades del viaje. Hecho que aproveché para ponerme junto al alazán y preguntarle muy sutilmente por Valeria.

A la sazón, el jefe de expedición, sin hacerse rogar mucho, comenzó a pormenorizarnos la historia de cada una de las cautivas y en particular la de la exuberante Valeria.

Era verdad lo que la joven me había contado aquella mañana. Pero lo que ésta desconocía era que ya se encontraba adjudicada por una cantidad de oro inimaginable al último gran maestre de los asesinos de Alamut, en las recónditas montañas de Persia, donde según contaban los viajeros y mercaderes que se habían adentrado en aquellos confines, se hallaba el más oculto y suntuoso harén que podamos imaginar. En aquellos dominios desolados, los legatarios de Hassan Ibn Saba continuaban haciéndose con la posesión de las más bellas y sutiles esclavas para que embaucaran a los discípulos más intuitivos hacia las simas de la sabiduría y el poder, mediante el delicado arte del conocimiento del sexo y la guerra.

—Hassan Ibn Saba fue el fue el fundador de una secta de fanáticos ismaelitas —contaba Apolonio a Yunus, mientras yo escuchaba silenciosamente, a la par que los caballos marchaban imprimiendo un paso lento pero seguro—, a  los que condujo a una guerra santa contra el colosal imperio otomano. Fue durante el año 1092. Y cuentan, que con tan sólo un puñado de guerreros arrasó a los poderosos turcos, empleando el arma de la ilusión entre sus adeptos. Para ello, los embriagaba antes de las batallas con vino y hachís, para a continuación conducirlos a lujuriosos harenes, donde las mujeres más bellas de Oriente los aguardaban haciéndose pasar por las huríes de los jardines de Alá, allí amaban a los jóvenes guerreros hasta extremos imposibles, haciéndoles creer que se encontraban en el Paraíso y que todos aquellos que dieran su vida por la causa, volverían nuevamente a sus brazos para gozarlas eternamente.

>>De este modo marchaban los guerreros ismaelitas a la guerra contra el turco, con la convicción de que la muerte era la  mayor de las recompensas. Pues bien, aquel lugar –seguía relatando Apolonio, mientras golpeaba con un vergajo el anca del nervudo alazán— secreto es la fortaleza de Alamut, donde terminará viviendo la bella Valeria.

Así nos aproximamos hasta las cercanías de Padova, cruce viario hacia Venecia y ciudad de muy ilustres mercaderes y artesanos. En Padova, mi padre conocía a los Donatello, una ilustre familia de poderosos tejedores, conocidos en la mayoría de los países árabes y cristianos por la riqueza y sofisticación de sus ricos telares, que exportaban a Oriente a través de la ruta de la Seda y en seguras embarcaciones hasta la península Ibérica.

Aquella noche, la caravana de Apolonio propiedad del noble Embriaco, se instaló en los corrales colindantes al mercado y mi padre, Yunus y yo nos dirigimos hacia el  barrio de Cortona, donde se hallaba la residencia de los Donatello. Mientras caminábamos por las suaves pendientes de aquella y próspera ciudad, pude ver como una escolta de  eunucos trasladaba a las cautivas hasta una cercana hospedería, para que pudieran asearse, ungirse y depilarse como correspondía a seres tan especiales.

Nos sobrepasaron tan cercanamente que me fue fácil distinguir a Valeria, que iba protegida por un dúctil velo de tonalidades claras. Recuerdo que nuestras miradas se cruzaron por  unos instantes en la callejuela, y entonces supe que haría lo imposible para liberarla de su esclavitud.

 

 

 

 

 

CAPÍTULO VI

 

La mansión de  los Donatello en nada se parecía a la del noble Embriaco, aquella se hallaba construida sobre la cumbre de una cima desde donde se podía observar toda la bahía de Génova, al mismo tiempo que disponía un singular jardín exterior. En cambio, la mansión paduana de los Donatello era una vivienda muy ostentosa tanto exterior como interiormente, que se había cimentado en el sector de los artesanos, para así facilitarles el desplazamiento hasta los telares. Ocupaba el edificio una manzana completa del barrio de Cortona, y en sus pertenencias podían reunirse durante la jornada  laboral más de un centenar de tejedores.

La familia Donatello había creado a través de varias generaciones uno de los más importantes telares de la región, hilando en sus naves la mayoría de la lana importada de la lejana Inglaterra. Germánico  Donatello, el amigo y  accionista en muchas ocasiones de mi padre, era el primero de los “pelaire” de Padua. Su profesión, no solo consistía en transformar la lana en paño y posteriormente teñirla, sino que había de realizar largos viajes a diferentes países, para adquirir el mejor producto en las más importantes haciendas.

Para ese quehacer, Germánico Donatello necesitaba viajar con un cuantioso caudal por lugares ciertamente comprometidos. Era por lo que poseía un imponente cortejo personal, más parecido a una milicia que a una caravana de comerciantes.

Los “pelaire” no solo compraban la lana en los grandes pastizales, también lo hacían a los pequeños pastores, de los que solían aprovecharse ofreciéndoles precios irrisorios.

En ocasiones, aquellas caravanas se veían envueltas en guerras intestinas, revueltas feudales y hasta con graves epidemias de peste o cólera. Sucesos que les producían enormes pérdidas económicas y humanas.

Cuando llegaba a Padua la lana adquirida, la familia Donatello solía tener preparado en sus naves a un determinado número de hilanderos, que instantáneamente transformaban el género en madejas, no sin anterioridad haber hilado y cardado la  lana. Una vez finalizado este proceso, las madejas eran entregadas a los tejedores, que procedían a su acabado en el batán, para consecutivamente teñirlas en diferentes tonalidades.

Después se ordenaban las balas con las piezas y se llevaban a vender a las tiendas, mercados y ferias. Los Donatello no solo comerciaban en su región, sino que en la  mayoría de las  ocasiones organizaban caravanas de heterogéneos géneros con destino a los más alejados puntos del Oriente.

 

Cuando llegamos a las  puertas de la mansión de la familia Donatello, un joven lacayo nos franqueó el paso como era su obligación, hasta que mi padre se identificó.

—Soy el mercader andalusí Abednebo Barhuni y desearía que tuvieras a bien en informar al ilustre Germánico Donatello de mi llegada.

—Lo siento señor —dijo el criado con ciertos aires de distanciamiento—, mi amo se encuentra ausente, visitando las posesiones familiares en la isla de Cerdeña. Ahora bien, si lo deseáis puedo avisar a mi ama de vuestra presencia.

Y así lo hizo, para minutos más tarde volver junto a una doméstica que nos invitó a seguirla a través de infinidad de pasillos y pasadizos de un  lujo extremo, hasta que llegamos a una dependencia situada en el primer piso de la residencia. Sentada en la banqueta de un bufete se encontraba Isabel Donatello, la esposa del ilustre Germánico que nada más ver a mi padre se le acercó para ofrecerle su morada en nombre su marido.

—Espero, que tengáis a bien compartir este techo junto a vuestro hijo y el amigo que os acompaña. Antonia, la sirvienta que os ha traído hasta mí, os acompañará hasta vuestros aposentos. Desearía que os sintierais como en vuestra casa, y sería para mí y los míos un honor compartir la cena de hoy con vos.

De esta forma tan cortesana nos ubicamos en la residencia de los Donatello. A mi  padre lo instalaron en una habitación en la planta de principal, mientras que Yunus y yo compartimos estancia conjunta en el piso superior de la vivienda.

—Yunus te he de pedir un favor y un consejo –le dije nada más encontrarnos a solas—. Hace unos días conocí a la esclava Valeria, aquella de cabellos oscuros y ojos verdes esmeralda, la que ha sido vendida a los guerreros ismaelitas para formar parte de su harén. La joven me habló en un momento de libertad que tuvo, mientras las demás compañeras se bañaban en el arroyo.

>>Valeria dice ser la hija de un emir llamado Abu Tamman y fue secuestrada cuando viajaba hacia el reino taifa de Tzeitelkusta para desposarse. Al verme escondido tras unos matorrales se dirigió en su desesperación hasta mí, para pedirme que la ayudara a escapar.

>>Sé, me dijo, que la tarea es imposible, pero necesito que me prometas tu auxilio para poder mantenerme viva, de otro modo estoy dispuesta a cortarme las venas y morir desangrada.

>>Y yo, Yunus con tu ayuda o sin ella, estoy dispuesto a liberarla. Debes hacerlo, por la amistad que nos une. Y por favor, hemos de intentar que el plan no llegue a oídos de mi padre.

El poeta granadino no podía dar crédito a sus oídos, teniendo que tomar asiento en un taburete cercano para digerir todo la desventura que le había narrado. No podía ser, pensó, que aquel muchacho que hasta ahora se había mostrado tan reservado y juicioso perdiera la cabeza por  una promesa hecha a una mujer.

—Mi querido joven amigo, deja que te cuente una historia –me dijo mientras me invitaba a tomar asiento junto a él—. Hace muchos años, mucho tiempo antes de que tu hubieras nacido, yo era un hombre ilustre y distinguido en la corte de Muhammad I de Gharnatah. Por aquellos días mis versos corrían de boca en boca a través de todas las callejuelas y plazas del Albaycín. Cuando salía a pasear todos los vecinos con los que me cruzaba en mi camino me saludaban mostrándome su respeto, otros en cambio, lo hacían con acritud porque me envidiaban. No podían comprender que un joven imberbe pudiera disponer de los favores reales nada más que por  su habilidad en la composición de versos.

>>Tantos unos como  otros me eran indiferentes, trayéndome sin cuidado lo que pensaran o dejaran de pensar. En aquellos días, lo único que me satisfacía era el aprecio real por lo que ello suponía, las mujeres por los placeres sexuales y seguir componiendo versos que produjeran el deleite, la admiración ciudadana y la envidia de muchos.

>>Ninguna noche dormía solo, haciéndolo siempre en compañía de la más bella de las cortesanas que Muhammad me asignaba. Unas veces lo hacía con jóvenes musulmanas de cabellos oscuros y piel suave, otras en cambio con cristianas cautivas de ojos azules y mirada tierna como la de un cervatillo y en la mayoría de las ocasiones con muchachas procedentes de la lejana Nubia, tan oscuras como el azabache y de pechos tan redondos como manzanas.

>>Pensaba que era el rey del mundo y que mi vida valía muchos más que la de cualquier persona. Disfrutaba yendo a la Alcaicería y adquiriendo las mejores telas para que el alfayate del propio Muhammad me confeccionara las más ricas vestimentas, también me deleitaba perfumándome con las más ricas fragancias traídas de las más recónditas tierras. En definitiva, había momentos en que me consideraba hasta superior al propio rey.

>>En cierta ocasión, Muhammad me invitó para que lo acompañara a una importante subasta privada en  la que iba a adquirir varias cautivas vírgenes procedentes del lejano país de Irlanda. Aquellas jóvenes esclavas nada tenían que ver con las muchachas que hasta entonces había conocido. Éstas eran tan altas como cualquier mozo andaluz bien formado y poseían unos ojos verdes como los limones en primavera, aunque fue la cabellera crespa y de tonalidades bermejas lo que más me sobrecogió.

>>Muhammad tras observarlas detenidamente y deleitarse tocándolas sin rubor alguno las fue seleccionando una a una y según era su costumbre, dejando solamente dos para el final: las más bellas. Entonces, mirándome con cierta intemperancia me indicó que yo eligiera la que más me agradare. Y que aquella noche, en  mi honor  la desfloraría.

>>Opté por la más joven, que no debía tener más de catorce años y parecía ser inteligente, además de poseer un porte distinguido. Recuerdo que dijo llamarse Rory, cuando le pregunté su nombre,  haciéndolo en una lengua extraña para  todos aquellos que formábamos el séquito real.

>>Aquella noche Rory durmió con el monarca y perdió su virginidad. En los siguientes días apenas vimos a Muhammad, éste no abandonó bajo ningún motivo los aposentos reales, aquellas joven de cabellos bermejos lo hechizó a pesar de carecer de experiencia amatoria y de desconocer nuestra lengua.

>>Transcurrida una semana desde el día de la subasta, el rey me hizo llamar a uno de los pabellones del norte de la Qal´at al-hamra y sentado bajo la sombra de un elevado ciprés, observando un sereno riachuelo de cristalinas aguas me comunicó que Rory la irlandesa era la más apasionada y ardiente mujer que jamás había conocido, que copular con ella, a pesar de su juventud, era como hacerlo con una de las huríes del Paraíso. Y que estaba dispuesto a convertirla en esposa real. Aunque primeramente, deseaba instruirla en la doctrina de Mahoma y enseñarle el árabe, contando conmigo para lo último.

>>Pero te recuerdo, me dijo mirándome fijamente a los ojos de un modo hasta ahora desconocido, que si la tocas o intentas seducirla te haré castrar para a continuación ejecutarte con mis propias manos. Tras la advertencia se aproximó hasta donde yo estaba y sacándose un anillo engarzado con un precioso zafiro de su dedo anular, me  lo ofreció como símbolo de nuestra amistad.

>>Las siguientes semanas, las dediqué a enseñarle el árabe a Rory, a la que Muhammad hizo llamar Zoraida. La joven era una alumna despabilada y con gran sentido para el aprendizaje, circunstancia que favoreció mis enseñanzas. Pero, conforme iba cultivándola en las diferentes materias que conforman la cultura, una chispa de pasión iba avivando mi corazón. Así, cuando llevaba algo más de tres meses ilustrándola, me era del todo imposible centrar mis pensamientos en  la instrucción. Y sólo anhelaba, embelesarme en su mirada para soñar que la hacía mía.

>>Un día, mientras paseábamos por un cercano jardín del mexuar, le ofrecí la posibilidad de escapar, prometiéndole llevarla si era preciso hasta su lejano país. Zoraida me recompensó del único modo que podía, dándome su amor. Primero lo hizo con cierta emoción, traducida en una lágrima. En las jornadas siguientes, brindándome un suave beso. Y cuando, la pasión nos inundó a ambos, ofreciéndome su cuerpo prohibido tras el amparo de una protectora madreselva.

>>A partir de ese instante planeamos la fuga, hecho realmente complicado y peligroso, fueron muchas las horas las que en  la soledad de mi residencia pasaba conjeturando el mejor modo de sacar  a Zoraida del harén y llevarla hasta un lugar recóndito donde ocultarla. La complejidad de la empresa se hacía aún más imposible al no poder confiar a nadie el secreto.

>>Pero no hizo falta, un día de primavera, mientras nos ocultábamos en un escondite imposible de descubrir, o eso era lo que nosotros pensábamos hasta entonces, nos hallaron dos de los domésticos de palacio, que nos oyeron jadear mientras consumábamos nuestro amor.

>>Los gritos de los sirvientes rápidamente alertaron a la guardia de eunucos, que instantáneamente salieron en nuestra persecución, buscándonos por todos los rincones de la Qal´at al-hamra, pero yo que conocía bien el entorno logré llevar a Zoraida hasta la cercana cueva de la Perdiz, un lugar desconocido para nuestros perseguidores y que sirvió durante mi adolescencia para que perdiese la virginidad con una campesina de anchas caderas y estrecho corazón, en ella nos refugiamos hasta bien entrada la noche.

>>Cuando la luna asomó por las cumbres de Sierra Nevada, emprendimos la huida a través de los cercanos montes, pero yo sabía perfectamente que la empresa era imposible y que sería cuestión de tiempo el que nuestros agresores nos encontraran. Zoraida también lo sabía y además estaba dispuesta a morir en el  intento, antes que volver a palacio y ser ejecutada como una vil ramera.

>>Recuerdo, que anduvimos toda la noche circundando un camino que nos debía conducir hasta la alquería de Alfacar, pero la desgracia se cebó con nosotros cuando Zoraida se dislocó un tobillo al caer por un terraplén. En aquel instante supe que no podríamos continuar nuestra fuga y que sería mejor  refugiarse en cualquier caserío abandonado y esperar su recuperación. Mientras tanto, yo volvería a Gharnatah ocultamente e intentaría que alguno de mis amigos me proporcionara dinero y caballería a cambio de la fortuna que tenía  oculta en un lugar cercano a mi vivienda.

>>La suerte pareció aliarse conmigo y un viejo prestamista del barrio judío, me proporcionó dinero y un rocín barato, junto con indumentarias de campesino, tanto para mí como para Zoraida, aquello no fue  un favor de sana amistad, pues pagué cien por una. Pero valía la pena, ya habría tiempo para volver a enriquecerse en el futuro.

>>El viaje de vuelta, hasta el caserío abandonado en donde había dejado a  Zoraida un día antes, lo hice con la mayor cautela, no quería que  los perseguidores de Muhammad me hallasen y diesen al traste con todos mis sueños. Por ello, cabalgué haciendo círculos e  intentando borrar las huellas del capón, que a pesar de ser feo como una acémila no era malo caminando.

>>Cuando estuve cerca de la casona, desmonté y  oculté al capón entre las ramas de unas higueras. Para aproximarme lentamente hasta el lugar donde unas horas antes había dejado a Zoraida. Algo en el entorno me sobrecogió, por lo que extremé las precauciones al máximo, no sabía que podía haber que me hiciera recelar. Así, que decidí rodear la casa y observar desde un altozano que había a unos quinientos pasos, pero no hizo falta. En el camino escuché unas voces provenientes de un cercano olivar. Eran soldados de Muhammad que guardaban las bestias, mientras el resto ya habían hecho prisionera a mi amada y acechaban ocultamente mi regreso.

>>Aquel instante fue el más desgraciado de mi existencia, supe que jamás volvería a ver a Zoraida o Rory, que era como le agradaba que la llamase. Nunca supe más de mi amor, y nunca más me enamoré de ninguna mujer. Tampoco tengo ningún recuerdo de su persona, y apenas logro revivir sus rasgos y el tono de su voz, tan solo mantengo muy presente su amor, que imagino que con los años, si logró sobrevivir, habrá olvidado.

>>Por ese motivo, te pido querido Tuviá, que pienses mucho la propuesta que me acabas de hacer, pues si no logramos  liberar a tu bella cautiva, su vida y la nuestra peligrarán. Además, en un supuesto que lleváramos la hazaña a buen fin, ¿qué haríamos con la joven, dónde la ocultaríamos? Todo es una locura, al igual que fue la mía con Rory. Así, que hazme caso: olvídate del tema y deja que el mundo siga su trayectoria.

 

 

 

 

 

CAPÍTULO VII

 

        Aquella noche la pasé en un estado de duermevela, soñando a veces con poder liberar a la joven y bella cautiva, mientras en  otras ocasiones la realidad se hacía patente revelándome que me olvidara de la muchacha. Así que cuando amaneció me encontraba tan cansado como si hubiera recorrido el océano de remero en una goleta.

