PRIMERA PARTE
CAPÍTULO I
Ayer, como es mi costumbre de cada
jueves, bajé a Gharnatah desde El Arenal mi alquería de Al-Hamdam. Para ello,
ordené la noche anterior a mis sirvientes que lo tuvieran todo preparado para
mucho antes del amanecer. Así que, cuando me despertaron, todo estaba dispuesto
y lo único que tuve que hacer fue desayunar desde la solana de mi alcoba y
observar entre la bruma del amanecer las incomparables cumbres de Sierra Nevada
y los fértiles campos de regadío que rodean mi
heredad. La mayoría de ellos, son de mi
propiedad, los he ido adquiriendo a lo largo de los años, gracias a los
pingües beneficios que me aportan la crianza del gusano de seda y su postrera
transformación hasta convertir los pálidos capullos en los más puros lienzos.
La
excursión de los jueves a Gharnatah se viene realizando desde el año de 1295,
período en que abandoné mi carmen del
Albaycín, tras adquirir a un rico musulmán esta finca, que ya su antiguo
propietario denominaba “El Arenal”. Ahora, diez años después la hacienda es
conocida en gran parte del reino, gracias al trabajo que se realiza con la
seda, y sobre todo por mi nombre, Tuviá Barhuni,
uno de los judíos más ricos e influyentes del feudo granadino.
La
distancia desde Al-Hamdam hasta Gharnatah es de una legua aproximadamente y
habitualmente se hace en algo más de una hora. Para recorrerla existen varios
caminos de gran categoría, que se utilizan para unir a los pueblos vecinos con
la capital soberana. Aunque personalmente, ninguno de ellos me agrada, al ser
transitados en demasía por multitudes de aldeanos, soldados, comerciantes y
mendigos. Mi comitiva y yo, preferimos atravesar gran parte de la finca “El
Arenal”, a través de un estrecho sendero de mi propiedad y cabalgar entre las
moreras que van creciendo apaciblemente del mismo modo que sus ancestros lo
hicieron en el ignoto país de la China.
Cuando
el bosque de árboles finaliza, surgen las hazas perfectamente trazadas y
sembradas de las más selectas verduras, batatas y cereales. Esta tierra es de
una riqueza impar, lo digo con la sapiencia que me ha proporcionado la vida,
que ha sido mucha en mis cuarenta y siete años de edad. Aunque tras atravesar
un estrecho puente sobre el río Dílar, que pone punto y final a “El Arenal”,
todo cambia. Y el verdor de los campos se trunca en una zona pantanosa que
paulatinamente y por capricho de la naturaleza se va desertizando sin motivo
aparente. Son muchas las aves y pequeños reptiles los que habitan este paraje.
Y curiosamente, no pertenecen al entorno que circunda el medio más inmediato.
Así
avanzamos hasta llegar a las estribaciones del villorrio de Armillat, una aldea
colindante con Gharnatah y habitada por desheredados de las más extrañas
condiciones, que habían hecho del lugar un insólito arrabal en el que era fácil
hallar ladrones de todas las raleas, comerciantes caídos en desgracia que
malvivían estafando a diario, enfermos infecciosos y sobre todo lupanares de la
más baja calaña.
Dejamos
atrás, todo lo rápido que nos fue posible la zona, y nos desviamos en dirección
al cauce cercano del río Sinyil, tras
tomar una senda paralela que nos introduciría en Gharnatah por una de las
puertas de la muralla Sur. No sin antes haber cabalgado entre pequeñas
haciendas colmadas de frondosidad y frescura, que te hacían percibir la esencia
única del paraje.
Habitualmente,
cuando visitaba Gharnatah, solía hacer
escala en mi carmen del Albaycín, para dejar
las recuas al cuidado de mi casero Hassán y su larga familia. Para a
continuación, acompañado de mi fiel
criado Alí, tomar la orilla del río Hadarro
y encaminarnos hasta la lonja de mercaderes, que se halla junto a la mezquita.