        Mientras desayunábamos en la cocina de los Donatello, intenté en varias ocasiones dirigirme a Yunus para volver a encauzar la conversación de la anterior jornada, pero el poeta andalusí parecía estar poco interesado en escucharme, su mirada no dejaba de cruzarse con la de Antonia la sirvienta. Motivo por el que abandoné la estancia y salí a la calle, con la idea de conocer algo de la ciudad de Padua.

        El primer sitio al que me dirigí fue al mercado de los artesanos tejedores, que se hallaba en el mismo barrio Cortona, justamente en una formidable plaza de dimensiones desproporcionadas. En ella vendían sus telas y vestidos la totalidad de la colectividad de alfayates de Padua. Era aquella una costumbre singular, y diario habían de montar y desmontar las barracas para exhibir sus prendas, creando entre ellos una competencia férrea, en la que se eliminaban los  productos de peor calidad y que no se ajustaban a  los precios.

        En la plaza, aparte de de los barracones de textiles, se podían encontrar un conjunto variado de puestos de diferentes tipos de artículos, entre los que prevalecían  los herbolarios. En los que además de venderse mil especies de plantas sanadoras, había otras tantas de utilidad fantástica, sirviendo para limpiar de malos espíritus de las viviendas, para conquistar a la mujer amada o para envenenar a tus enemigos.

        También, en aquella admirable plaza se podían adquirir cabalgaduras, animales de tiro, piaras de ovejas y hasta de cerdos. Pero fue un enorme lagarto, de recias escamas, mandíbulas sobrecogedoras y zarpas poderosas, el que logró estremecerme. Se hallaba encadenado a un pilote de piedra y apenas podía moverse. De vez en  cuando, su propietario lo azuzaba con una larga pértiga, instante que aprovechaba el reptil para  dar un enorme empellón a la cadena que hacía sacudir  el pedrusco como si de un guijarro se tratara.

        Inesperadamente, un bellaco se acercó con mucho sigilo hasta la bestia y, cuando todos los presentes menos lo esperábamos, extrajo de un talego un gato de pelo gris, lanzándolo sobre el descomunal lagarto que lo devoró de un solo bocado, con la misma facilidad que yo me hubiera comido una cereza.

        —Se llama cocodrilo y lo habrán capturado con seguridad en el río Nilo, allá en el apartado país de Egipto –me decía Yunus, que me había encontrado por casualidad, a pesar de todo el gentío que abarrotaba la plaza—. No creas que éste es de los mayores, los hay algunos que miden  hasta diez pasos de largo y pueden llegar a pesar más que un buey. Él que estás viendo tiene las horas contadas, con seguridad lo sacrificarán para desollarlo y realizar con su piel, lindas y costosas borceguíes para las más distinguidas damas.

>>Aunque, lo más cotizado del cocodrilo son sus genitales, que una vez tratados convenientemente se utilizan como el más costoso de todos los afrodisíacos, llegándose a pagar sumas inimaginables. Algunos poderosos nobles de edad avanzada, lo toman en ayunas antes de cohabitar con alguna de sus protegidas. Y según cuentan, cumplen como el más agraciado de los sementales.

>>Pero dejémonos de monsergas y vayamos a ganar algún dinero. Ayer, me dio tu padre algo de plata por los servicios prestados y desearía acrecentarla. Acompáñame y verás como se multiplica el capital.

De este modo  dejamos atrás la plaza y caminamos a través de un sinnúmero de estrechas callejuelas, la mayoría de ellas plagadas de prostitutas, que se nos mostraban enseñándonos sus pechos, en ocasiones teñidos de vivos colores. En muchos de los burdeles las colas de comerciantes y soldados que esperaban satisfacer sus necesidades primitivas eran enormes, habiéndolos de todas las condiciones, clases y rangos.

No nos detuvimos, para mi tranquilidad, en ninguno de estos prostíbulos y continuamos caminando  hasta llegar a la zona portuaria, donde preguntamos a un marino si conocía la calle de la Fortuna.

—Sí, la conozco —nos indicó mientras escupía y nos miraba con ojos desconfiados—, si lo deseáis os puedo guiar a cambio de algo de vuestra plata.

Yunus, que parecía tranquilo y entendido en este tipo de situaciones, extrajo de su bolsa una diminuta moneda y se la ofreció al marino, que caminaba dando suaves trompicones.

—Tú que miras —me apuntó con malos gestos—, nunca has visto a  un hombre cojo caminar por la calle. Pues que sepas que el hijo puta que me cortó el tendón de la rodilla, ahora se encuentra en el bandullo de un tiburón. Aunque primeramente le corte los cojones.

La calle de la Fortuna se hallaba cercana y era muy similar a las atravesadas en el barrio de las prostitutas. Con la salvedad de que en ésta no había mujeres, sino hombres que gastaban sus peculios en mil y un tipo de juegos. Encontramos una taberna, que era conocida por las peleas de perros alanos, ésta no  le interesó a Yunus. También estuvimos viendo combates de fornidos negros, en los que el vencedor debía marcar al dominado propinándole un tajo en el pecho, como signo de victoria. Pero ninguna de estas francachelas eran las que buscaba Yunus. Así que acercándose a un bufón, que hacía las delicias de aquellos bárbaros mostrando su enorme pene, le preguntó.

—Muchacho, ¿es que en esta ciudad nadie juega al “ahogado”?

—Sí, pero no aquí. Si deseáis hacerlo, deberéis ir hasta el final de la calle y entrar al garito de la Muerte. En él, podréis satisfacer vuestras tendencias  más peligrosas.

El antro donde se jugaba al “ahogado” se encontraba en una gruta, a la que se accedía bajando por unos escalones de piedra terriblemente resbaladizos, por el moho acumulado a lo largo de los años. Como mejor pudimos, fuimos Yunus y yo descendiendo hacia el interior, alumbrados de vez en cuando por un hacha que más que claridad proporcionaba humo.

Al final de la escalinata se hallaba una cavidad de medianas proporciones que se comunicaba con una laguna subterránea, mediante una oquedad oscura. El lugar estaba abarrotado por una multitud de espectadores que a veces gritaban y en otras ocasiones mantenían un silencio sepulcral. Yunus me hizo señas de que le siguiese, y así llegamos hasta el corazón de la gruta donde observé unas estrechas pozas, en las que el agua apenas se agitaba. Fue entonces, cuando Yunus me explicó el juego.

—El “ahogado” consiste en sumergirse en una de las pozas y aguantar más que el otro contrincante, que a su vez se sumerge en la del al lado. Habitualmente este juego se realiza en barriles de madera, pero por lo que veo en Padua es costumbre hacerlo en estas oquedades naturales.

>>Aunque no te lo creas, soy un portento aguantando la respiración bajo el agua. Así, que prepárate a cuadruplicar mi fortuna. Dispongo de tres intentos para hacerme con todo el dinero de estos pardillos. El cuarto no suelo hacerlo, pues ya la resistencia es inferior y podríamos perder todo lo conseguido.

De este modo tan simple, el erudito granadino se despojó de sus vestimentas, ofreciéndomelas para  que se  las guardase, junto con  la bolsa del dinero. Seguidamente intercambió unas palabras con un bellaco, que parecía ser el organizador del evento, y éste le presentó al que debía ser su primer contrincante: un joven mozo de formas atléticas y tan alto como un ciprés. Yunus y el mozo se saludaron sin intercambiar palabra, para inmediatamente introducirse en sus respectivas pozas.

—Cuando cuente hasta tres —les informó el bellaco— os sumergiréis en el agujero y ganará el envite, aquel que más tiempo resista bajo el agua. Yo seré el juez que anunciará al ganador dándole un golpe con este cayado.

>>Y ahora, respetable público, ¡hagan las apuestas!

Yunus apostó la totalidad de sus caudales a doble o nada. Y de esta peculiar forma, asistí por vez primera al juego del “ahogado”. El primer desafío fue para mí muy emocionante, sobre todo porque desconocía como iba a transcurrir el envite. Afortunadamente  para Yunus fue muy cómodo, ya que el joven atleta carecía de poca resistencia, y antes de que hubieran transcurrido dos minutos sacaba su rubia cabellera del agua. Instante que aprovechó el arbitro para golpear a Yunus suavemente en un hombro.

Mi amigo tuvo un tiempo prudencial de recuperación, para a continuación volver a la misma poza, no sin antes haber conocido a su nuevo adversario, que era un rechoncho y poderoso hombre de mar, posiblemente buceador de corales en el mar Adriático.

Fue este intento el que más me angustió de los cuatro, pues ambos contrincantes parecían a estar dispuestos a morir ahogados antes de dejarse vencer. Recuerdo que el primer minuto transcurrió con cierta tranquilidad, todo el público que se arremolinaba alrededor de las pozas no dejaba de contar en voz alta. Durante el segundo minuto aquellos que vociferaban comenzaron a dejar de hacerlo, unos porque ya no sabían contar, otros en cambio, porque empezaban a impacientarse.

De la poza de Yunus surgieron algunas que otras burbujas de aire, yo desconocía si aquello era un buen o mal augurio, pues nunca había asistido hasta ahora a un espectáculo de aquella índole. De este modo, comenzó a transcurrir el tercer minuto, ya eran muy pocos aquellos que seguían contando. Ciento ochenta, ciento ochenta y uno, ciento ochenta y dos. Así hasta doscientos, instante en que todos los presentes comenzaron a guardar silencio. Aquella situación no se podía prolongar mucho más sin que ocurriera alguna desgracia. Repentinamente, el agua de la poza del adversario de Yunus comenzó a agitarse, éste debería estar moviendo los pies desesperadamente o sufriendo algún tipo de calambre.

—Muchacho —me dijo un individuo que tenía a mi derecha—, tu amigo tiene un buen par de cojones, o es que ya se ha ahogado.

En aquel instante, desconocía si Yunus se había ahogado o es que  en realidad llevaba razón, cuando me dijo que era un campeón en esta liza. Mientras tanto, el tiempo continuaba transcurriendo, el público que contaba, ya lo hacía por el número doscientos cuarenta. El ambiente estaba que explotaba, cuando repentinamente el adversario de Yunus saltó del fondo de la  poza como si llevara un resorte en sus piernas. El hombre  apenas podía respirar y estaba tan pálido, como si hubiera vuelto del mismo infierno.

Entretanto lo atendían, el truhán que arbitraba el juego se aproximó hasta el agujero donde se hallaba Yunus y con toda la habilidad que daba la experiencia, le dio un golpe en el hombro, a la par que le ayudaba a salir del agua.

El público entusiasmado aplaudía y gritaba pronunciado el nombre de mi amigo, que todos ya conocían. Yunus estuvo durante varios minutos descompuesto y sin poder pronunciar ni palabra. Hecho que aproveché para acopiar todas las ganancias recibidas, que ya se habían multiplicado de un modo considerable.

Cuando Yunus se recuperó, me dijo que era el momento de volver apostar todo y retirarse. Pues la experiencia le dictaba que todos pensarían que no lograría volver a imponerse, y apostarían a su adversario, circunstancia que lo favorecería si  lograba hacerse con la victoria.

        Y así fue. Gracias sobre todo, a que el nuevo contendiente no estaba muy capacitado y llegando al tercer minuto, salió del agua ya medio ahogado. Los beneficios de aquella última liza fueron espectaculares, por lo que apresuradamente los embolsamos en nuestro morral, dimos una importante propina al truhán que había organizado el juego y nos apresuramos a partir hacia la residencia Donatello. Ya habría tiempo de contar la totalidad de las ganancias en otro lugar más seguro.

 

 

        Al llegar al barrio de la Cortona, el sol de mediodía comenzaba a declinar por otro menos suave que anunciaba el crepúsculo. Eran muchas las horas las que habíamos pasado Yunus y yo recorriendo las zonas más veladas de  la ciudad. Ahora, notábamos la agitación y el esfuerzo acumulado, por lo que decidimos aproximarnos hasta un cercano y limpio mesón para colmar nuestros estómagos, que ya nos solicitaban algo con que abastecerlos.

        La comida paduana, en  nada se parecía a la andalusí. Los platos meridionales no estaban condimentados con las ricas especies a que nos tenían acostumbrados los musulmanes. Así que comer era para mi gusto algo insípido y mediocre. De todos modos, el hambre apremiaba y solicitamos a la mesonera, una espléndida mujer de rasgos finos y cabellos oscuros, que nos procurara un buen asado de cordero acompañado de unas jarras  de cerveza amarga.

        Mientras hacíamos tiempo esperando el cordero, pudimos ver en una de los extremos de la estancia al jefe de nuestra expedición, Apolonio, que compartía mesa con dos insólitos musulmanes.

        —Esos deben ser los emisarios de los ismaelitas —me hizo saber Yunus—, que con seguridad han venido de la lejana Persia para adquirir a las bellas cautivas. Posiblemente Apolonio esté cerrando la transacción de la inquietante Valeria. Una fatalidad para la joven, aunque me alegro por ti, dejarás de meternos en un buen lío.

        Cuando finalizamos con el cordero estaba anocheciendo en Padua, así que decidimos dar un corto paseo por las acogedoras calles del barrio de los artesanos y conocer sus bazares y tiendas, que eran muchos. De esta manera llegamos hasta un establecimiento donde se vendían hermosísimas vestimentas de vivos colores. Un muchacho ataviado con una extraña escarcela de rombos blancos y negros, nos invitó a que pasásemos y que recreáramos nuestra mirada ante tales maravillas.

        Yunus que andaba sobrado de bolsa no lo dudó y a los pocos minutos estaba probándome unas admirables botas realizadas en piel de potro.

        —Te agradan, ¿verdad?, pues son tuyas. Te las regalo —me dijo, mientras pagaba al comerciante— y espero que cada paso que des con ellas sirva para labrarte un futuro cierto.

        Cuando abandonamos el establecimiento, no sin antes haber cambiado Yunus sus vestimentas algo raídas por otras de lana y lino de muy buen ver, dispusimos regresar a la mansión de Donatello, donde nos esperaba mi padre con interesantes noticias.

        —Os llevo buscando todo el día, luego me contaréis donde habéis estado —nos dijo, mientras nos apremiaba a que lo siguiéramos—, pues he tenido la fortuna de conocer, gracias a nuestra anfitriona la ilustre Isabel, a Juan de Britto, jefe una caravana propiedad de mi amigo Germánico Donatello que parte hacia Bagdad con el propósito de comercializar una partida de piezas de lino. Así que disponemos de dos semanas para preparar esta nueva etapa del viaje. Habremos de hacernos con unas cabalgaduras fuertes para poder llevar a cabo tan importante travesía.

 

 

 

 

CAPÍTULO VIII

 

        En las siguientes jornadas nos despedimos de nuestro amigo Apolonio, que volvía a reemprender su expedición en dirección hacia Venecia, haciéndolo ya sin la bella Valeria que se hallaba en poder de sus nuevos amos. Fue el propio Apolonio quien nos proporcionó el nombre del lugar en donde deberíamos hacernos con nuestras cabalgaduras. Una abadía denominada Santa María, que se encontraba a unas leguas en dirección norte y que era explotada por  una comunidad de monjes cistercienses.

        Para llegar hasta la granja, que era como se conocía la abadía en el entorno, doña Isabel Donatello nos proporcionó unas mulas y puso a nuestra disposición un joven sirviente llamado Paolo, que presumía conocer los alrededores de Padua mejor que nadie. Recuerdo que  partimos hacia Santa María muy de mañana, pues era nuestra intención llegar a nuestro destino a la caída de  la tarde, motivo por el que tuvimos que cabalgar durante gran parte del día, recorriendo una hermosa y fértil ribera de labrantíos perfectamente roturados de vides, cereales y leguminosas.

        Aquellos erales que íbamos encontrando a nuestro paso, nos  hicieron recordar aquellos otros de la vega, de nuestra lejana Gharnatah. Y los campesinos que eran muy numerosos, se les podía ver, a unos arando con yuntas de bueyes, mientras otros, abonaban las hazas con estiércol de cabra o cultivaban la tierra en los sembrados de plantas textiles, como el lino y el cáñamo, y plantas tintóreas, como la rubia, el azafrán y el pastel. Ésta última, traída pocos años antes de Flandes para su labranza. Del pastel o glasto, como se le denominaba en la antigüedad, se obtenía una pasta moliendo sus hojas, que proporcionaban un tinte azul indestructible. Las hojas del pastel aportaron a la región norte de Italia un importante mercado para la exportación, pues no sólo se enviaban a regiones recónditas de oriente, sino a territorios cercanos como los de Inglaterra o Al-Andalus.

        De esta forma,  llegamos a Santa María un par de horas antes del crepúsculo. La abadía se hallaba emplazada en el recodo que formaba un río, en un paraje apacible y con abundante agua. Su estructura era austera, como marca distintiva de la orden del Cister.  Paolo fue el primero en descabalgar y dirigirse hasta la portería, para hacerle saber al monje cancerbero de nuestra llegada. Entretanto éste iba a buscar a alguno de sus superiores, tuve tiempo de percibir el compacto conjunto de las edificaciones, todas ellas realizadas con la mayor sobriedad. Como lo manifestaba la falta de campanarios de piedra sobre la iglesia y la decoración del conjunto que era de mucha austeridad.

        —La causa de tal rigor en las costumbres de estas congregaciones —comenzó a referirnos Yunus, que siempre demostraba estar a la altura de los hechos— está influenciada por una serie de pautas establecidas por San Bernardo, que impuso el ascetismo en la vida de los monjes, así como la rigidez en la construcción de las edificaciones y sus interiores. Nada de pinturas, esculturas, vidrieras o pavimentos de color; nada en definitiva que pudiera distraer la atención de los monjes de sus abstracciones.

        Mientras Yunus nos informaba sobre las interioridades de los monasterios cistercienses, pudimos advertir como se aproximaban hacia nosotros un par de monjes. Uno de ellos era el portero, el otro un joven de no más de treinta años que resultó ser el abad Esteban Valbuena.

        —Perdonadme hermanos en Cristo, que os hayamos hecho esperar estos minutos —comenzó diciéndonos el prior de la congregación—, pero nuestro cancerbero no sabía donde localizarme. Y para el asunto que os trae a Santa María, nadie os podría atender que no fuese yo, que además de abad de este humilde monasterio, soy el único instruido en cuanto a la cría y venta de nuestros magníficos caballos cruzados en las razas Avellinum y Árabe.

        >>¡Pero pasad, por Dios!, no os quedéis en la puerta. Entrad y compartid este hogar con sus piadosos moradores, todos servidores de Nuestro Padre Celestial.

        Y en diciendo estas palabras, el abad Esteban se acercó hacia nosotros, para indicarnos que lo siguiéramos hasta la hospedería, aposento muy cercano a la portería y de dimensiones perfectamente estudiadas para comodidad y recogimiento de los huéspedes.

        —No os preocupéis de vuestras mulas —nos dijo el abad, que controlaba la situación con la prudencia de un monarca—, ya he dado órdenes para que sean aseadas y reciban el forraje adecuado. Ahora si lo deseáis, descansad hasta la hora de la cena, en que mandaré que os recojan para que la compartáis con los hermanos de la congregación.

 

        Un ruido muy suave y  de origen incierto me despertó cuando aún no era de día, pertenecía al sonido de una campana que llamaba, según me informó mi padre, a maitines. Momento en que el monje cancerbero surgió como por encantamiento del exterior hasta la hospedería, para informarnos que al amanecer, tras los rezos, nos esperaba el abad Esteban en su gabinete para compartir el desayuno e informarnos sobre los asuntos que nos habían traído a Santa María.

        —Mientras tanto, si lo desean podéis pasear por el huerto de la abadía y degustar nuestras excelentes manzanas. Según dicen, son las mejores de calidad y sabor que se crían en la comarca.

        El huerto se encontraba en la zona posterior de la iglesia, para llegar hasta él, tuvimos que atravesar gran parte de la abadía, encontrándonos a nuestro paso con la cocina, en la que se notaba cierta actividad por parte de los asistentes, que se afanaban en organizar la primera comida del día. También nos tropezamos con el calabozo, un pequeño habitáculo de unos pocos pasos de largo y otros menos de ancho, que según pude comprobar estaba vacío. Justamente enfrente y comunicándose con la cocina se hallaba el refectorio, lugar donde nos agasajaron la noche anterior con queso, pan y  manzana. Todo un ágape para aquellos monjes, acostumbrados a cenar una simple sopa de cebolla y un trozo de pan.

        Tras dejar atrás el refectorio, nos encaminamos hacia un edificio de dos plantas, que según pudimos descubrir se empleaba como dormitorio de los monjes en la parte superior y scriptorium en la inferior. La curiosidad me arrastró hasta las vidrieras exteriores y tras ellas pude descubrir una rica biblioteca y una serie de escribanías perfectamente alineados.

        —Son los bufetes de los monjes escribanos —me indicó Yunus, mientras se empinaba para observar a través de  los vidrios—, cada uno de estos letrados tiene el cometido de transcribir una serie de manuscritos y convertirlos en libros. Gracias a esa labor inestimable, la sabiduría de los grandes hombres, queda reflejada en un conjunto de obras de valor inestimable de la que muchos nos alimentamos en la posteridad.

        Con las primeras luces del alba llegamos hasta los huertos, que como se hallaban perfectamente roturados y espaciados unos de los otros, mediante unas veredas perfectamente marcadas. Cada huerta, más que un sembrado parecía un vergel, habiéndolas con una importante variedad de productos. Descubrimos batatas, legumbres, verduras y diversos plantíos de árboles frutales; entre los que se encontraban los manzanos de los que nos había hablado el monje cancerbero.

 

        Cuando llegamos al bufete ya había amanecido, y el abad Esteban nos esperaba sentado ante una sencilla mesa de roble, resolviendo junto a otro monje, una serie de documentos. Nuestro joven anfitrión no nos hizo esperar mucho. Y a una señal suya, nos indicó que lo siguiéramos hasta un reservado adjunto donde ya se hallaba asentada una mesa con las más opulentas viandas que hubiéramos podido imaginar.

        —Sentaos y compartid estos excelentes productos de nuestra más selecta cosecha. Perdonad, que yo no lo haga pero mis votos cistercienses de ayuno me impiden satisfacer mis apetencias de intemperancia. Me conformaré con observaros, tomando este pedazo de pan y una jarra de leche, es más de  lo que debo.

        >>Y ahora, si os parece, conversemos sobre el motivo de vuestra visita, que según tengo entendido es la pretensión de adquirir tres buenas cabalgaduras para realizar un largo viaje, a través de frías montañas, ardientes desiertos e infinitos caminos. Pues bien, habéis acertado al pretender haceros con tres cabalgaduras de nuestro cruce de razas Avellinum-árabe. Creo, y no os engaño, que son las más adecuadas, aunque, también he de deciros que su precio es elevado. El motivo no es otro que la gran demanda que tenemos de mercaderes, aventureros y viajeros de  relevancia.

        Mientras el abad Esteban realizaba esta alocución más propia de un mercader judío, como era mi padre, que de  un hombre de iglesia. Yunus, mi padre y yo, nos entreteníamos degustando los excelentes manjares con los que nos habían obsequiado. Eran todos de la elaboración sencilla, pero no por esto menos exquisita. De entre todos, resaltaba la manteca de vaca con sal, que untada con pan de centeno resultaba excelente para  el paladar.

        —El origen de nuestros caballos fue el de una raza que se  denominaba Haflinger, que se criaba en las regiones montañosas—continuaba contando el abad, con la obsesión de aquel que desea desvelar la esencia de los más preciado— que rodeaban el Véneto y la Toscana, donde se les  destinaba a realizar trabajos de tiro ligero en  las tierras de  labor. Con el  tiempo, tras ser cruzados con sementales de la raza árabe, dejaron de ser animales para el laboreo y se fueron  transformando en magníficos corceles de monta, que actualmente destacan por su resistencia física y firmeza de paso, así como la capacidad de abrirse camino por montañas intrincadas en condiciones invernales y zonas desérticas con temperaturas extremas.

        >>A nuestros caballos se les conoce por las tonalidades de su pelaje, que son siempre alazanas en el cuerpo, aunque no así en  la cola y crines que suelen ser doradas. Los ejemplares que  criamos en la abadía son muy recios y sobretodo vigorosos, y se han hecho famosos en  toda la región  por su docilidad y  longevidad.

        De esta forma el  abad Esteban dio por concluido el desayuno, invitándonos a que lo siguiéramos hasta las caballerizas para mostrarnos una serie de capones que tenían para vender.

        Los establos se hallaban en la zona norte del convento, en unas edificaciones concretas que nada tenían que ver con el conjunto. La estructura de estas cuadras se encontraba alzada en madera, y era muy peculiar. Ni mi padre ni el bueno de Yunus jamás habían visto uno establos similares, hallándose los animales encuadrados en departamentos individuales y separados por unos pasillos centrales.

        —Este sistema de estabulación lo ideé para que nuestros animales poseyeran una mayor comodidad e higiene, circunstancia que favorece su crianza. Lo vi por vez primera en oriente, en un viaje que realicé durante mi juventud hasta Bagdag, acompañando a mi padre que era mercader de telas.  Durante mi estancia en la medina fue cuando por vez primera me interesé por los caballos, pues tuve la fortuna de conocer a Taki-ed-Din, un poderoso jeque árabe que organizaba su tiempo libre reuniendo bellas muchachas para su harén y criando los mejores caballos árabes de Oriente.

        Una vez recorrimos las instalaciones y nos recreamos viendo los robustos Avellinum-árabes, a los que no se les podía catalogar de hermosos pero si de vigorosos y fornidos. El abad Esteban mandó sacar de sus respectivas cuadras a tres caballos de pechos prominentes y cuello y cuartos musculosos.

        Cuando los vimos de cerca, lo que más nos llamó la atención de aquellos insólitos animales fueron sus patas, extremadamente cortas, y sus amplias grupas, que parecían estar dispuestas para poder soportar todo el peso del mundo.

        No hizo falta mucho tiempo para que llegaran a un acuerdo mi padre y el religioso. Y así, mucho antes del mediodía partíamos de Santa María en dirección a Padua, montando tres Avellinum-árabes de pelo rojizo y crines plateadas.

 

        Durante las siguientes jornadas, antes de que la caravana de Juan de Britto estuviera lista para partir, nos proveímos de todo el material necesario para un largo viaje por zonas totalmente diferentes a las todavía recorridas, donde la climatología en nada se parecía a la mediterránea. Yen la que la meteorología sería extrema.

        —Cuando nos adentremos en las perpetuas arenas de los desiertos —nos comentaba mi padre muy seriamente—, tendréis la oportunidad de comprobar los cambios más bruscos de temperatura que se conocen, pasaremos en muy pocas horas, de estar soportando un calor imposible, a helarnos como si nos halláramos en las cumbres de nuestra Sierra Nevada durante los días del invierno más crudo.

        >>Por ello, os aconsejo que iniciemos esta segunda parte de nuestro viaje hacia las tierras de Sultanato de Delhi lo mejor pertrechados posibles. No sólo de cabalgaduras, que afortunadamente ya las tenemos, sino con las vestimentas adecuadas y los enseres necesarios para tan larga travesía.

        Así y gracias a la experiencia de mi padre, Abednebo Barhuni, adquirimos unas chilabas realizadas con lanas de primera calidad, que nos servirían para protegernos de las variaciones extremas del clima. También nos hicimos de unas mantas de pelo de camello, que además de ser totalmente aislantes nos ayudarían en nuestro descanso, gracias a la delicadeza de su textura.

Como colofón de las compras hallamos en un bazar, al que fuimos recomendados por nuestra anfitriona Isabel Donatello, unos odres curtidos con estómagos de vaca y recubiertos de piel de cabra, que se utilizaban en las largas travesías por los desiertos y montañas para conservar la temperatura deseada del agua a modo de termo.

Con la obtención de los pellejos de vaca dimos por ultimada nuestra estancia en Padua y tras despedirnos de nuestra anfitriona Donatello, a  la que mi padre agasajó regalándole un bello estilete de plata y empuñadura de nácar con incrustaciones de piedras preciosas, partimos para enrolarnos en la caravana de Juan de Britto.

La expedición patrocinada por Germánico Donatello y capitaneada por de Britto, era de unas dimensiones impresionantes. En nada se parecía a la conducida por el áspero Apolonio. Ésta, podía afirmar, era una ciudad ambulante, donde además de la infinidad de piezas de lino perfectamente embaladas, para su transporte y llevadas a  lomos de mil y una mula ruana, disponía de una legión de  pequeños mercaderes y aventureros, que se acogían a la seguridad que le proporcionaba la caravana, para realizar el largo viaje. Así, pudimos reparar en los grupos conformados por mayoristas que transportaban importantes cargas de cereales, paños y cueros. Igualmente observamos a una significativa caterva de aventureros, que bajo el amparo de la expedición buscaban llegar a nuevos mundos donde iniciar una vida soñada, aunque luego la realidad sería otra y la mayoría volverían a su país al cabo de unos años, enfermos, exhaustos y desesperados. Los que no, morirían a causa de las perversidades que les brindara el destino, que en aquellos lugares eran muchas.

El día de la partida, Juan de Britto nos anunció que la primera etapa nos llevaría hasta la célebre ciudad de Venecia, donde se había fletado una flota de embarcaciones de gran cabotaje en las que navegaríamos hasta el puerto de Acre, muy cercano a la ciudad de Jerusalén.

—Pero antes, deberemos llegar a Venecia –nos decía de Britto, mientras montaba en su caballo alazano—  y asignar a cada embarcación su cargamento y pasajeros, toda una labor de sincronización que mis hombres cumplirán con la destreza que les ha conferido la experiencia. Así, que si me lo permitís voy a dar la orden de salida. Espero que tengáis un buen camino, y si necesitáis cualquier cosa, no dudéis en llamarme.

La ruta hasta Venecia era de unas diez leguas aproximadamente y el trayecto fue muy apacible, pues tuvimos la fortuna de contar con un tiempo extremadamente benigno. Mi padre, como era habitual en él, pasó gran parte de la jornada cabalgando en solitario al amparo de la hueste de la expedición. En cambio, yo lo hice junto a mi entrañable amigo Yunus que siempre me descubría el mundo a través de la conversación. Durante aquel trayecto, me fue instruyendo sobre Venecia, la ciudad comercial  más significativa de esta parte del mundo. De este modo supe, que tan insigne ciudad se cimentaba en una laguna, sobre un archipiélago conformado por ciento dieciocho islotes, que se encuentran a media legua de tierra firme y muy cercanos al mar Adriático, hallándose establecida al amparo de los cordones litorales de Pellestrina, Lido y Cavallino

—El  acceso a la población —me seguía refiriendo Yunus, a  la par que arreaba a su avellinum, al que llamaba Ruber y que tenía la fea costumbre de morder el bocado mientras marchaba—, como tendrás ocasión de comprobar en cuanto lleguemos, se realiza desde la zona portuaria, mediante unas barcazas que llaman góndolas. Nuestra flota, imagino, que se encontrará varada en uno de los fondeaderos sito en el delta del Po, y que ofrece mayor facilidad para un embarque tan colosal como esta expedición.

>>Debes saber, que la ciudad se haya instituida bajo un poderoso estado y que la mayoría de sus ciudadanos se dedican al comercio. Estos avezados mercaderes, no sólo comercializan con el Oriente, sino que llevan sus productos hasta países asentados en el Atlántico, como Inglaterra o Flandes.

>>El poderío económico de Venecia es tal, que acuña su propia moneda en oro, a la que denominan ducado.

En esas explicaciones andábamos cuando llegamos hasta Mira, una bonita población junto al cauce de un río que llamaban Brenta. Tras rodear el pueblo y atravesar el cauce del río por un sólido puente, recibimos la orden de acampar en  una extensa ribera, donde destacaban sobre las aguas del río unos bellos  olmos de grandes proporciones.

Yunus como era su costumbre, acomodó a las bestias en una cerca próxima a nuestro campamento, no sin antes haberles dado agua y trabarlos. Mientras tanto, mi padre y yo, nos acercamos a la orilla del río y nos descalzamos para lavar nuestros fatigados pies, instante en que apareció Juan de Britto montando su caballo y tras saludarnos cordialmente, nos invitó a que compartiéramos la cena de aquella noche en una hostería de Mira, que según nos indicó estaba regentada por la viuda de su hermano, que había fallecido dos años atrás tras la última epidemia de peste bubónica que asoló la zona, diezmando la población en más de un cincuenta por ciento.

—La peste bubónica, también conocida por inguinal, es el azote de Europa —me contaba mi padre a la par que lustraba sus botas con aceite de oliva frito con trigo—, cuando un brote surge hay que echarse a temblar, no  respeta ni a mendigos ni a reyes. En mi último viaje por Francia, recuerdo que la peste provocó la muerte de una cuarta parte de los supervivientes de la anterior epidemia.

>>El país se quedó sin artesanos, notarios, escribanos y campesinos. Muchas fincas fueron abandonadas por no haber quienes las cultivaran, es más, se extinguieron muchas familias de importante linaje nobiliario. En numerosos lugares no se podían ni siquiera dar sepultura a los muertos.

>>Este mal no sólo merma a familias enteras, sino que es capaz de  destruir la economía de cualquier estado. En Italia, durante la última epidemia, los terratenientes tuvieron que aplazar el cobro de los arrendamientos y el precio del cereal se multiplicó por cien. La mayoría de los campesinos abandonaron sus haciendas y huyeron de los señoríos refugiándose en las ciudades.

>>Y sabes tú, hijo mío, —me decía mi padre, con cierta angustia— ¿cuál es  la causa de tantas calamidades? Por un lado, la falta de aseo en las personas, y por otro la carencia de higiene en las calles de los pueblos y ciudades. Si te fijas, veras en cualquiera  de las poblaciones por las que transitamos, las basuras amontonadas en los lugares más insospechados, junto con excrementos humanos y boñigas de animales. Todo un festín para las ratas y  pulgas, los grandes transmisores de la peste bubónica.

>>Los síntomas de la enfermedad son muy claros –seguía contándome mi padre, que parecía conocer bien el tema—, apareciendo primeramente bubones en las ingles, axilas y cuello. Otra manera de la peste es la pulmonar que se transmite por la tos, los enfermos suelen presentar un cuadro de fatiga respiratoria, cianosis y expectoración sanguinolenta, que habitualmente termina con el fallecimiento del contagiado. 

>>Pero hijo, dejémonos de males y vayamos hasta la hospedería, seguro que la cuñada de Britto nos levanta el ánimo con una fenomenal cena.

 

 

 

 

 

CAPÍTULO  IX

 

 

        Era algo más de mediodía cuando divisamos en la lejanía el delta del Po, el río de mayor importancia de la península transalpina, la riqueza de sus campos así nos lo mostraba. Cualquier camino por donde transitáramos se encontraba colmado de abundantes labrantíos sembrados de los más diversos productos.

        Pero fue la desembocadura con su delta, lo que más llamó mi atención, sobretodo por la cantidad de brazos de río que daban salida al agua hacia el mar. Según me comentaba Yunus, que se encontraba tan entusiasmado como yo, la llanura del río Po estaba considerada como la zona más opulenta del territorio italiano.

        —El motivo no es otro –me decía Yunus, a la par que se situaba el caballo de mi padre junto a los nuestros— que la gran cantidad de agua y sedimentos que arrastra el río. Gracias a ese acopio de circunstancias se ha compuesto una de las regiones meridionales más ricas del mundo, asentándose a través de los siglos importantes pueblos y exquisitas culturas que han establecido ciudades de la notabilidad de Venecia.

        —Y es la verdad —interrumpía mi padre, mientras nos ofrecía unas almendras que siempre llevaba dentro de una pequeña bolsa atada a la silla de montar—, la agricultura en esta parte del mundo es extraordinaria, por un lado están los plantíos de cereales en las terrazas altas y los campos de vides en  las colinas, y por otro, se encuentran los cultivos de forraje, la ganadería y los árboles frutales. Sin olvidarnos del aspecto  más importante y que nos ha traído hasta aquí: el comercio.

        Justamente en ese momento, atravesaba la caravana la primera muralla que envolvía el tramo peninsular de la ciudad de Venecia. Un tufo a lodo envolvía el ambiente, que en aquel lugar en nada se diferenciaba del resto de las poblaciones visitadas.

Las calles cercanas al baluarte se encontraban muy concurridas de una importante diversidad de individuos, entre los que se distinguían por su comportamiento jactancioso a los marineros. También pude observar a numerosísimas rameras que pululaban por las callejuelas cercanas a la amplia vía por donde marchaba la expedición. En  nada se parecían a las que vimos en la cercana Padua, no ofrecían un aspecto lánguido como aquellas, sino más bien ocurrente, al ir todas ellas ataviadas con vestimentas muy ceñidas y de vivos colores, a modo de reclamo.

        A mitad de la vía nos topamos con una gran plaza de formas irregulares y rodeada de una multitud de casas de aspecto modesto, que pertenecían a los estibadores, dependientes y vendedores ambulantes. Aquella plaza, que según supe llamaban de Polenta, se hallaba atestada de las más variopintos comerciantes, que ofrecían sus productos sin parar de gritar. Los había que vendían tosca cerámica realizada en una aldea cercana, también había vendedores de burdas vestimentas para los cargadores y una multitud de pescaderas que ofrecían pulpo seco a los viandantes.