Los
jueves solían ser los días en que todos los vendedores exponían sus
pertenencias en hileras de tenderetes muy bien montados. En la lonja se podía
hallar de todo, desde esencias de las más exóticas fragancias hasta mejunjes de
extrañas raleas. Asimismo era normal tropezarse con personajes de las más
diversas razas y condición, que mostraban sus cualidades como detallistas,
titiriteros, charlatanes, y bufones. Un mundo realmente sugestivo para
cualquier hombre necesitado de algo más que el quehacer diario de la propia
vida, que te transportaba a lugares insólitos de una existencia imposible para
la gran mayoría.
Entre
aquellos puestos, normalmente había algunos que eran de mi total complacencia.
Eran los que exponían libros, tratados y manuscritos de las más diversas
procedencias y lenguaje, que solía adquirir sin fijarme en los costes, que en
la mayoría de las ocasiones eran excesivamente elevados, sobre todo al tratarse
de ediciones exclusivas. Así, me había hecho de tratados prohibidos, libros
insignes sobre materias tan desconocidas como la disección de miembros,
manuscritos biográficos de personajes irrelevantes y otros de vida curiosa.
De entre todos aquellos puntos de venta,
siempre había uno que descollaba del resto, era el regentado por el cristiano
Juan de Pamplona. Un mercader navarro, afincado en Gharnatah y buscador de
tesoros literarios por todas las marcas del continente. Juan, no siempre
dirigía el puesto, lo hacía de período en período. Pues ocupaba la mayoría de su tiempo en recorrer
los lugares más recónditos en busca de nuevas ediciones de libros, tratados y
compendios. Siempre que me veía me saludaba con gran efusión, costumbre
heredada de nuestros señores musulmanes.
— Mi dilecto amigo, es un verdadero
honor volver a teneros entre nosotros. Durante el tiempo en que he estado
ausente, os he evocado continuamente en mi pensamiento, sobre todo cuando
anduve por tierras romanas, intentando hacerme con legajos imposibles, como
este que guardo en las alforjas, especialmente adquirido para vos en la ciudad
de Pisa.
Y en diciendo estas palabras, extrajo
del zurrón un libro perfectamente encuadernado en piel de becerro, de mediano
tamaño y lindamente estampado, que me entregó, sin más preámbulos para que pudiese hojearlo.
Así
lo hice. Y como era costumbre en mí, busqué el lugar en donde había sido
trascrito, que no era otro que la misma Génova. En concreto en la abadía de San
Jorge, un convento de gran prestigio intelectual y humanista, conocido por la
importante labor establecida por los monjes en aras de la erudición. El título
de la obra estaba denominada como “La
división del mundo” y había sido firmada por maese Rustichello de Pisa en el
año de 1298.
Sobre
el argumento del tratado, no presté mayor atención. Bastaba la palabra de Juan
de Pamplona para adquirirlo, ya tendría tiempo de leerlo con todo esmero en la
solana de mi anhelada alquería de Al-Hamdam. Con esta compra dimos por
terminada la visita a la lonja de mercaderes. Y supe que había llegado el momento de emprender camino hacia el mesón
Los Arrayanes, asentado en la barriada conocida con el nombre de Calderería,
donde se saboreaba el mejor asado de cordero de todo el reino.
La
hostería se hallaba situada en una estrecha bocacalle de escalones
interminables, a la que accedí tras despachar a mi criado Alí. Nunca solía
comer con los criados, era una costumbre que había aprendido en la China,
muchos años atrás, cuando viajé con los Polo, unos famosos mercaderes
venecianos que me enseñaron todo sobre el arte del comercio.
El
interior del figón estaba decorado a base de
la más exquisita yesería granadina, con arcos y bóvedas labradas con las más insignes
inscripciones. De uno de estos domos surgió nada más percibir mi presencia,
Mustafá Al Fadil, propietario del establecimiento, que me saludó con la máxima
cortesía.