        Juan de Britto dio órdenes a los expedicionarios para que no se detuviesen por motivos de seguridad hasta llegar al puerto. De este modo cabalgamos al amparo de la hueste que intentaba por todos los medios no dejar que los mendigos y manilargos se nos aproximaran en un intento de obtener cualquier clase de limosna u obsequio. No llevaríamos recorridos quinientos pasos  cuando observamos una significativa muralla que aislaba la ciudad de la zona portuaria. En uno de sus extremos más orientales pudimos ver un torreón de medianas dimensiones, protegido por un destacamento de soldados uniformados con vestimentas de vivos colores y que se ocupaban de las tareas arancelarias establecidas por el Gran Consejo. 

        —Las instituciones y gobierno de Venecia se hallan administradas actualmente por una oligarquía de familias, bajo la tutela del dux —me contaba mi padre, que ya había visitado Venecia en diferentes viajes a lo  largo de su vida comercial—. Esta autarquía agrupa a un determinado número de familias de ricos comerciantes cuya actividad garantiza la existencia de la república veneciana. Así, en este pequeño país los mercaderes son la fuerza dirigente del estado.

        >>Estos clanes no están dispuestos a ser gobernados por cualquiera dux, que pueda poner en peligro sus intereses económicos. Por lo que el poder de éste es muy limitado, habiendo un aparato estatal de control compuesto por miembros de las grandes familias y que se denomina Gran Consejo.

       

        Uno de aquellos soldados se aproximó hasta Juan de Britto, al que parecía conocer y  tras saludarle cordialmente, lo invitó a que  lo siguiera hasta el puesto de mando situado en  la planta baja de la torre, para que abonara las tasas de aduaneras y de custodia de la expedición. La gestión administrativa y de recaudación no tardó mucho en ser concluida, por lo que al poco tiempo se nos informaba que la caravana podía traspasar la muralla y penetrar en el recinto portuario.

        El puerto principal de Venecia, era de dimensiones extraordinarias y los barcos que atracaban en su ensenada se contaban por decenas. La mayoría de estos eran naos de gran tonelaje destinadas a transportar las mercaderías venecianas a los lugares más recónditos imaginados. Entre ellas, se hallaban las cinco fletadas por la familia Donatello para realizar la travesía de la caravana comandada por de Britto hasta el puerto de Acre en la lejana tierras de Palestina.

        Las naos en las que íbamos a embarcarnos pertenecían a un consorcio de armadores venecianos, dirigido por el célebre mercader Victorio de Capistrano, conocido en toda Europa por ser descendiente del primer comerciante que realizó la aventurada Ruta de la Seda. Los barcos de esta compañía, según me dijo mi padre, que decía conocer a Capistrano de alguna expedición de juventud, eran los más sobresalientes de las flotas de este lado de Italia. No sólo hacían las travesías hacia Oriente, sino que llegaban a lugares tan inhóspitos y salvajes como las Tierras de los Mil Lagos, en la otra parte del mundo.

        Juan de Britto tras reconocer meticulosamente las naos contratadas, hizo llamar a sus lugartenientes, que eran tres, y les ordenó que segmentaran la caravana en cinco grupos y que cada uno de ellos fuera embarcado en la nave correspondiente. A nosotros se nos adjudicó la nao más espectacular y de mayores dimensiones, denominada con el nombre de Adelaida en honor a la segunda de las hijas del armador.

        La Adelaida era una carraca de sesenta pies de eslora y veinticuatro de manga y estaba diseñada para realizar una navegación costera de cabotaje. A pesar de sus enormes dimensiones era incapaz de realizar travesías a mar abierto, pues el peligro de que naufragara ante cualquier envite del mar era alto. La Adelaida estaba dotada de un aparejo doble, velas cuadradas que servían para aumentar la velocidad y una vela triangular que hacía posible la navegación con viento en contra. Su casco era de forma redondeada y sus bordes altos y según nos comentó de Britto, mientras nos ordenaba que descabalgásemos y nos preparáramos para embarcarnos, solía lastrarse con piedras y arena, que se depositaban en la sentina para dar a la nave una mayor estabilidad. La carraca debido a sus características requería de una tripulación pequeña, que no superaba los treinta hombres. De este modo, el costo estratégico era el más bajo de la época. 

        Mientras arreábamos los caballos a través de un estrecho puente, vi por primera vez al capitán de La Adelaida, se llamaba Paciano y era todo un hombre de mar. Así lo definía su aspecto fiero y sus modales impulsivos que se acrecentaron cuando el caballo de Yunus se ofuscó en el momento de pasar por la pasarela.

        Tras ser instalados los animales en un departamento interior muy cercano a la cubierta, de Britto que iba a navegar junto a nosotros, hizo llamar a mi padre para mostrarle una toldilla que nos habían asignado donde resguardarnos de las inclemencias del tiempo y poder descansar.

        —Habitualmente es mi modesto aposento, que no suelo compartir con nadie, pero que en esta  ocasión estaré encantado de ponerlo al servicio vuestro —le indicó el  aventurero a  mi padre, mientras nos mostraba unos finos esterillos que nos servirían de camastro—.

        >>Si todo sale como está previsto zarparemos mañana al amanecer, hoy nos dedicaremos a fijar la carga y a comprobar que todas las mercaderías se hallan en perfecto estado. Vos, si lo deseáis podéis pasar el día como más os plazca. Pero antes, me gustaría presentaros a nuestro capitán.

 

        Una vez nos presentamos al capitán Paciano, y haber comprobado que nuestros jumentos se encontraban en perfecto estado, mi padre nos indicó que lo más conveniente era buscar una cómoda posada que poseyera cámara de abluciones e intentar descansar y comer  lo mejor que nos fuera posible, durante aquella jornada de asueto, que posiblemente sería la última en muchos meses. Así llegamos a la hospedería Adriático, que se hallaba en un ramal cercano al puerto y que ofrecía sus servicios exclusivamente a las clases privilegiadas.

        El posadero, que era un comerciante experimentado, nada más vernos supo nuestras necesidades, proporcionándonos una amplia habitación en el primer piso del edificio, desde donde se podía observar la ensenada y las islas de Venecia y Murano en la lejanía. Una vez instalados, bajamos hasta los sótanos de la hostería, donde se encontraba una amplia galería, de unos ciento cincuenta pies de ancho por ciento ochenta de largo, que albergaba los baños con sus respectivas bañeras de piedra, situadas a intervalos regulares.

        Un sirviente salió a nuestro encuentro para conducirnos hasta el vestidor, donde dos esclavas se hicieron cargo de nuestros atuendos y nos proporcionaron sendos lienzos en donde ocultar nuestras partes más íntimas. Entonces fuimos conducidos a través de un estrecho pasillo hasta una cámara hermética donde tomamos asiento en unos bancos de mármol para recibir el vapor del baño, que era controlado mediante un artilugio  en forma de cono inverso que disponía de una lámina de bronce a través del cual fluía el vapor. Fueron escasos los minutos que gozamos con tan agraciado privilegio, para a continuación ser conducidos hasta una cámara contigua, llamada de estufa seca, donde un calor insofocable nos hizo que rompiéramos a sudar. En esta sala nos agasajaron una sirvienta con un zumo de uva, exquisitamente condimentado con extrañas esencias.

        —Bébelo de un tirón si no quieres sufrir un desmayo —me indicó Yunus a la par que miraba a la sirvienta con ojos melosos—.

        Nada más finalizar con el zumo, y supongo que debido a los aderezos que lo componían, tuvimos que ir apresuradamente a dar de vientre a las letrinas. Momento en que se presentó el propietario de la hospedería sonriendo con cierta malicia.

        —No sólo el exterior de nuestro cuerpo se merece una limpieza, sino también nuestro interior —nos reveló a la vez que nos  indicaba que lo siguiéramos—, pues estando puros nuestros intestinos todos los órganos vitales trabajarán más acertadamente.

        >>Ahora, si lo deseáis podéis tomar un baño en una de nuestras pilas individuales, el agua está en su punto, ya que viene directamente de la puria de bronce que hay  instalado a la entrada y que sirve para calentarla. Relajaos, y esperad a las esclavas, que vendrán enseguida, para frotaros las espaldas y lavaros el cabello.

        Después de ser aseados, como hacía meses no lo hacíamos, fuimos llevados hasta una sala destinada al reposo y que los sirvientes denominaban exedra. En ella, fuimos agasajados con unos ágapes exquisitos, mientras fuimos ungidos de balsámicos aceites y olorosos afeites. Allí tuvimos ocasión de entablar conversación con varios bañistas que descansaban tumbados en cómodos divanes realizados con las más selectas mimbres, entre los que se encontraba el célebre Adriano el Romano, un notorio cazador y trampero al servicio de los más ilustres reyes y nobles occidentales. Su fama de comerciante de insólitos animales era conocida, no sólo en los países mediterráneos sino que llegaba hasta los reinos de Inglaterra y países eslavos.

        Adriano el Romano nos contó, mientras tomaba ingentes cantidades de vino en copas de vidrio confeccionadas en la cercana isla de Murano, que había nacido en el seno de una familia de campesinos en una aldea cercana a la ciudad de Roma. Su padre, que era hombre libre, trabajaba en los campos del noble Apolunio, un terrateniente disoluto emparentado con un alto jerarca eclesiástico de la cercana ciudad santa. El noble Apolunio era conocido por sus reputados escarceos con las más bellas campesinas de la comarca, a las que solía hacer suyas cuando se le terciaba. Se decía de Apolunio que era el progenitor de la mayoría de mozalbetes de la zona con edades comprendidas entre ocho y doce años. Uno de aquellos vástagos fue Adriano, que a  la corta edad de siete años manejaba la honda y montaba trampas en los altozanos cercanos a su aldea con la misma habilidad que su padre putativo, el más afamado trampero de la comarca.

        Cuando Adriano cumplió los catorce años era ya todo un hombre, habiendo heredado el imponente físico del noble Apolunio y  la belleza de su madre, y sabía que sus horas estaban contadas en la aldea. Aquel no era el mundo que ambicionaba, por ello, una tarde decidió marcharse de la población sin despedirse ni tan siquiera de sus  familiares. De este modo, se encamino hacia el sendero que conducía hasta la cercana Roma, donde nada más llegar encontró trabajo de aguador y más adelante de protector de un proxeneta. Tarea ésta, que le haría codearse con rufianes, traficantes y mercenarios de baja ralea. Igualmente, aprendió con gran destreza diversas técnicas de fornicación, lo que le llevarían a gozar de las más bellas mujeres romanas antes de cumplir los dieciséis años.

        Así conoció a Dalia, la concubina del párroco de la iglesia de San Patricio, que además de calentar el lecho del sacerdote las noches de frío invierno, ejercía de barragana en un burdel próximo al río. Dalia se encaprichó de Adriano no por su hermosura, ni por la habilidad que tenía haciéndole el amor, sino por las fantasías que desfilaban por la cabeza del joven amante.

        Un día a la semana, Dalia se tomaba la noche libre y entonces, no ejercía como prostituta en el burdel ni de concubina del pícaro sacerdote. Se deleitaba invitando a cenar a su joven amigo, para a continuación disfrutar copulando hasta al amanecer. Aquellas horas, ambos jóvenes se extasiaban uno con el otro dándose todo el placer que eran capaces. La experiencia de la pareja haciendo el amor se reflejaba en la intensidad de los orgasmos y las caricias interminables.

        Así que cuando amanecía ambos se encontraban tan exhaustos  que les era dificultoso hasta levantarse del lecho para prepararse un desayuno. Cuando lo hacían, se sentaban desnudos sobre la piel de un becerro y al amparo de las llamas de la chimenea. Era en aquellos momentos cuando ambos jóvenes se confesaban sus proyectos y sus ambiciones de futuro.

        —Sabes querido Adriano, que ayer tarde me estuvo follando un cazador recién llegado de un país lejano, donde habitan unos negros a los que llaman gogos y al que se llega viajando a través de mil mares. Pues bien, el cazador que dice  llamarse Lucio el Sirio, está organizando una expedición financiada por un acaudalado hombre de negocios de Roma,  para volver al país de los negros y cazar un raro animal mezcla de caballo y elefante, al que llaman unicornio.

        >>Seguro estoy, que si te lo presento te contratará para que  lo acompañes en su expedición. Personalmente, no me hace mucha gracia que me dejes para ir a un lugar tan extraño y lejano, pero sé, cuanto ambicionas recorrer el mundo y ésta es tu  oportunidad.

        Ese fue el primer viaje que realizó Adriano al continente africano. A partir de ese momento, su vida siempre estaría ligada a muchas tribus de hombres negros y animales inauditos. El Romano, como le gustaba que lo llamasen, fue el primer explorador que trajo a  Occidente animales tan fantásticos como el hipopótamo, una especie de  gran vaca que suele pasar su tiempo nadando en profundos ríos; la jirafa, un extraño animal de largo cuello y cuerpo de rumiante; o el gorila, un mono gigante de extraños hábitos y fuerte constitución.

 

       

        Cuando finalizamos de escuchar los relatos de Adriano el  Romano, se hallaba bien entrada la tarde y decidimos no abandonar la hospedería, y sí intentar hacer una buena cena y descansar todo lo posible, ya que con las primeras luces del alba deberíamos embarcarnos en La  Adelaida para navegar por las costas adriáticas y a continuación adentrarnos el mar Jónico  que nos conduciría hasta la lejana ciudad de Acre. Toda una odisea encomendada, por nuestro monarca Muhammad I, para buscar el preciado “Elixir de la Vida”.

 

 

 

 

CAPÍTULO X

 

        Nos hicimos a la mar, tal y como estaba previsto, con los primeros rayos del sol veneciano, que iluminaban en  la lejanía aquella ciudad de canales, que por el  momento no había tenido la oportunidad de conocer. La emoción me embargó durante las primeras horas de la travesía, más que nada por el orgullo de pertenecer a una expedición tan importante. Ver navegar a aquellas naos fletadas por la familia  Donatello y comandadas por el capitán Paciano, cortando con sus  redondeadas quillas las tranquilas aguas del golfo de Venecia, mientras escuchaba las  voces de mando ordenar a  los marinos izar las  velas o afianzar los cabos de las mismas, me produjo una sensación incomparable a las hasta ahora vividas.

        —En este momento hijo mío —me explicó mi padre, mientras se ajustaba el birrete que  siempre llevaba puesto—, comienza nuestra aventura. Recuerda a la ciudad de Venecia como último escalafón  de nuestro universo. Desde este instante, todo será  impar para tus ojos, las culturas irán siendo distintas progresivamente, los modos de vida nada tendrán que ver con los que tú conoces y las gentes irán cambiando en sus  razas.

        >>Estoy seguro, que todo lo que  vivirás en este cercano futuro, te hará madurar y convertirte antes de que lo imagines en un hombre. Yo, estaré orgulloso de estar a tu lado para verlo y poder decir a los demás: este es mi hijo Tuviá Barhuni, el granadino. Que será como  todos  deberán  conocerte en el futuro.

        Las jornadas postreras a nuestro embarque fueron algo monótonas e incómodas para nosotros, que éramos meros pasajeros. La Adelaida era un excelente navío de carga, pero como tal carecía de cualquier pieza dedicada a los pasajeros. Todo en la carraca estaba pensado como engranaje de un indiviso, que era la carga. Así, que los pasajeros éramos elementos secundarios, distribuidos en lugares extintos de la cubierta como meros bultos. Aunque mi padre, Yunus y yo, a pesar de todo, nos podíamos considerar privilegiados al disponer de la toldilla de Juan de Britto. Bajo su sombra encontramos una protección placentera durante las horas de mayor calina y el resguardo de la brisa en las horas nocturnas.

        Mientras tanto, el resto de los pasajeros y la marinería debían compartir lugares imposibles para cobijarse de los rigores climatológicos de la travesía, que eran muchos y diversos. Lo habitual era que  durante las horas de sol, se valiesen de las ruanas como toldos. Las mismas que serían usadas como mantas, cuando llegada la noche la cubierta se convirtiera en el catre general de todos los embarcados.

        De aquellas primeras jornadas de navegación por las calmadas aguas de mar Adriático, conservo el recuerdo maldito de las comidas, que en nada se parecían a aquellas otras recibidas durante los días de  navegación en la galeota real Cheyzar. A la hora de las comidas, que habitualmente era una al día y que  se realizaba a media mañana, antes del relevo de la guardia, cada uno de los pasajeros nos obligábamos a presentar la gamella, una especie de recipiente que nos facilitaron durante la primera ración, en donde el cocinero nos servía el rancho, que habitualmente era un bizcocho duro y rugoso que había que humedecer previamente mojándolo en el agua de las liarias, vasos muy rústicamente realizados y que utilizábamos el conjunto de la tripulación y de  los pasajeros.

        Hacer la comida en la embarcación era todo un prodigio de habilidad, en la que el cocinero debía luchar constantemente no sólo con los tocinos, garbanzos y salazones sino, asimismo, con el fogón, las trébedes y sobretodo con los golpes de mar, que eran capaces de echar a la cubierta la mazamorra cocinada.

        Al igual que La Adelaida en nada se asemejaba al Cheyzar, el  capitán Paciano nada tenía que ver con su  colega Masoud el Tuerto. Éste era un ser infame y déspota, que no solía tener trato con nadie ajeno a su entorno. El deplorable capitán solía comer en su camarote, compartiendo su mesa con el maestre, el piloto y el escribano. Los cuales cruzaban la puerta del alojamiento con la sumisión de una oveja ante la mirada de un lobo. Nunca lo hacían con anterioridad a haber escuchado el aviso de un grumete diciendo: “...tabla, tabla, señor capitán. Tabla en buena hora. Quien no viera , que no coma”. El capitán Paciano nunca compartió mesa, durante aquella travesía, con de Britto ni con ninguno de nosotros a pesar de haber sido informado de que éramos amigos del ilustre Donatello.

        Sí lo hicimos con de Britto en la toldilla, mientras que la marinería y el resto del pasaje lo hacían en la cubierta. Era todo un paradigma ver a aquellos individuos extraer de los cintos sus cuchillos, gañavates y cucharas realizados en diversas hechuras, y tras acomodarse encima de unas adujas de cabo u otros lugares más resguardados, engullir la mazamorra como si se tratara del manjar más selecto. Entre tanto, el mismo grumete que anunciara la hora del  rancho, deambulaba entre todos aquellos rudos hombres, llenándoles de vino agrio las singulares liarias.

        Así fuimos avanzando en nuestro navegar, bordeando la costa italiana día y noche ininterrumpidamente, soportando las inclemencias del tiempo, que eran muchas, y aguantando el régimen férreo de nuestro capitán para con todos nosotros.

        A la altura de Pesaro entablé cierta relación con uno de los grumetes más veteranos, al que se le conocía por Antonino. El joven marino, me contó  que más de la mitad de su  vida había transcurrido en la cubierta de La Adelaida, bajo las órdenes del temible capitán, del que había soportado todo tipo de vejaciones y castigos.

        El capitán Paciano, me refirió Antonino, estaba considerado como el más avezado y diestro marino de las compañías venecianas que  surcaban con sus naves todo el mundo. Jamás había perdido una embarcación en todos  los años que llevaba navegando los mares. Su habilidad para pilotar era tal que hasta los filibusteros desistían de abordar sus  barcos.

        —En cierta ocasión el pirata Ojo de Pez, el más temido de todos los bandidos a este lado del mundo —me contaba Antonino—, intentó abordarnos para proveerse de un rico cargamento de especies que transportábamos hacia Catania. Durante muchas jornadas estuvo importunándonos con su presencia a lo largo del litoral, parecía que aquel galeón se había convertido en la sombra de La Adelaida en espera de cualquier viso de vacilación por parte nuestra para hacerse con el barco y su carga.

        >>Los días y las noches iban sucediéndose y Ojo de Pez no cejaba en su empeño de aproximación hacia la nave, a pesar de que nuestra carraca navegaba a toda vela. Paciano sabía que mientras corriese el aire y el velamen no decayese podría mantener a raya al pirata. Pero, también sabía que en el instante que una calma chicha alejara al viento, todo  estaría a favor del  corsario.

        >>La única posibilidad de garantizar un desenlace favorable, era la de poner rumbo hacia cualquiera de los puertos próximos a nuestra ruta, atracar y esperar a que el bandido desistiera de su empeño. Aunque Paciano sabía que aquel acto sería tomado como  una señal de debilidad, que lo desprestigiaría cara a sus rivales, que eran muchos y siempre dados en desacreditarle.

        >>Esa fue la causa por la  que decidió hundir a la embarcación de Ojo de Pez. Para ello, ordenó al contramaestre que preparase unas hachas incendiarias humedecidas en brea y que emplazara al mejor arquero que poseyera La Adelaida.

>>El capitán esperó, con su calma habitual y su dosis de sangre fría, a que la noche se hiciera cerrada y aprovechando la oscuridad de la luna nueva, mandó virar la nave en dirección al galeón corsario, que ninguno de nosotros podíamos distinguir. Cuando llevábamos recorridos algo más de media milla, el capitán ordenó al piloto que girase a estribor. Entonces, pudimos percatarnos de que nos encontrábamos a menos de  diez pies del navío pirata. En ese momento, Paciano dio la orden al contramaestre de encender las hachas y arrojarlas sobre la cubierta del galeón pirata. A la par, que mandaba al arquero encender las saetas y lanzarlas a los velámenes.

>>Aquel suceso, apenas duró unos minutos, careciendo de tiempo la mayoría de la tripulación del navío pirata de lanzarse al agua, por lo que muchos sucumbieron quemados entre las colosales llamas. Los que lograron sobrevivir fueron abandonados al amparo del mar, muriendo ahogados.

 

 

        A las dos semanas de cabotaje, Paciano decidió hacer escala en la ciudad portuaria de Brindisi, muy conocida por ser puerto de embarque para los viajeros que iban hacia Tierra Santa. Como era habitual en este tipo de viajes, ninguno de los pasajeros ni de la marinería desembarcamos, tan sólo una pequeña expedición formada por tres tripulantes y de Britto fueron los asignados a tomar tierra. Los primeros para proveerse de agua y verduras; y de Britto por asuntos relacionados con los negocios de la familia Donatello al sur de Italia.

        Cuando de Britto estaba a punto de abandonar  la cubierta de La Adelaida, para tomar el bote en el  que ya  se encontraban los marineros esperándole, se dio cuenta que  había olvidado unos documentos que guardaba en su escarcela, volviéndose hacia mí me rogó que tuviera a bien el de ir a buscarlo. Y así lo hice. Cuando se los entregué en mano, de Britto me miró a los ojos y no sé que vio en ellos, pues seguidamente me invitó a que lo acompañara hasta la ciudad.

        De este modo, tuve el privilegio de acompañar al gran expedicionario a la ciudad de Brindisi y conocer de primera mano la población desde donde partiera la sexta cruzada medio siglo atrás, capitaneada por el emperador del Sacro imperio germánico Federico II, que tuvo la fortuna de recuperar Jerusalén para los cristianos, haciéndose proclamar rey gracias a su matrimonio con la hermosísima princesa Isabel, hija del Juan de Brienne, que fuera emperador latino de occidente.

        Cuando llegamos hasta la ensenada del puerto era algo más de mediodía, el calor  y la humedad no eran los habituales de aquella época y el cielo amenazaba tormenta. Al desembarcar pude percibir que el astillero disponía de dos brazos formados por la erosión de las aguas. La Adelaida fondeó en el brazo sur, denominado Seno di Ponti Grande, que estaba capacitado para dar cabida a las embarcaciones de mayor tonelaje. De Britto, que parecía conocer bien la ciudad me indicó que lo siguiera procurando no extraviarme entre la muchedumbre, que afloraba incesantemente entre las callejuelas adyacentes. Así, anduvimos durante cerca de diez minutos, hasta llegar a la catedral, que según me comentó de Britto había sido mandada a construir por el rey Rogerio.

        En nuestro recorrido nos encontramos con un importante número de soldados de toda Europa venidos con el propósito de ser reclutados para una nueva cruzada en Tierra Santa. La soldadesca allí reunida tenía a parte de la población sumida en un sobresalto continuo, debido a la gran cantidad de arbitrariedades y vejaciones a que eran sometidos por éstos. En aquellos días la ciudad de Brindisi se podía considerar insegura, siendo sus calles los lugares más proclives para toparse con cualquier tipo de altercado que podía terminar en asesinato, duelo o violación.

        Entre aquellos individuos fuimos caminando hasta la conocida vía de Virgilio, donde se ubicaba una pequeña vivienda con despacho, en donde se regentaban los intereses de los Donatello en esta parte del país. En ella, tras un bufete perfectamente emplazado y rodeado de mil y un legajo, encontramos a Lucio, un joven veneciano que se alegró mucho con la visita de Juan de Britto.

        —Tuviá, despachar con el joven Lucio me ocupará una parte de la mañana —me expuso el expedicionario, mientras tomaba asiento en una banqueta situada ante la mesa del administrador—. Si lo deseas y es de tu agrado te recomendaría que dieras un paseo por  los alrededores, siempre procurando no meterte en líos.

        De este modo, me vi caminando entre las callejuelas cercanas a la vía Virgilio, que en cierta medida me recordaron por la blancura de sus fachadas a las de mi lejano Albaycín en mi adorada Gharnatah. Así erré durante algo más de media hora, sin rumbo y con la sensación extraña de encontrarme en  la más sombría soledad, a pesar de saber que en el otro extremo de la ciudad se hallaba fondeado La Adelaida con mi padre y el bueno de Yunus.

        En esas andaba cuando me acerqué hasta un pequeño comercio en donde se vendían frutos secos y servían leche de cabra. Una muchacha de cabellos morenos como el carbón, manos suaves como el jaspe y pechos firmes me preparó una bolsita de almendras, mientras me observaba con descaro.

        —Tú no eres de por aquí –me dijo a la vez que me ofrecía otro vaso de leche—, seguro que eres veneciano o de alguna ciudad del norte.

        —No —le respondí— te equivocas, soy de un lejano reino al otro lado del mar, del país más bello que podáis imaginar, conocido en el  mundo con el nombre de Al-Andalus. Si me lo permitís, os diré que mi ciudad que se llama Gharnatah se asemeja a vos: misteriosa, seductora y sensual.

        —¿Y cómo sabéis que yo soy todo eso?, si ni siquiera me conocéis y sabéis mi nombre.

        —No hace falta conoceros  ni saber vuestro nombre —le dije con un aplomo hasta ahora desconocido, la sensación que estaba percibiendo acababa de nacer en mi y hasta yo mismo me asombraba de mi gentileza y arrogancia—, solo hay que miraros a los ojos o imaginar vuestros pechos.

        —Me llamo Rita y me habéis complacido mucho con vuestras palabras y me gustaría poderos recompensar. Pero no sé como, pues en vuestro comportamiento demostráis que sois un joven ilustre. Y yo tan sólo una vulgar abacera, que lo único que poseo son unas pocas almendras y unas cuantas cabras a las que ordeñar.

        —Os equivocáis mi bella amiga, también tenéis algo tan magnífico como es vuestro cuerpo. Dejadme que os haga el amor, así siempre os recordaré como a la primera mujer. Será un recuerdo imperecedero que me unirá a vos hasta la eternidad.

        Rita pareció quedarse perpleja durante algunos instantes, hasta que una suave sonrisa apareció en su rostro. Entonces tomándome de la mano me condujo hacia la trastienda, donde se podía percibir un fuerte aroma a especies. Y a la sazón, muy sutilmente me besó en los labios, mientras tomaba una de mis manos y la situaba en su pecho, que ya se había descubierto. Instante en que me soltó el calzón y tomó mi verga comenzándola a acariciar con gran exquisitez y suavidad.

        Lo que ocurrió posteriormente nunca sabré si fue realidad o un sueño, pero lo que si sé, es que gocé y sentí los encantos de aquella muchacha hasta niveles insospechados. Teniendo ocasión, gracias a su delicadeza para conmigo, de saborear el aroma de su cuerpo, apreciar la suavidad de su piel y gustar las más ocultas esencias de su intimidad.

        Cuando nos separamos, Rita me ofreció como recuerdo, un mechón de su cabello guardado en una bolsita de piel que me colgó en el cuello, me besó suavemente en los labios y me llenó los bolsillos de almendras.

 

        Juan de Britto me esperaba impacientemente en la puerta de las dependencias de los Donatello, según me dijo, ya había finalizado sus gestiones con Lucio y disponíamos del tiempo justo para tomar un bocado y volver al puerto. Así, nos encaminamos hacia una taberna próxima y nos pedimos un potaje de carne de vaca.

        —Seguro estoy que nuestro cuerpo nos agradecerá este plato, pues son muchos los días que llevamos comiendo la bazofia que prepara el cocinero de La Adelaida —me indicaba de Britto mientras chupaba el hueso de una costilla—. Ahora será bueno que nos demos prisa y regresemos cuantos antes al puerto, pues desearía ver antes de que nos embarcáramos a unos antiguos conocidos. Se trata de unos prestigiosos mercaderes venecianos, que según cuentan han abierto una nueva ruta hacia Oriente, descubriendo en su quehacer nuevas culturas, religiones y civilizaciones. Son los hermano Polo, que dicen ser los embajadores del Gran Khan de la China, un lejano país más allá de la India, donde los hombres son de tez amarillenta y poseen unos ojos rasgados y extraños.

        De este talante, caminamos hasta el puerto recorriendo las peligrosas calles que anduvimos por la mañana, encontrándolas nuevamente repletas de soldadesca y camorristas. A la par que seguía los seguros pasos de Britto, iba recordando el lance amoroso con Rita, produciéndome cierta nostalgia y satisfacción. Que congoja, pensé, saber que posiblemente nunca más volvería a tener entre mis brazos a aquella espléndida mujer, que con gran tacto me había iniciado en el arte del amor, del que en el futuro sería un maestro, no por mi sabiduría sino por las de tantas mujeres amadas.

        Los hermanos Polo se hallaban hospedados en una fonda denominada el Gato Rojo, muy cercana a la dársena donde se encontraba atracada la carraca que los llevaría hasta Acre. Nada más ver a Juan de Britto lo reconocieron, a pesar de los muchos años que hacía que no se veían.

        —Si no  recuerdo mal –le dijo Nicolás a de Britto—, vos  sois el hijo mayor de nuestro recordado Pío de Britto, que por desgracia nos dejó al ser herido por una flecha sarracena en tierras de la Soldadía, cuando intentaba atravesarla para llegar hasta Armenia.

        —En efecto, micer Nicolás, así es. Veo que tenéis buena memoria, imagino, al igual que vuestro hermano Mateo, que me observa con ojos complacientes.

        >>Pero en fin, el  motivo que me ha traído hasta vuestras mercedes no ha sido el de saludaros, aunque me alegra haberlo hecho. Sino el  de transmitiros un mensaje de mi señor el ilustre Germánico Donatello, al que sé que admiráis.

        >>La familia Donatello desea en aras de vuestro beneficioso y del propio abrir nuevas rutas comerciales con el Imperio de la China. Y os ruega que tengáis a bien compartir el cincuenta por ciento de la fortuna que invierta. A cambio, nos os pide nada más que vuestro apoyo personal y que yo, su más fiel servidor pueda viajar con vuestra expedición hasta el lejano país.

        >>No deseo que me deis la respuesta en este instante, pues imagino que tendréis que meditarla. Por ello, os propongo que lo hagáis en la ciudad de Acre, donde sé que os dirigís al igual que nosotros.

        —Me parece razonable, ahora si lo deseáis os invito a tomar una copa de vino y os presento a mi sobrino el  joven Marco, hijo de Nicolás que nos acompañará en esta expedición. Y si lo deseáis –continuó diciendo Mateo Polo— os relataremos algunas peripecias de nuestro viaje a la China.

        —Será un honor saber de vuestros labios y de primera mano la historia de vuestras hazañas por mundos abandonados de la mano de Cristo Nuestro Señor.

        Justamente en ese instante se nos acercó un joven mozo de altura superior a la media y que no debía contar más de diecisiete años. Nicolás Polo nos lo presentó como su querido hijo Marco. Y éste con toda la cortesía veneciana nos saludó, mientras nos sonreía cautivadoramente como muy pocas personas saben hacerlo. El joven Marco en nada se parecía físicamente a sus parientes. Era, como he dicho, más alto de lo habitual, delgado como el tallo de un junco y poseía unos ojos grises que proporcionaban a todos una grata confianza.

        Entre tanto nos traían las copas de vino que los Polos habían prometido, tomamos asiento bajo la sombra de una imponente acacia que hermoseaba el patio de la fonda. Marco se acomodó a mi vera y me sonrió, mientras su padre iniciaba el relato.

        —Allá por el año de 1250 de la Encarnación de Nuestro Señor Jesucristo, mi hermano Mateo y yo realizamos una expedición hasta Constantinopla, donde la fortuna nos favoreció, obteniendo cuantiosos beneficios con nuestras transacciones comerciales. Recuerdo que en aquel tiempo era Emperador del imperio el sosegado Baduino, que logró durante sus años de reinado hacer de  aquella parte del mundo un próspero y rico oasis donde nos podíamos reunir para ejercer el comercio, mercaderes llegados de todos los extremos del planeta.

        >>Así conocimos al armenio Nour-ed-Din, rico mercader de pieles con quien entablamos una buena camaradería, que nos informó sobre nuevas rutas comerciales hasta ahora inexploradas por nosotros, en  las que era fácil multiplicar los beneficios siempre que se comerciara con joyas de gran valor.

        >>De este modo y tras algunos días de reflexión Mateo y yo, tomamos la  iniciativa de invertir gran parte de nuestra fortuna en la adquisición de varios tesoros. Uno de ellos, de un valor  incalculable y que en el futuro nos abriría las puertas del reino de Barca Caan.

        >>A las pocas semanas de nuestro encuentro con el mercader armenio, abandonamos Constantinopla embarcándonos en una destartalada e insegura carraca, que nos cruzaría el fétido Mar Negro hasta dejarnos en la ensenada de Alusta, desde donde cabalgaríamos hasta la resplandeciente ciudad de Tzeitely, capital de la Horda de Oro en el indomable país de los tártaros, situado entre Bolgara y Tzeitel, y perteneciente al gran Barca Caan, soberano del Kanato de Qipcac.

        >>Barca Caan nos recibió con grandes honores, celebrando con regocijo nuestra llegada. Nosotros en agradecimiento le ofrecimos nuestras mejores joyas que aceptó complacidamente, devolviéndonos el presente multiplicadamente.

        >>En el reino de los tártaros pasamos unos largos y fructíferos meses, teniendo la ocasión de recorrer varias partes del país y llegando hasta la ciudad de Bolgar, construida a orillas del río Volga, que según pudimos comprobar franqueaba los desiertos de la depresión del Mar Caspio, que en un futuro cercano tuvimos la desgracia de recorrer.

        >>Cuando llevábamos viviendo algo más de un año en los reinos de Barca Caan —seguía contándonos entusiasmadamente micer Nicolás a todos los presentes, incluido su hijo Marco— se produjo un conflicto con un reino tártaro vecino que acabó en una cruenta guerra, con enormes pérdidas de soldados de una y otra parte.

        >>Para desgracia nuestra fue derrotado Barca Caan. Y el nuevo señor  de los tártaros, que todos conocían por el nombre de Alan, dispuso importantes medidas persecutorias para los incondicionales del antiguo monarca. Esa circunstancia motivó nuestra huída en dirección contraria a la ruta que habíamos realizado con anterioridad. De este modo, tras aprovisionarnos debidamente y reunir una partida de servidores, emprendimos un largo y desabrido viaje de diecisiete jornadas a través del desierto Kisilkum. Durante aquella travesía que se nos hizo eterna, gran parte de nuestros sirvientes y animales enfermaron debido a las temperaturas extremas y a la falta de agua que comenzó a escasear durante las últimas jornadas. He de decir, que en aquella expedición no encontramos a nuestro paso ni ciudades ni castillos, sino alguna tribu tártara que vivía del pastoreo en tiendas de campaña realizadas con piel de cabra.

         >>Tras dejar el desierto, llegamos a una gran ciudad que se llamaba Bojaria, donde sus habitantes se dedicaban a la agricultura y el pastoreo. Los primeros labraban medianos labrantíos en los que producían cereales, cáñamo, vino y fruta. Mientras que los ganaderos eran muy apreciados por la cría de las ovejas dumbas, dromedarios, caballos, asnos y las cabras de Angora. También vivía en Bojaria un importante número de mineros, que trabajaban en las cercanas minas de sal, alumbre, azufre y oro.

        >>Inmediatamente a nuestra llegada, nos instalamos en el barrio de los tejedores, donde iniciamos relaciones comerciales con artesanos de la fabricación de tejidos de seda y algodón, alfombras, cueros, trabajos en madera, cuchillería y armas, utensilios de metal y alfarería. Era Bojaria la más bella ciudad hasta ahora visitada en Persia, por lo que decidimos establecernos en ella, permaneciendo durante un período de tres años. Mientras esto sucedía, nos visitó un emisario del rey Alan, que en nombre de gran señor de todos los tártaros, llamado Cublai, nos invitaba en ir a conocerle.