—
La paz de Alá sea contigo, Tuviá Barhuni. Es un verdadero honor para esta casa
contar con tu presencia. Imagino, que como es tu costumbre imperecedera, vienes
a degustar mi delicado asado de cordero, conocido en todo Al—Andalus y resto de
los pueblos civilizados. No así, en lugares próximos, regentados por esos que
se hacen llamar cristianos, que tan sólo saben saborear las más bastas carnes
de animales mefíticos. Pero perdonadme, por mi falta de cortesía. Entrad y
tomad asiento en vuestro rincón predilecto que siempre os tengo reservado.
Así
fui conducido hasta un apartado lugar del mesón, desde donde me era fácil pasar
totalmente desapercibido y a la vez poder observar sin ser observado. El
mesonero Al Fadil, como era su práctica, me homenajeó con un selecto racimo de
los más finos dátiles traídos para Los Arrayanes del lejano Egipto.
Mientras
saboreaba esta exquisitez se me fue sirviendo toda clase de manjares guisados
con las más finas y desconocidas hierbas de la zona, que Al Fadil solía adquirir a un desdichado musulmán que
vivía en las Altas Colinas.
De
este modo, tal y como era mi costumbre, almorcé sin más compañía que mis
propios pensamientos y de vez en cuando con la presencia del mesonero que en su
ambición por ser seductor, llegaba a ser molesto. Pero, era una eventualidad que había de pagar por
saborear las exquisiteces que me proporcionaba cada jueves del año.
Tras
los postres, abandoné la hospedería y me dirigí siguiendo el cauce del río
Hadarro hacia una plazoleta situada a los pies de la Qal´at al-hamra donde
gustaba sentarme y observar el trajín de los albañiles moros en la cercana
fortaleza, que había dejado de ser una posición militar inexpugnable para
convertirse en reducto palaciego insuperable en cuanto a belleza y seguridad.
Una vez acomodado en mi piedra preferida, que era tan plana como una losa,
cerraba los ojos y apoyando la espalda en un esbelto ciprés, dormitaba algunos
minutos que en ocasiones se podían convertir en horas. Pero en aquella ocasión
no fue así, me acordé del libro que había adquirido a Juan de Pamplona y tuve curiosidad por saber que
encerraban sus páginas, tan finamente editadas.
Así,
extrayéndole del interior de mi alforja, abrí la primera página y comencé su
lectura:
>>
Señores emperadores, reyes, duques y marqueses, condes, hijosdalgos y burgueses
y gentes que deseáis saber las diferentes generaciones humanas y las
diversidades de las regiones del mundo, tomad este libro y mandad que os lo
lean, y encontraréis en él todas las grandes maravillas y curiosidades de la
gran Armenia y de la Persia, de los tártaros y de la India y varias otras
provincias; así os lo expondrá el libro y os lo explicará clara y ordenadamente
como lo cuenta Marco Polo, sabio y noble ciudadano de Venecia, tal y como lo
vieron sus mortales ojos...>>.
En
ese instante de la lectura cerré las páginas del libro y con un leve temblor me
incorporé del agradable suelo, mientras
una multitud de pensamientos se agolpaban inefablemente a mi mente.
No
podía ser cierto que aquel libro fuera
obra de Marco Polo, mi hermano y amigo al que dejé en el más recóndito
territorio de la infinita China. Caminé en dirección al carmen del Albaycín
devorado por un arrebato de melancolía y con el pensamiento puesto en llegar
pronto a El Arenal para iniciar la
lectura del libro. De este modo caminé lo más veloz que me fue posible por
entre las callejas del barrio, recorriéndolas con la misma facilidad que en mi juventud lo hiciera
con los mares, las naciones y los ríos más recónditos.