>>Así lo hicimos, y a los pocos días aparejábamos nuestras cabalgaduras y nos poníamos en marcha, siguiendo  los pasos del emisario real. Cabalgamos durante algo más de un año a través de un territorio insólito lleno de vericuetos y atajos, donde fuimos descubriendo grandes maravillas y ciudades extraordinarias, como Samarkand, Kobdo, Karakorum y Ciandu, donde residía por aquellas fechas el Gran Khan, cuyo nombre era Cublai Khan.

>>El Gran Khan nos recibió a las pocas jornadas de nuestra llegada —continuaba contándonos Mateo, que parecía incansable recordando sus vivencias— concediéndonos una audiencia privada, en la que nos colmó de grandes honores. Además de interrogarnos sobre muchas cosas que desconocían en aquel colosal imperio. Pero, a Cublai Khan lo que más le concernía era todo lo relacionado con emperadores,  la política y justicia que ejercían. También nos reclamó información acerca de nuestros ejércitos y los modos de vida que tenemos en occidente. Aunque, fue la figura del Papa y todos los hechos relacionados con la cristiandad y la Iglesia romana lo que pareció importarle mayormente.

 >>Cuando el gran señor hubo escuchado todas nuestras gestas, quedó muy satisfecho y decidió enviarnos de vuelta a occidente como embajadores suyos, teniendo como objetivo primordial mantener una entrevista con el Papa y solicitarle que le enviara cien sabios cristianos que conocieran las siete artes, que supieran discutir con los idólatras demostrando que la doctrina de Cristo es mejor que la de ellos. Además, nos rogó que le lleváramos aceite de la lámpara que alumbra el sepulcro de Dios Nuestro Señor en Jerusalén.

>>De este modo reemprendimos el regreso hacia nuestra patria, acompañados de un fiel servidor que ostentaba el cargo de barón y que se llamaba Cogatai, al que entregó el mensaje que enviaba al Papa, junto con unas tabletas de oro en las que informaba que los tres embajadores debían recibir allí donde pasasen caballos, arreos y escoltas.

>>A los pocos meses de nuestro viaje de regreso, Cogatai cayó enfermo no pudiendo continuar. Incidente que no nos aminaló en nuestro empeño, por lo que continuamos cabalgando durante un período cercano a los tres años, hasta llegar a la ciudad de Laias, donde hubimos de detenernos debido al mal tiempo, la nieve y el alto caudal de los ríos.

>>Cuando el invierno dio paso a la primavera abandonamos nuestro refugio y reemprendimos nuevamente el itinerario, hasta que llegamos a la ciudad de Acre, cercana a Jerusalén, en la cual recibimos la noticia del fallecimiento de su Santidad el Papa Clemente. Por lo decidimos informar de la encomienda asignada al Legado de la Iglesia romana, ilustrísimo Tealdo de Plasencia, que nos aconsejó esperar a que hubiera otro Papa y entonces llevarle nuestra embajada.

>>Por eso decidimos volver a nuestra patria para ver a nuestros familiares y saber de nuestros asuntos comerciales. En Venecia supimos del fallecimiento de mi cuñada, madre de Marco y esposa de Nicolás. También tuvimos ocasión de comprobar que nuestros negocios habían prosperado enormemente y que nuestra fama había llegado al otro lado de las fronteras. Ahora, tras dos años aguardando la elección de un nuevo Pontífice, hemos decidido no demorar más el viaje de regreso hacia los reinos del Gran Khan. Y esa es nuestra historia, esperamos que os haya satisfecho y os sirva para conocernos un poco más.

 

Cuando Nicolás, Mateo y el joven Marco nos despidieron a las puertas del Gato Rojo estaba a punto de anochecer en Brindisi, por lo que Britto y yo nos dimos prisa en retornar hasta la ensenada donde aguardaba la chalupa que nos debería llevar hasta La Adelaida, que se  podía observar en la dársena mostrando su silueta magnífica en los albores de la noche inminente.

 

 

 

 

 

CAPÍTULO XI

 

 

 

 

        Cuando reemprendimos la navegación al siguiente amanecer, abandonamos el crucero de cabotaje para adentrarnos en las profundas aguas del mar Jónico primeramente y a continuación en las del mar Egeo que nos llevarían hasta la isla de Creta en muy pocas jornadas, gracias a un viento favorable de poniente.

        Creta era una de las propiedades que Venecia poseía allende los mares, según supe por boca de mi querido Yunus. La isla se había convertido en  la pieza clave, tanto desde el punto de vista militar como comercial de la gran potencia oriental de Venecia, al poseer una privilegiada situación y estar confluida por los continentes asiático, europeo y africano, se le podía considerar como la isla más rica del conjunto del arrecife heleno. Siendo sus  bosques, pastos y tierra de labrantío insuperables, produciendo un vino y aceite inigualables, que se llegaban  a comercializar hasta la lejana Britania. Circunstancia ésta que la tenía siempre en alerta ante cualquier invasión de origen otomano.

        Desembarcamos en un puerto de aguas profundas del sur de la isla que se llamaba Aghia Galini y que según informó Paciano a mi padre, era de los pocos que no estaban cegados por la arena. También supimos que el origen de esta escala era para proveernos de algunas ánforas de vino curadas en grandes tinajas, que era la bebida predilecta de Germánico Donatello.

        La estancia en Creta fue de dos días, durante los cuales visitamos la ciudad de Lisaro, donde el capitán Paciano adquirió el vino en unos viñedos cercanos a la ciudad, allí conocimos al insigne Knomos, que además de viticultor era propietario de la más acreditada bodega de la isla. Fue en la bodega del cretense donde me embriagué por primera vez en mi vida, a causa de un riquísimo mosto realizado con unas uvas tan dulces como la propia miel.

        Knomos hizo muy buena amistad con mi padre y tuvo la gentileza de revelarnos las técnicas que empleaba para la fermentación del vino, que no eran otras que depositarlo en grandes tinajas a las que llamaba dolia, éstas solían encontrarse en unas cuevas artificiales que había construido en el lugar más tranquilo de la bodega.

        —En estas grutas —nos comentaba mientras prendía una antorcha que no daba humo y nos guiaba a través de los pasadizos— por la acción del calor el mosto se transforma en vino. Una vez ocurre este suceso lo transvasamos a las ánforas, que solemos colocarlas durante varios años en  la nave contigua, donde la temperatura es constante y cálida. Durante esta etapa, solemos mezclar el vino con diferentes ingredientes para modificar su sabor o su color.

        >>El más conocido es el mosto cocido, que tras añadirlo suele mejorar el sabor y le proporciona unas tonalidades singulares. Otros métodos menos estrictos son aquellos en que se utiliza el yeso, la sal o el agua de mar cocida. Ésta última con la finalidad de endulzar el vino.

        >>El vino tras la etapa de reposo en el ánfora –continuaba relatándonos Knomos, mientras nos ofrecía un vaso del más preciado líquido a cada uno de los presentes— tiene un aspecto de jarabe y un alto contenido en alcohol, por lo que se mezcla con agua y especias secretas para su mejor consumo.   

         

        Con  la visita y la adquisición de vino en la bodega de Knomos, dio por finalizada Paciano la estancia en Creta. Al siguiente día, muy de mañana como era la costumbre del capitán nos hicimos a la mar, junto el resto de la flotilla que nos seguía a través de las olas como los más fieles perros falderos.

        De este modo dejamos atrás los últimos vestigios de occidente, para adentrarnos en los confines del mar Mediterráneo, que por aquellas latitudes en nada se asemejaba al que envolvía con sus aguas el litoral Este de Iberia. Aquí, las aguas eran tan sosegadas que parecían pertenecer a un estanque; también las noches eran mucho más cálidas e invitaban a observar las estrellas desde la cubierta. Así conocí, gracias a la erudición de mi querido Yunus, a algunas de las más importantes.

        —Mira muchacho, esa que ves justamente enfrente de nosotros, tintineado como los pechos de una quinceañera se llama Sad Al Bari, y aquella otra es Al Bali, pero mi favorita entre todas es Schedar una estrella perteneciente a la constelación de Cassiopeia, a la que vi por vez primera siendo un niño, en una tarde de verano caminando por el añorado río Sinyil de la mano de mi padre.

        De ese modo tan mesurado fueron transcurriendo los días y las semanas, sin encontrar en nuestra singladura ningún tipo de obstáculo ni rareza que  pudiera distraer la navegación. Aquellas jornadas parecían hacerse eternas, siendo nuestro único entretenimiento ver como algún marinero se hacía de vez en cuando con algún pez. El grumete Antonino parecía estar muy versado en  estas lides, disponiendo de un material excelente para la pesca de escualos, en especial de tiburones grises que eran los más habituales en aquellas latitudes.

        Una  tarde, cuando estaba apunto de anochecer, Antonino dejó la cubierta y se dirigió hasta la popa, tal y como era su costumbre. Desde ella, desenrolló el sedal que era de un tipo de bramante muy recio, enganchó un anzuelo de tamaño formidable y embutió entre sus hierros las tripas sanguinolentas de un borrego que había servido horas antes de almuerzo al capitán.

        Con la destreza que lo caracterizaba lanzó el sedal al agua y se acomodó en la balaustrada de La Adelaida a esperar a que la víctima enganchara el anzuelo. Mientras aguardaba la llegada del escualo, se amarró el bramante a  la muñeca y extrajo de su bolsillo unas nueces que comenzó a cascar para írselas comiendo conforme las pelaba. Aquella operación la repitió durante más de media hora, hasta que inesperadamente una aleta caudal surgió de las profundidades y como por encantamiento las aguas serenas que mecían la carraca dejaron de serlo por unos instantes: un enorme tiburón gris había ensartado el anzuelo.

        En ese instante Antonino dejó de ser el  anodino grumete que repartía a diario el vino a la tripulación, y se  transformó como por encantamiento en el más notorio pescador de tiburones que podamos imaginar. El escuelo gozaba del tamaño de  tres hombres robustos y era de una belleza temible, su lomo era de tonalidades pardas mientras el vientre era tan blanco como el nácar. Desde que  aguijoneó el anzuelo parecía haber comprendido que se  acercaban los últimos instantes de su vida, por eso se batía de un modo feroz intentando cortar el sedal con sus poderosos dientes. Pero ese hecho era poco probable, según nos indicó un marinero que aguardaba con un temible arpón a que se aproximara la fiera para clavárselo en la cabeza, pues el bramante estaba engrasado con una resina endurecedora.

        Mientras todo este lance ocurría en la balaustrada de popa, gran parte de la tripulación se arremolinó en torno a Antonino y comenzaron a alentarlo mediante todo tipo de exclamaciones. Hasta el propio capitán Paciano pareció compartir el contento, implorando por todos los diablos que pescara de una vez a la enorme bestia. Así, estuvo el joven Antonino durante cerca  de media hora. En más de una ocasión vi como le faltaban las fuerzas a la par que las manos le sangraban, como si  él  fuese la víctima, pero el orgullo del muchacho era mayor que el sufrimiento y el dolor y continuaba en su tarea, sin dejar que nadie  le prestara ayuda.

        Inesperadamente el tiburón comprendió que  toda aquella lucha no tenía sentido y dejó de forcejear, instante en que el marinero que portaba el arpón se acercó hasta Antonino, le hizo una indicación muy rápida y lanzó el  puntiagudo hierro hacia la cabeza del animal con un acierto sorprendente, atravesándosela a todo lo ancho. La aterradora bestia coleteó por unos momentos para a continuación sucumbir de un modo sosegado.

        —¡Ayudar al muchacho a subir al tiburón hasta la cubierta! —fueron  las primeras palabras que pude escuchar tras el lance, y era el propio capitán quien las pronunciaba dando a entender que la peripecia le había agradado—.

        Cuando el escuelo fue izado por varios robustos marineros, pudimos observarlo tranquilamente mientras se desangraba en la cubierta. El animal poseía la envergadura de dos hombres y debería pesar algo más de tres cerdos bien cebados, de esos que los cristianos llaman barracos y heden a mil demonios.

        Tras el reconocimiento general, el cocinero se adelantó hasta el animal y mandó sujetarlo por la cola a un cabo y elevarlo hasta el palo   más cercano de la vela. Cuando logró la verticalidad, Lucio, que era su nombre, extrajo de su cinturón una enorme faca y sin ninguna vacilación abrió al tiburón en canal.

        Lo que pudimos ver a continuación me dejó tan asombrado como a la  mayoría de los allí presentes. El tiburón era una hembra y se  encontraba preñada, diré que una gran mayoría de los escualos son vivíparos y que paren del igual modo que los animales mamíferos. El tiburón capturado por Antonino portaba en sus entrañas ocho crías del tamaño del brazo  de un hombre, cuando cayeron sobre la cubierta pude darme cuenta que a pesar de su  corta edad ya eran muy agresivos, pues había restos de algún hermano devorado entre las vísceras desprendidas.

        Lucio el cocinero pareció muy satisfecho con la captura, no sólo del tiburón adulto sino de los nonatos, que eran muy apreciados para hacer un guiso selecto muy valorado por los hombres de mar.

        De Britto que tenía muy buenas relaciones con el cocinero, le exhortó para  que le suministrara unos trozos del lomo del escualo, que aquella noche devoramos en hermandad, tras haber sido asados y preparados con unas aromáticas especias.

 

        Durante la siguiente jornada divisamos las costas de Palestina y Yunus me recordó que en ellas finalizaba nuestro viaje en barco, al igual que  las aguas de nuestro apreciado mar Mediterráneo. La Adelaida, junto con el resto de la flota que portaba las mercancías de la familia Donatello, se aproximaba de un modo sereno hacia la bahía de Haifa donde se asentaba la ciudad de San Juan de Acre, toda una leyenda viva que los cruzados habían fortificado y que en la actualidad, acogía en las aguas de su portentoso puerto, al conjunto de las flotas provenientes de más de medio mundo.

        El puerto de San Juan de Acre mostraba en su esclusa docenas de naves amarradas, acogiendo en sus aguas: galeras de remos, extrañas embarcaciones orientales de velas triangulares y mástiles curvos, mercantes de dos palos y grandes carracas venecianas. Cuando La Adelaida fondeó en el muelle exterior, la primera operación que llevamos a cabo fue la de ir en busca de nuestras cabalgaduras y llevarlas hasta tierra firme, donde los animales retozaron y sacudieron sus cuellos haciendo que aquellas singulares crines plateadas que los caracterizaban, volvieran a tomar vitalidad.

        Momento en que mi padre, con muy buen criterio, nos ordenó a Yunus y a mí a que nos aproximáramos hasta una cercana playa y laváramos a los animales. Así lo hicimos, dándoles la oportunidad de refrescar sus cuerpos en las calmadas aguas y de revolcarse en la fina arena. Cuando volvimos hacia el puerto el gentío se apiñaba curioseado alrededor de La Adelaida, habiendo un gran número de soldados que destacaban del resto de la población por vestir cotas de malla y singulares uniformes.

        Mientras aparejábamos a nuestros Avellinum-árabes pude fijarme en las altas torres de la ciudad y en especial en una cuadrada que se adentraba en el mar. El clamor popular era mucho pero personalmente tan sólo tenía ojos para observar los tejados y las torres de la ciudad, tostados por un sol que derretía hasta las piedras más sólidas.

        Cuando arreamos nuestras cabalgaduras, el gentío pegadizo e inquietante nos cedió el paso y así pude reparar en el puerto desde una óptica más clara. Un desfile de gentes de heterogéneas raleas pululaban yendo y viniendo en todos los sentidos recorriendo el astillero. Había soldados franceses e ingleses y comerciantes venecianos y genoveses. Pero sobre todo árabes, con sus túnicas de algodón de colorido espectacular y turbantes muy bien aderezados. El resto de los habitantes de San Juan de Acre eran los mestizos, hijos  o descendientes de la soldadesca y de las nativas del lugar.

        A la par que cabalgábamos en dirección a la hostería más afamada de la ciudad, en donde habríamos de esperar a de Britto, mi padre le comentó a Yunus la terrible situación de la soldadesca en Acre, la cual se encontraba muy desmoralizada, estando la mayoría de la tropa enferma y  debilitada por el hambre.

        —Fijaros en  aquel grupo, más que orgullosos guerreros parecen mendigos desamparados. Sus ojos desencajados y hundidos, los rostros mustios y esa terrible sonrisa nos da que pensar que han venido a  estas lejanas tierras para morir de un modo indigno y poco glorioso, lejos de sus hogares y sus familias, en el desamparo de la distancia.

        Las calles de San Juan de Acre, además de contar con la perturbadora presencia humana, mostraban una maraña de subterfugios ensortijados, donde la basura, los excrementos, las aguas fecales y las bazofias abandonadas conformaban un suelo, donde los mayores de los inquilinos eran las moscas, las ratas y las cucarachas. Así, llegamos hasta las cercanías de una gran lonja donde se podían distinguir un importante número de tenderetes en los que se freían los más variados pescados, se vendían frutas de diversos géneros y se preparaban colosales asados de carne de vaca y otras especies. El olor en aquel lugar era embriagador, por lo que decidimos hacer un alto y acercarnos hasta un puesto que  disponía de una carpa realizada en lona y que protegía a los feligreses del calor reinante.

        Mi padre como buen mercader y conocedor de las culturas, solicitó que nos sirvieran unas costillas de vaca finamente aliñadas con especies traídas del cercano Egipto, para beber nos ofrecieron una cerveza agridulce y muy templada que nos hizo sudar de inmediato.

        —Es bueno y saludable que sudemos, es el  mejor modo de hidratar nuestra piel y  refrigerarla —nos explicaba mi padre—, de otro  modo nos deshidrataríamos y en poco tiempo caeríamos enfermos. Desde ahora, debéis  recordar que siempre que podáis deberéis beber agua y refrescar vuestra nuca. Será la mejor medicina para vuestros cuerpos y el de nuestros animales.

        Tras el almuerzo reemprendimos la cabalgata hasta la hostería que se hallaba muy próxima a la lonja, concretamente en una planicie aislada y rodeada de ricos palmerales, que  contrastaba con el resto de la ciudad. Un sirviente nada más vernos abandonó la protección de una de aquellas palmeras y se dirigió a todo correr hacia nosotros.

        —Mis señores, les estábamos esperando desde hace más de una hora. El insigne Juan de Britto mandó recado de vuestra llegada, y desde entonces os he aguardao bajo la sombra bienhechora de aquella palmera. Mi amo os ha preparado dos de las mejores alcobas de nuestra modesta posada, así como un baño para vuestros cansados cuerpos.

        >>Pero, dejémonos de monsergas y tened a bien seguidme, que nos esperan ante la puerta de entrada.

        En efecto, un mozo barbilampiño permanecía quedo ante el portón que daba acceso a la hostería, era un  joven negro como la turba y nada más observarle supe que era un esclavo eunuco.

        —Bien venidos mis señores a la Casa Azul —nos dijo mientras nos insinuaba de un modo afectuoso que tuviéramos la amabilidad de bajar de nuestras cabalgaduras—, mi amo el opulento Malik aguarda vuestra llegada con impaciencia, seguidme mientras el criado se hace cargo de vuestros caballos, a los que no les faltará grano ni paja con que alimentarse.

        El interior de la Casa Azul tenía mucho que ver con su nombre, todas las paredes, así como el  mobiliario estaba decorado de tonalidades azules en sus diferentes gamas, desde el añil intenso hasta el color índigo más singular. Aunque sin perder el sentido estético e impar del lugar, que para mi gusto en nada tenía que anhelar al más distinguido palacio.

        Tras alojarnos en nuestros aposentos y recibir un baño reparador de manos de unas bellas esclavas,  fuimos conducidos hasta un hermoso paraninfito interior donde se servían unos finos refrigerios. Recostados en unos mullidos almohadones de seda natural, labrados con mil y una escena de caza, se encontraban los hermanos Polo junto al joven Marco que leía un libro.

        Fui yo quien realizó las presentaciones entre ambas familias, teniendo los Polo la cortesía de invitarnos a compartir con ellos el  momento, mientras un sirviente nos ofrendaba con unas magníficas copas de vino y una jarra de jugo de limón.

        De ese modo tan singular se conocieron las familias Polo y  Barhuni, que desde ese  momento labrarían una trascendental amistad, que se iría afianzando en el futuro gracias a los lazos fraternales que me unirían al joven Marco, que llegaría a ser un hermano para mí.

        Llevaríamos algo más de una hora departiendo sobre los lances de nuestras vidas, que en mi caso no eran muchos al contrario de los  vividos por los mercaderes venecianos y el honorable Abednebo Barhuni, mi padre; cuando se presentó Juan de Britto que pareció complacerle la reunión.

        —Creo, mis queridos amigos que he llegado en un momento oportuno, sobre todo porque voy a tener la fortuna de no tener que realizar presentaciones, pues observo que ya se conocen vuestras mercedes —comenzó diciendo de Britto mientras alcanzaba una copa de vino, que bebió de un trago—. Así, que vayamos directos a los asuntos que nos han traído a tan lejano lugar.

        —Pues entonces he de deciros mi apreciado Juan, que tanto mi hermano Mateo como yo, estamos de acuerdo en aceptar la proposición que nos ofertasteis en Brindisi, como representante de Germánico Donatello –decía Nicolás Polo a la par que alcanzaba unos higos frescos y acaramelados—. Nos parece una buena oferta y estaremos muy satisfechos en poder favorecer la fortuna de un mercader tan importante. También, nos complacerá si lo consideráis oportuno, servir de guías de nuestros ilustres amigos los Barhuni hasta que alcancen las lejanas tierras del Sultanato de Delhi. De ese modo viajarán con mayor seguridad y podrán alcanzar su objetivo de manera cómoda, pues tan sólo deberán de preocuparse de cabalgar y hallar el “Elixir de la Vida”, tan preciado por su  soberano Muhammad I de Gharnatah.

        >>Pero antes de partir, deberéis esperar a  que realicemos un corto viaje a la ciudad santa de Jerusalén, para recoger aceite de la  lámpara del sepulcro de Jesucristo, ya que el Gran Khan, señor de la China, se interesó en poseer una muestra.

 

 

 

 

CAPÍTULO XII

 

 

        A los pocos días, después de la visita de los Marco al santo sepulcro de Jerusalén, emprendimos la ruta hacia oriente,  cabalgando duramente a través de un territorio adusto y poco llamativo. Nuestras cabalgaduras se mostraron eficientes y bien dotadas desde las primeras jornadas al igual que los dromedarios utilizados por los Polo y su séquito. Durante aquellos primeros días, entablé muy buena relación con el joven Marco, que era un ser excepcional en todos los aspectos. Por lo que a las pocas jornadas de travesía nos volvimos inseparables, aunque no por ello olvidé a mi estimable Yunus, al que siempre tenía tan presente como a mi propio padre.

        Cuando llevábamos algo más de dos semanas de expedición, llegamos a la ciudad de Beirut que se encontraba ocupada por un gran número de cruzados bajo el mandato del príncipe Eduardo de Inglaterra. Nicolás Polo viendo que la situación que se respiraba en el entorno era algo tensa, desestimó hacer un alto en el camino y continuar nuestra marcha.

        Ahora, el entorno era algo menos desértico y se podían observar algunos tramos montañosos, desde donde descendían torrentes de agua que fluían entre bosques de cedros. Aquel territorio se encontraba medianamente poblado por aldeas de leñadores que talaban indiscriminadamente los grandiosos árboles para venderlos en las cercanas ciudades para que construyesen barcos, carros, bellas efigies y fuertes vigas que sostuvieran los techos de los templos y fortalezas.

        Así alcanzamos Laias, conocida por ser una de las ciudades más ampulosas de Armenia. En su puerto, que era tan prestigioso como los de ciudades tan insignes como Venecia, Barcelona o San Juan de Acre, se podían distinguir embarcaciones de todas las nacionalidades y porte, que acopiaban en sus bodegas mercancías tan variadas como lanas, cueros, metales, artículos de carpintería, armamento y especias exóticas.

        Laias poseía un gran mercado y un conjunto de barrios que se agrupaban en su entorno, todos ellos dispuestos por gremios. Aunque el que más resaltaba era el de los artesanos, conocido por la habilidad de sus miembros en la creación de diversos y variopintos artilugios para los hogares, muchos de ellos de gran elegancia y lujo como pude comprobar durante la larga estancia a que nos vimos obligados a realizar.

Pues nada más llegar a la ciudad, nos abordó un emisario del recién elegido Papa Gregorio X, que según supimos había sido distinguido para el pontificado mientras se encontraba guerreando en Tierra Santa en calidad de cruzado. De Tebaldo Visconti, que era el nombre del papa, decían las malas lenguas que ni era cardenal ni siquiera sacerdote, pero no era cierto, la verdad es que era archidiácono de una ciudad cercana a Roma cuyo nombre nunca supe.

Los Polo como cristianos se alegraron mucho de la noticia, tomando la determinación de volver a Roma como embajadores que eran del Gran Khan. Para ello, contaron con la inestimable ayuda del rey de Armenia que les preparó una galera, donde embarcaron con grandes honores y multitud de obsequios para su santidad. Mientras tanto, nosotros fuimos invitados a esperar su regreso en una heredad cercana a Laias propiedad del rey armenio. Habría transcurrido algo más de cinco semanas desde la marcha de los Polo, cuando un grave suceso acaeció en la región. Bondocdero, sultán de Babilonia, invadió con sus tropas Armenia, causando en sus excesos grandes estragos entre la población y en los campos de cultivo que fueron arrasados de un modo feroz.

Mi padre junto con de Britto con muy buen criterio tomaron la determinación de que emprendiéramos la huída sin en un corto plazo de tiempo no volvían los Polo. Afortunadamente no hizo falta que partiéramos sin nuestros amigos, pues al siguiente día atracaba la galera real armenia en un puerto velado y cercano a la ciudad de Laias. Los mercaderes venecianos regresaban de su corta visita a la seda papal, portando importantes cédulas que contenían valiosos mensajes dirigidos al Gran Khan. Y además acompañados por dos eruditos religiosos que respondían al nombre de Nicolás de Vicenza y Guillermo de Trípoli, a los que no tuvimos la fortuna de llegar a conocer, pues viendo los estragos y tropelías que acontecían en la comarca tomaron la determinación de no seguir en nuestra compañía y volver nuevamente a sus conventos de Roma, donde se vivía más sosegadamente y la vida tenía un valor impensable en estas latitudes.

Sin dar tiempo a nuestros protectores a tomar aliento de su largo viaje, ensillamos nuestras cabalgaduras y aprovechando la oscuridad nocturna, tomamos una trocha poco transitada en dirección norte, que nos conduciría en muy pocas jornadas hacia las estribaciones de la meseta de Anatolia, un territorio desolador en donde las temperaturas eran extremas y los campos de cultivo escaseaban al igual que los poblados. Todo el paisaje que nuestros ojos podían divisar era tan monótono como la noche, las montañas que siempre se hallaban presentes en la lejanía no ofrecían colorido alguno, y nuestro itinerario era tan devastador que nos resultaba complicado distinguir hasta el camino recorrido, que se asemejaba de un día a otro como dos granos de arena.

Cuando el mundo parecía que iba a acabarse avistamos en el horizonte la ciudad de Sivas, que nos devolvió momentáneamente la ilusión por continuar. Sivas a pesar de hallarse en una zona totalmente desolada y baldía era una población muy bien constituida, contando con importantes centros religiosos y un hospital, junto con unas notables madrasas selyúcidas donde se impartían la doctrina del profeta en toda su pureza. En uno de aquellos centros académicos llamado la Gök, que en nuestro idioma quiere decir la madrasa azul conocimos a Alepo Beg, un sabio médico distinguido en toda Armenia por su conocimiento del cuerpo humano y su gracia para extirpar todo tipo  de tumores mediante el arte de la cirugía. A sus aulas acudían alumnos procedentes de gran parte de Oriente y algunos hasta del Al-Andalus.

        Alepo Beg conocía a los hermanos Polo y nos acogió en su sencilla morada para ofrecernos su hospitalidad. Durante la primera velada, además de brindarnos con una cena muy sencilla, a base de tierno cordero asado y condimentado con especias propias del lugar y regado con miel muy dulce, nos ilustró sobre sus nuevas investigaciones, fundamentadas en trabajos realizados en personas que padecían un mal ocular. Alepo Beg  estaba interesado en viajar hasta la ignota China, para ilustrarse en nuevas técnicas curativas practicadas en el lejano país y así nos  lo hizo saber.

        Los hermanos Polo  no  dudaron ni por  un instante a que tan ilustre personaje se uniera a nuestra caravana. De este modo, a los pocos días de llegar a Sivas volvíamos a reemprender nuestro camino en compañía del médico, que se había unido a la expedición como uno más, aunque montando un bello ejemplar de camello blanco, regalo de un sultán agradecido.

De nuevo cabalgamos a través de un mundo desolador durante muchas jornadas, en las que nuestra única satisfacción era hallar los pocos pozos de agua asentados en tan extraño paraje. Los solíamos divisar desde la lejanía, pues era costumbre de todos los viajeros aportar una piedra junto al lugar donde se hallaban. Así cada vez era más fácil poderlos distinguir en la distancia.

        Cuando llegábamos hasta las proximidades de cualquiera de ellos, debíamos hacerlo con mucha cautela, pues solían cobijarse en sus alrededores gran número de maleantes y  salteadores de caminos cuya única ocupación era la de asaltar y asesinar a los viajeros desprotegidos. No era nuestro caso, que viajábamos con una importante escolta de servidores muy experimentados en reyertas de toda índole. Entre éstos destacaba Alí Balú, un mestizo tan alto y fuerte como un roble, que siempre vestía un calzón bombacho de cuero y portaba su  torso desnudo hiciera frío o calor.

        En muchas ocasiones, los pozos solían encontrarse en propiedades privadas y sus dueños cobraban importantes cánones por extraer sus aguas. Otras veces, las aguas de los pozos eran imposibles de beber por hallarse en mal estado, a causa de haberse  caído en el interior cualquier animal desesperado por la sed. También había grupos de ignominiosos que solían envenenar las aguas, hecho del que solías percatarte cuando ya era tarde y el veneno corría por tus venas, acechándote la muerte en cualquier recodo.

        Una mañana, cuando apenas hacía un par de horas que había salido el sol, nos encontramos para nuestro asombro con  un grupo de  viajeros cristianos que  decían venir de peregrinar del monte Ararat, donde cuentan que se encontraron los restos de la bíblica Arca de Noe. El más avezado de los peregrinos, que decía llamarse Paolo Clementi y que era natural de Roma, nos informó algo decepcionado,  mientras tomaba un poco de carne seca que Juan de Britto le ofreció sin bajarse del caballo, que a pesar de haber deambulado muchas jornadas por los lugares más elevados del Ararat no habían logrado hallar ni siquiera un tablón de la santa barca.

        —Lo único que hemos sacado en claro de nuestro peregrinaje —nos decía sin dejar de mascar la carne— ha sido el cansancio, el frío y haber despeñado a dos compañeros cuando intentaban explorar una caverna.

 

        En esta zona del mundo pudimos observar unas extrañas fuentes de las cuales manaban una especie de aceite que, según nos informó Alepo Beg, tenía increíbles poderes balsámicos.

—Ungiendo la piel de un camello tiñoso al poco tiempo sana, al igual que cura todo tipo de forúnculo. Son muchas los beneficios que proporciona esta grasa —nos seguía contando Alepo con su lenguaje directo e instruido—, principalmente como combustible para quemar. Según he sabido, mana en tales proporciones que sería fácil poder cargar cien naves a la vez.

Así transcurrían nuestros días que se iban convirtiendo en semanas cuando avistamos la ciudad de Tabriz, ubicada en el Azerbaiján Oriental, muy notoria en estas latitudes por ser la capital del Irán desde la conquista mongol. Pero sobre todo, por estar regada por un pequeño río dependiente del cercano lago Urmia, que suministraba un agua tan ambicionada como el más caro tesoro. Las tierras de Tabriz eran de  gran riqueza, disponiendo de anchos prados y valles fértiles rodeados de suaves montañas. Sus vecinos eran mayoritariamente labradores y tejedores de alfombras, muy apreciadas no sólo en Azarbaiján sino en el resto de Irán.

        Cuando traspasamos la muralla que nos introdujo en la ciudad, pudimos reparar que Tabriz era un gran bazar en el que se vendían las más bellas y laboriosas alfombras que pudiéramos imaginar. Sus calles, no sólo estaban concurridas por los aborígenes sino por multitud de mercaderes europeos que intentaban hacerse con las más preciosas mercancías para  revenderlas en sus lejanos países.

        En Tabriz interrumpimos nuestro viaje durante un mes, la causa  no era otra que  reponer fuerzas y que los hermanos Polo adquiriesen las alfombras más delicadas que pudiéramos imaginar para dispensar al Gran Khan.

        Al tercer día de estancia, no sé por qué razón, se corrió la voz por toda la ciudad de que el prestigioso médico Alepo Beg se encontraba en Tabriz, por lo que ese mismo día una multitud de enfermos de todas las condiciones sociales se agolparon en las puertas de nuestra hospedería. Los había que sufrían roturas de huesos, otros con grandes tumoraciones en la piel, también aquellos que padecían dolencias congénitas y malformaciones y sobre todo un número de incontables niños en brazos de sus madres.

        Por lo que pudimos darnos cuenta Alepo Beg estaba muy acostumbrado a este tipo de recibimiento, y con toda naturalidad, aprovechando la sombra de una palmera datilera, montó un improvisado consultorio donde se puso a pasar consulta.

        Durante unas hora Marco y yo estuvimos observándole en su  quehacer. Aquel hombre era admirable, para todos los pacientes tenía una palabra amable o una sonrisa. Nos fue del todo imposible contar a cuentos necesitados auscultó durante el primer día, pero lo que sí pudimos ver fue como  sajó más de una tumefacción, entablilló una docena de huesos partidos, ayudó a un parto y limpió numerosísimos ojos infectados por la arena y los insectos.

        En los siguientes días Alepo Beg continuó con el mismo  trasiego de enfermos, Marco y yo perdimos el interés en observarlo y decidimos ensillar nuestros caballos y salir de la ciudad con destino a las cercanas montañas donde según habíamos escuchado se podían cazar unos carneros de enormes cornamentas que todos conocían por muflones. El caballo que montaba de mi preciado amigo Marco en nada se parecía al mío, el suyo era de raza árabe y había sido un regalo que su padre micer Nicolás le había hecho durante el viaje, en concreto cuando cumplió los dieciocho años. El caballo era de una belleza sin igual, y Marco no solía montarlo durante las largas travesías, prefería hacerlo en sus momentos  de ocio, además el animal se había convertido más que en un medio de transporte en un compañero inseparable de mi amigo. Era todo un placer verlo recorrer las estepas y el desierto junto a su joven amo, caminando a su amparo como si se tratara del más fiel perro.

        Aquella mañana madrugamos más de lo habitual, y cuando los primeros rayos de sol despuntaban en el firmamento, Marco y yo cabalgábamos acompasadamente por los suburbios de Tabriz. Lo hacíamos despreocupadamente como dos amigos que se conocieran de toda la vida y hubieran quedado la noche anterior para salir a cazar. Montamos durante algo más de dos horas, recorriendo primeramente los campos adyacentes de la ciudad, para a continuación tomar un sendero empinado que nos fue transportando hacia un sotillo cercano, del que desconocíamos su nombre. Así llegamos hasta una pequeña alquería habitada por un pastor que criaba unas cabras muy comunes en la zona, que se caracterizaban por tener unas orejas largas y caídas. El hombrecillo se llamaba Ali y decía que llevaba más de cinco años sin visitar la ciudad.

        —Aquí en el monte tengo todo lo que necesito y nunca me encuentro sólo, mis cabras me dan buena compañía. Aunque lo peor de todo es cuando caigo enfermo, entonces sí que echo de menos a mi esposa, pues las cabras —nos decía sonriendo— no saben guisarme unas gachas que me reconforten.

        Alí nos orientó  de la dirección que deberíamos tomar para llegar hasta un cercano altozano donde había una manada de muflones paciendo, por lo que volvimos a montar de nuevo y nos despedimos de nuestro preciado pastor que tuvo la gentileza de obsequiarnos con un trozo de queso de cabra, que más tarde devoraríamos  con verdadero ardor.

        Tras dejar atrás el bajo monte, el sendero se estrechó volviéndose dificultoso para nuestros animales. En estos trances mi avellinum demostró su superioridad con el majestuoso árabe. Mi Albaycín, que era el nombre que había dado al caballo, no manifestaba ningún temor en ascender por aquellos inexpugnables derroteros, es más, creo que se sentía hasta cómodo. Así, cuando alcanzamos la cima el árabe de Marco se hallaba todo sudoroso mientras  Albaycín parecía empezar a calentarse.

        Marco  muy prudentemente me pidió que nos detuviéramos para que los animales tomaran un poco de  aire, mientras tanto nosotros repasamos nuestros arcos y preparamos las flechas que hasta ahora portábamos en el carcaj.