En
la portada de mi quinta, se encontraba mi fiel Alí sentado en uno de los poyetes cercanos a la contrapuerta. Nada más verme, se levantó para
hacerme los honores a que me tenía acostumbrado. Pero yo, sin escucharle le
apunté que mandara ensillar los
caballos, para que la comitiva estuviese preparada en media hora. Que volvíamos
a Al-Hamdam.
El
camino de vuelta a mi heredad de El Arenal parecía interminable, era como si
aquel recorrido al que tan acostumbrado estaba y que habitualmente se me hacía
de lo más placentero y vivificante se
hubiera vuelto desapacible e ingrato. La idea de llegar y comenzar la lectura
de la obra se me hacía del todo insostenible. Motivo por el que dejé de
recapacitar en ello, substrayendo mis
pensamientos en otras diligencias. Así, pensé en el bello Random, mi
espléndido caballo de orígenes árabes que había adquirido en uno de mis
desplazamientos a la cercana Corduba. Cabalgar sobre él era como elevarse sobre
las más recónditas nubes del firmamento, sintiendo el mundo a tus pies. Pero,
en aquella ocasión, ni el propio Random
con su paso suave podía solazar mi sentido de la cuestión que me abordaba. Por
ello, decidí estar preparado para su lectura, recordando aquella etapa de
mi vida que cambiaría el rumbo de mi existencia haciéndome el que soy...
CAPÍTULO
II
...mi padre, Abednebo
Barhuni, nació en uno de los barrios más bellos de Al—Andalus: El Albaycín. Fue
el más joven de los hijos de Shimshón Barhuni,
un médico de origen cordobés que se había acomodado en Gharnatah huyendo de una
intriga cortesana que nunca llegamos a conocer. Todos los hijos de mi abuelo
Shimshón heredaron los conocimientos y la
sabiduría de su progenitor a excepción de Abednebo, que decidió hacerse
mercader y recorrer el mundo indagando y comerciando con plantas curativas.
Tantas fueron sus nociones sobre botánica, que los más afamados médicos y
herbolarios de Al—Andalus se convirtieron en sus más destacados clientes.
Aunque el privilegio de Abednebo Barhuni
fue el de ser el primer mercader que se hiciera con la planta del ricino, un
arbusto de orígenes africanos, de cuyas
semillas se extraería un aceite viscoso que debidamente tratado valía como
purgante y laxante. Mi padre lo obtenía
viajando hasta la lejana ciudad egipcia de Canopo en el delta del río Nilo. En
ella, un comerciante de orígenes nubio se la
proporcionaba trayéndola en falucas a través del río.
En 1271 del calendario cristiano, cuando
yo iba a cumplir los trece años de edad, mi padre decidió que había llegado el
instante de que yo Tuviá Barhuni, su hijo predilecto, al ser el único varón de
una estirpe de mujeres, debería iniciarme en el expedito arte del comercio. Por
lo que me hizo llamar, recuerdo perfectamente, una calurosa mañana de
julio para que me reuniese con él bajo
la sombra de un esbelto granado, próximo a una glorieta en la que acostumbraba
recibir a sus visitas.
—Escucha hijo mío. Ha llegado el momento
en que debes iniciarte en el oficio de la vida —dijo mi padre Abednebo Barhuni—. Existen muchos
campos en los que un hombre puede
sobresalir. Y bien sabes, que todos nuestros parientes han sido y son unos
relevantes médicos y hombres de ciencia, a través de muchas generaciones. Yo en
cambio, decidí tomar otro camino, del que afortunadamente no me puedo quejar,
pues la prosperidad siempre estuvo de
mi parte. Ahora, ha llegado el momento
en que tú, mi único hijo varón, has de decidir que camino te conducirá en el
futuro de la vida. Si deseas continuar la tradición de los ancestros, tan sólo
deberemos demandar a uno de mis hermanos que
te tome bajo su tutela. En cambio, si lo que pretendes es continuar los pasos
de tu padre, estaré complacido de mostrarte todo el conocimiento que he ido
adquiriendo a lo largo de lustros en la universidad del mundo.