        Cuando los tuvimos listos, llevamos a los caballos hasta una angostura donde los trabamos con unas lías, dejándolos pacer a su antojo. Mientras tanto, escalamos por unas erizadas rocas y ascendimos hasta un inexpugnable otero desde donde se divisaba todo el desfiladero. Allí oteamos hasta que logramos divisar a los muflones que pacían apaciblemente en manada las hierbas que hallaban sobre las hendeduras de las rocas. Marco me hizo una seña con la mano para que lo siguiera, pues había que dar un rodeo para aproximarnos hasta los animales.

        —Si vamos de frente percibirán nuestra presencia y escaparán —me comentaba Marco muy quedamente—, en cambio si nos acercamos por la franja de poniente, además de no vernos no tendrán posibilidades de percibir nuestro olor. A partir de este momento procuraremos no hablar y comunicarnos con señas. Tú, sígueme, y cuando te lo indique dispara al muflón que tengas más a tiro.

        Caminamos durante algo más de un cuarto de hora, bajando y ascendiendo derroteros muy complicados. En ocasiones era tal el esfuerzo que podía sentir los latidos de mi corazón dentro de mi pecho, mientras el sudor iba empapando mi casaca de piel de gamo y las piernas comenzaban a temblarme. Repentinamente Marco me indicó que me echara al suelo y que lo siguiera reptando. Así lo hice siguiendo a mi amigo a muy corta distancia, hasta que llegamos al extremo de una peña que parecía estar colgada en  el vacío. Con mucha cautela ondeamos el horizonte y  vimos a los muflones a menos de cien pasos.

        —Tuviá —me susurró Marco con un hilo de voz apenas perceptible— no tenemos posibilidades de aproximarnos más hasta la manada, si lo hiciéramos nos descubrían, además tendremos que lanzar nuestras flechas desde esta distancia, procurando no errar el tiro, pues tras el primer flechazo los animales saldrán en desbandada. Así que vamos a relajar nuestros músculos y serenar nuestras palpitaciones durante unos instantes y a continuación arrojaremos nuestras flechas. Suerte amigo.

        Tras unos instantes de descanso, nos incorporamos y distinguimos a los muflones entre las rocas, ahora marchaban muy pausadamente entre unos arbustos. Momento en que tensamos nuestros arcos, apuntamos y disparamos al unísono, como si una fuerza conjunta nos hubiera puesto de acuerdo. Pude oír a las flechas cortar el aire, silbando como si se tratara del propio viento. La casualidad quiso que ambas saetas se dirigieran hacia la misma víctima, aunque sería la de Marco la que daría en el blanco, concretamente en el pecho de un viejo muflón de larga cornamenta.

        El animal tras recibir el impacto pareció quedarse perplejo durante unos instantes, aunque segundos más tarde empezó a tambalearse para caer al suelo mal herido.

        —Tuviá corre hacia el muflón –me indicó Marco que me observaba algo atónito— y remátalo, es la primera norma de un buen cazador.

        Sin dudar un solo instante, descendí por las rocas, crucé una estrecha pradera y de un salto me encaramé en las peñas donde se hallaba moribunda nuestra víctima. Conforme me aproximaba pude comprobar la magnificencia del animal, que a pesar de encontrarse a punto de expirar no dejaba de mirarme con unos ojos negros y señoriales. Cuando saqué mi alfanje pareció comprender que la muerte le era inminente y pataleó en un intento por incorporarse. No tuvo tiempo, la punta de mi cuchillo le seccionó la yugular.

 

 

 

 

CAPÍTULO XIII

 

 

        El otoño daba a su fin cuando dimos por finalizada nuestra estancia en Tabriz. De nuevo volvimos a nuestro peregrinaje por rutas inciertas, territorios inhóspitos y países desconocidos, aunque ahora lo hacíamos de un modo más sereno, pues durante el tiempo que habíamos estado en Tabriz recuperamos fuerzas y nuestras cabalgaduras habían engordado lo suficiente para volver a recorrer un largo camino sin darnos ningún tipo de problema. Así nos introdujimos en el imperio Ilján, donde nuevamente nos topamos con un territorio desértico y desamparado, en el que era difícil, por no decir imposible, encontrar hasta agua.

        Fue viajando por este mundo hostil cuando pude darme cuenta de lo valiosos que eran los camellos, que hasta ahora me habían parecido animales poco meritorios en correlación con los caballos y mulas. Pues mientras nuestras cabalgaduras, al igual que nosotros mismos, apenas podíamos sobrellevar el día a día por la falta de agua, ellos se conformaban con rumiar entre tanto caminaban. He de decir que estos excepcionales animales no tenían la necesidad de beber agua a diario, lo hacían un par de veces por semana y en muchas ocasiones llegaban aguantar la sed hasta ocho días.

        De los camellos que componían la expedición el más llamativo era el del médico Alepo Beg, que además de poseer un pelaje diferente al de sus congéneres, poseía la facultad de marchar más raudamente que el resto, incluido los propios caballos. Alepo siempre lo trataba con mucha cortesía y el animal parecía corresponderle, hecho inhabitual en este tipo de bestias.

        Así transitamos durante muchas semanas, que se convirtieron en meses. Y fueron tantas las carencias que padecimos, que en más de una ocasión maldije el instante en que mi padre me llamó al cenador de nuestro carmen del Albaycín de la lejana Gharnatah, para ofrecerme la posibilidad de que me convirtiera en mercader como él.

        En esas ocasiones recordaba a mi sin igual patria, evocando el aroma de su vega en las noches de primavera, el sonido de las aguas del río Hadarro mientras bajaban de la sierra formando mil y un pequeño rápido. También soñaba con las comidas que nos servía mi madre bajo la sombra de la parra del patio, aquella que daba unas dulces uvas moscatel y que mi padre trajo de uno de sus viajes a la cercana ciudad de Malaka.

        Todo aquello, era ya un sueño y la realidad era una mezcolanza de cansancio, incertidumbre y deseos de llegar a un punto trazado en un mapa donde se volvía a comenzar nuevamente. Así de abatido me encontraba cuando Marco, en compañía de Yunus, me hizo saber  que nos aproximábamos a la población de Yazd. Una ciudad perdida en medio de los desiertos de Kavir y de Lut y que sirvió de refugio, tras la invasión de Genghis Khan, a infinidad de artistas, intelectuales y científicos que huyeron de las acometidas del mongol . Yazd nada tenía que ver con la espléndida Tabriz, ésta era una amalgama de edificios realizados con ladrillos hechos del fango de cualquier pozo inmundo, que proporcionaban a la población una apariencia desabrida e inconfortable.

En aquellos tiempos los vecinos más ilustres habían emigrado  y tan sólo habitaban la ciudad una comunidad de  pobres mercaderes, que vendían telas de baja calidad y cerámica realizada en vidrio que nada tenía que ver con la veneciana. Esa fue la ciudad que encontramos a nuestro paso y en donde demoramos nuestra estancia durante unas semanas que se nos hicieron eternas, pero no había  otra posibilidad, nuestras recuas y nosotros mismos debíamos de descansar para la próxima acometida.

En Yazd encontramos una fuerte presión religiosa por parte de    los imanes musulmanes, que luchaban a diario contra los seguidores del mazdeísmo, una religión cuyo dios principal era Ahura-Mazdá y que aunque oficialmente se consideraba extinta, aún conservaba en Yazd un  importante número de adeptos clandestinos.

Las bases del mazdeísmo se fundamentaban en dos premisas que compartían el universo: una, buena, Ahura-Mazdá; la otra, mala, Arriman. Sus oficiantes predicaban, la necesidad de que el hombre luchara por el bien y erradicara el mal, debiendo ser adversario de la  mentira y del error. El mazdeísmo instruía que el mundo actual tenía una duración de cuatro veces tres mil años. La primera etapa, se compelía con el nacimiento de dos espíritus y la segunda, fundamentada en la creación del mundo material, había concluido con la aparición del primer hombre. Desde entonces, la lucha de  los dos principios debía continuar hasta el triunfo del bien sobre el mal.

En Yazd no nos albergamos en una posada, sino que preferimos levantar nuestras propias yurtas, que habíamos adquirido a unos comerciantes que nos las vendieron a cambio de algunas sedas. Estas tiendas de origen mongol eran de estructura circular y techos cuniliformes, estaban cubiertas de fieltro sus paredes que eran totalmente verticales, estando el armazón compuesto por varas de sauce unidas entre sí con tiras de piel. Las yurtas eran muy confortables y  fáciles de levantar, además guardaban muy bien el calor y aislaban de las bajas temperaturas reinantes en las frías noches esteparias.

A las tres semanas de estar en Yazd nos habíamos recuperado todos del camino y habíamos engordado algunas onzas, circunstancia por la que Nicolás Polo, como jefe de la expedición, nos hizo saber que partiríamos al siguiente día antes de que amaneciera, como era nuestra costumbre. De este modo, abandonamos la triste ciudad sin ningún recuerdo ni anécdota que mereciera la pena mencionar.

—Ahora cabalgaremos hacia Kirmán –me explicó Marco mientras montaba sobre su camello de un modo cansino e imperturbable al paso de mi Albaycín, que se hallaba tan fogoso como un amante durante su noche de bodas—, que se encuentra muy cercana. Pero antes deberemos atravesar el desfiladero conocido por Las Mil Serpientes, donde según cuentan mi padre y mi tío, se halla escondida una horda de malhechores muy peligrosos. Espero que nuestro fiel vasallo Alí Balú y sus sirvientes nos protejan, pues no existe otra posibilidad de paso.

Con cierta congoja, cabalgamos durante algo más de una semana por derroteros desolados y áridos que nos condujeron hasta el conocido desfiladero. Las Mil Serpientes era un lugar de una rara belleza, resaltando del resto del paisaje por ser una estructura de piedra de tamaño indefinido donde se habían formado un sinnúmero de meandros que habían sido erosionados por  no se sabía que circunstancia, dando al lugar forma de laberinto o de mil serpientes.

El desfiladero de Las Mil Serpientes era muy complicado de franquear, no sólo por los forajidos que habitaban sus cerros, sino por el conjunto de vericuetos que  conformaban su disposición y no  conducían a ninguna parte. Atravesarlo sin un guía avezado era tan complejo como cruzar un laberinto de dimensiones colosales, muchas eran las expediciones que habían terminado sus días dando vueltas y más vueltas a su contorno hasta fallecer por el cansancio, la falta de agua o sorprendidos por las flechas de los bandidos.

Cuando nos introdujimos en sus profundos cañones una sensación de turbación me inundó, a pesar de que el día era claro, los animales marchaban descansados y el guía contratado nos mostraba seguridad. Algo debió de observar Juan de Britto en mi mirada, como  buen conocedor de sus gentes, que  se aproximó hasta la altura de mi Albaycín, y poniendo la mano sobre mi hombro me dio ánimos.

—No te preocupes muchacho, seguro que todo lo que cuentan sobre este nido de  ratas es pura invención —me comentó de Britto con la más cautivadora de sus sonrisas—, además si tuviéramos la desgracia de que nos atacasen, le íbamos a demostrar a esa pandilla de cobardes de lo que somos capaces de hacer los occidentales.  

Pero en aquélla ocasión Juan de Britto se equivocó para nuestra desgracia, y a las pocas horas de marchar por uno de aquellos desfiladeros sufrimos una emboscada. Al principio nos fue fácil repeler la acción de los malhechores, gracias a la protección que nos brindaban algunas peñas de dimensiones considerables, pero el amparo fue momentáneo y a las pocas horas nuestros enemigos nos tenían rodeados y al alcance de sus flechas.  Fue entonces cuando de Britto tuvo una idea para salvarnos las vidas.

—Deberemos esperar a que la noche se haga cerrada —decía de Britto con todo el convencimiento y sin dejar de mirar a los hermanos Polo—, entonces cuando reine la mayor tranquilidad tomaremos nuestras cabalgaduras y saldremos a galope tendido en dirección hacia aquella planicie que se observa al fondo, si logramos llegar estaremos salvados, pues dejaremos de ser victimas para convertirnos en verdugos de esta panda de malhechores.

Y así lo hicimos. Aguardamos a que la noche nos envolviera del  todo y cuando imaginamos advertir una mayor relajación en nuestro alrededor, avanzamos hacia nuestros caballos y camellos para auparnos con el  mayor sigilo posible hasta sus monturas.

Cuando comprobamos que todos los miembros de la expedición se hallaban bien asentados, miramos a de Britto que sin dudarlo un  instante dio la señal de salida. En aquel instante el caballo árabe de Marco dio un relincho y emprendió la carrera vertiginosamente en la oscuridad, hecho que aprovechamos el resto de los allí presentes para seguirle como almas en pena.

No llevaríamos un minuto galopando, cuando una nube de flechas silbó sobre nuestras cabezas, alcanzando una de ellas en el hombro al  ilustre médico Alepo Beg, que a  pesar de todo logró seguir montando a su camello blanco. No así algunos de los nuestros que fueron derribados en los primeros compases de la acción, en aquellos instantes no había posibilidades para detenerse y ayudar a los compañeros, de momento tan sólo valía galopar tras la silueta del caballo de Marco, que parecía una sombra pérfida en la oscuridad de la noche. Mi  Albaycín se comportaba de un modo admirable y yo lo único que debía hacer era mantener el equilibrio y aguantar las salpicaduras de los chinarros que las bestias lanzaban en aquella carrera desenfrenada.

Repentinamente, de Britto que cabalgaba delante de mí, frenó su  caballo, a la vez que nos gritaba que nos detuviésemos. La mayoría lo hicimos a la par, otros como Marco y algún sirviente necesitaron de algún tiempo para hacerse con sus cabalgaduras que parecían haberse trastornado con la galopada.

Cuando estuvimos todos reunidos Nicolás Polo ordenó que hiciéramos un recuento de bajas y heridos. Momento en que se me heló la sangre, mi padre Abednebo Barhuni no se hallaba entre nosotros, sí su caballo que descansaba a un centenar de pasos del improvisado campamento.

Fue Yunus quien mejor supo reaccionar ante la adversidad, y dirigiéndose hasta donde yo me encontraba, bajó de su caballo y me abrazó.

—No te preocupes Tuviá por tu padre, él es un hombre muy experimentado y seguro  que  se hallará oculto entre algún matorral. De todos modos, para nuestra tranquilidad voy a ir a buscarle.

Así lo hizo Yunus a pesar de la fuerte negativa de nuestros amigos, que consideraban aquella acción como una locura. Pero la firmeza de mi amigo fue superior a las palabras de desaliento y sensatez de los demás. Yunus abandonó el reducto donde nos encontrábamos y reptando como un lagarto se dirigió hacia las estribaciones del desfiladero de Las Mil Serpientes.

En tanto, pude comprobar, que nuestro respetado  médico Alepo Beg se hallaba tendido en el suelo soportando en su hombro la herida que le había inflingido una flecha que aún llevaba clavada.

Sería Mateo Polo quien tomaría la iniciativa de curar al herido, mandando encender una hoguera y prender unos hachones que iluminaran el cuerpo del médico. Entonces, dirigiéndose a uno de los criados, le mando que le desnudara el torso y que pusiera al fuego uno de sus cuchillos para extraer la flecha.

—No amigo Mateo, os agradezco vuestra buena voluntad, pero tal y como se encuentra alojada la flecha en mi hombro es una temeridad intentar sacarla de ese modo —le susurró Alepo Beb, mientras hacía grandes esfuerzos para no perder el sentido—. Será más conveniente que vayáis hasta mi camello y me traigáis la bolsa donde se halla mi instrumental quirúrgico.

Cuando regresó Mateo con la bolsa, el médico le ordenó que extrajera un pequeño cuchillo al que llamó escarpelo, indicando al mercader que tomara el bejuco de la flecha y lo cortase con mucho cuidado, dejando dos dedos de palo.

—Así la presión de la saeta cederá y será mucho más fácil extraer la punta —continuó explicando Alepo, que parecía un maestro dando una clase de anatomía a alguno de sus discípulos—, de todos modos es una intervención delicada aunque sencilla. Os ruego querido amigo que no dudéis en vuestro cometido, pues mi  vida depende de vuestra pericia.

Mateo Polo que era un hombre tranquilo y seguro de sus actos, cortó con cierta facilidad la caña de la flecha y a continuación, siguiendo las indicaciones del médico, hurgó la herida para comprobar la posición de la punta, que se encontraba a poca profundidad y sin haber alcanzado ningún hueso.

—Bien, si es así, deberéis  seccionar un trozo de músculo y cuando lo halláis hecho, extraeréis la  punta de manera firme. Seguro estoy  de  que  perderé el conocimiento, pero no os deberá preocuparos, pues aliviará mi sufrimiento. Una vez tengáis la punta en vuestro poder, la herida comenzará a sangrar. Entonces, tendréis candente vuestro  cuchillo para cauterizarme.

Así fue como Mateo Polo salvó la vida de Alepo Beg, aunque mientras tanto un acto salvaje y pavoroso nos haría estremecer a todos los que habíamos logrado salvar la vida en aquella reyerta.

Comenzaba a amanecer cuando vimos en la lejanía un conjunto de pértigas perfectamente alineadas, portando cada una de ellas la cabeza de nuestros compañeros y amigos. La escena que nuestros ojos tuvieron que soportar era superior a nuestras fuerzas, sobre todo para mí, que pude ver con todo el dolor de mi corazón como dos de ellas portaban la cabeza de mi amado padre Abednebo Barhuni, el gran mercader granadino, y la otra la de mi imborrable amigo Yunus.

Mi primera reacción ante aquel acopio de iniquidad fue correr hasta mi caballo y galopar hasta el lugar para asistir aquellos queridos restos, pero Marco me lo impidió con la ayuda de su padre.

—No lo hagas mi querido amigo Tuviá, si en verdad los amaste vive para continuar sus enseñanzas y su camino. De nada servirá que vayas e intentes hacerte con sus restos, lo único que conseguirías es que te asesinasen a ti también y con seguridad a alguno de nosotros que intentaríamos socorrerte.

De este modo tan impío perdí a dos de los seres más amados que haya tenido en  mi vida. Cuando reemprendimos el viaje, pude ver sus cabezas empaladas en la lejanía mirando hacia el infinito, mientras una nube de cuervos revoloteaban a su alrededor esperando hacerse con el apetitoso festín.

Los días que continuaron a aquel acontecimiento me sumieron en un profundo estado de aflicción y abatimiento, siendo Marco Polo mi único consuelo. Mi joven amigo, no se separaba de mi lado en ningún instante, cabalgando incansablemente en su camello a la par de mi apreciado Albaycín, que había dejado de ser una simple cabalgadura para convertirse en un compañero impar.