Aquella entrevista que mi padre me había
concedido, en el lugar más sugerente de nuestra morada, no me sorprendió. Hacía
meses que había esperado el momento. Y tenía la idea muy clara, de cual iba a
ser mi respuesta a pesar de mi juventud. Nunca había dudado, desde que la
memoria me acompañaba, cual iba a ser mi profesión. Deseaba por encima de todas
las cosas, parecerme al hombre más admirable que conocía, que no era otro que
Abednebo Barhuni. Por ello, mirándolo fijamente a los ojos y con toda la
admiración que un hijo pueda mostrar por su progenitor, le dije.
—Padre mío, no existe nada en el mundo
que me pudiera satisfacer más que continuar tus pasos y seguir tus enseñanzas.
Desde este instante cuenta conmigo para ser tu más fiel servidor. Un honor, que
me llenará de satisfacción y del que estoy seguro que nunca me arrepentiré.
Y como remate de este pacto, nos
aproximamos el uno al otro, para fundirnos en un hondo abrazo. Con la emoción
del momento, mi padre tratándome no como un niño, sino como al hombre que había
decidido compartir y continuar su tarea, me invitó para que el siguiente día lo
acompañase hasta las obras imperantes en el alcázar de la Qal´at al-hamra, para
ser recibidos en audiencia por el rey.
Estaba amaneciendo en el Albaycín, cuando salimos de la quinta en dirección a la fortaleza roja. Nuestras vestimentas para la ocasión eran de la mayor elegancia y sencillez.
— Los hombres de nuestra raza y
condición —me expresó mi padre mientras caminábamos hacia el puente próximo al
camino conocido por Ronda de las Murallas, que se descubría en dirección
levante— no deben sobresalir por los atuendos o por sus símbolos externos.
Hecho que causaría cierta desazón y suspicacia en nuestros interlocutores. Los
mercaderes judíos debemos distinguirnos por
la comprensión y agudeza para con nuestra clientela, a la que hemos de
tratar siempre con la máxima sumisión, respeto y distancia. Sean éstos comerciantes,
soldados o reyes. Nuestro cometido es lograr fortuna, por los cauces de la
decencia y la inteligencia. Don divino este último, con el que hemos sido
dotado el conjunto de nuestra colectividad. Pero que muy pocos somos los que
sabemos emplearlo adecuadamente.
Así, llegamos a mitad de la pendiente,
en donde una banqueta de piedra nos sirvió para reposar durante unos minutos y
fijarnos en la amalgama tosca de torres y almenas que en aquellos años
integraban la Alcazaba Roja. En cada una de aquellas atalayas, advertí que se
encontraba rondada por un centinela, perteneciente a la guardia personal del
rey, que en todo instante ignoraron nuestra presencia.
Cuando terminamos de recuperar el aliento, continuamos ascendiendo por la intrincada pendiente, hasta llegar a unos torreones que llamaban del Agua. Desde ellos, el camino se hizo menos dificultoso y a los pocos minutos entrábamos en el interior de la ciudadela.
Cuando terminamos de recuperar el aliento, continuamos ascendiendo por la intrincada pendiente, hasta llegar a unos torreones que llamaban del Agua. Desde ellos, el camino se hizo menos dificultoso y a los pocos minutos entrábamos en el interior de la ciudadela.
Un centinela de vestidura intachable nos
condujo a una cercana barraca, en donde se nos hizo esperar durante un corto
espacio de tiempo, hasta que llegó el
propio alcaide Al Mustanjid, que nos saludó cordialmente, indicándonos
que le siguiéramos, que su majestad Muhammad I nos recibiría en el terrado de
la torre del Sol.
Accedimos a la conocida y elevada atalaya recorriendo largos e inclinados pasadizos, que hasta a mí, a pesar de mi temprana edad me dejaron sin respiración. Ya, cuando deseábamos desfallecer antes de continuar, un último tramo de escalones nos arrastró hasta una portilla de no muy altas dimensiones que nos colocó en un palenque que daba acceso al balcón más impresionante que jamás haya contemplado.
La azotea de aquella fortificación parecía hallarse en otra dimensión, como colgada del espacio en un intento de mostrar la hermosura de un entorno inigualable. Por oriente se podía apreciar la fuerza que emanaba de una sierra que parecía enlazarse a través de sus cerros con el mar; mientras que por occidente, un vergel regado por multitud de ríos y acequias conformaba la famosa vega granadina, con incontables aldeas difuminadas y decenas de alquerías solitarias como bellas estrellas fugaces.
Muhammad I, primer monarca de la dinastía nazarí nos recibió tumbado en un diván de vivaces colores y rematado por una multitud de blandos cojines y mullidos cabezales. A su alrededor un imperceptible séquito formado por dos bellas adolescentes y un chambelán atendían cualquier necesidad de su amo con la mayor prontitud e instrucción. Personalmente me encontraba totalmente azorado, no por la presencia cercana del “Príncipe de los Creyentes”, que era el apelativo con el que se distinguía al monarca. Sino por la belleza y sensualidad que desprendían las jóvenes, al estar engalanadas con las transparencias más increíbles que se pudieran imaginar. Fue el propio Muhammad, quien se dirigió previamente a mi padre, no sin antes le hubiéramos brindado la mejor de nuestras reverencias.
Accedimos a la conocida y elevada atalaya recorriendo largos e inclinados pasadizos, que hasta a mí, a pesar de mi temprana edad me dejaron sin respiración. Ya, cuando deseábamos desfallecer antes de continuar, un último tramo de escalones nos arrastró hasta una portilla de no muy altas dimensiones que nos colocó en un palenque que daba acceso al balcón más impresionante que jamás haya contemplado.
La azotea de aquella fortificación parecía hallarse en otra dimensión, como colgada del espacio en un intento de mostrar la hermosura de un entorno inigualable. Por oriente se podía apreciar la fuerza que emanaba de una sierra que parecía enlazarse a través de sus cerros con el mar; mientras que por occidente, un vergel regado por multitud de ríos y acequias conformaba la famosa vega granadina, con incontables aldeas difuminadas y decenas de alquerías solitarias como bellas estrellas fugaces.
Muhammad I, primer monarca de la dinastía nazarí nos recibió tumbado en un diván de vivaces colores y rematado por una multitud de blandos cojines y mullidos cabezales. A su alrededor un imperceptible séquito formado por dos bellas adolescentes y un chambelán atendían cualquier necesidad de su amo con la mayor prontitud e instrucción. Personalmente me encontraba totalmente azorado, no por la presencia cercana del “Príncipe de los Creyentes”, que era el apelativo con el que se distinguía al monarca. Sino por la belleza y sensualidad que desprendían las jóvenes, al estar engalanadas con las transparencias más increíbles que se pudieran imaginar. Fue el propio Muhammad, quien se dirigió previamente a mi padre, no sin antes le hubiéramos brindado la mejor de nuestras reverencias.
—
Parece ser mi leal y dilecto amigo Abednebo Barhuni —comenzó diciendo— que los
ojos de vuestro hijo no están acostumbrados a observar tan agraciados cuerpos.
Imagino por el rubor de su rostro que aún sigue siendo virgen. Una muy mala
usanza que tiene vuestro pueblo, pues sabed que los mejores y más recordados
actos de amor son los que se mantienen durante la adolescencia. Personalmente
evoco aquellos que mantuve con mi
esclava Fátima, una bella mujer de diecisiete años que me hacía gozar con la
suavidad de su vientre hasta confines
inimaginables. Contaba yo entonces doce años y aquellos coitos, entre el niño y
la joven doncella me forjaron hacia una madurez veloz. Pero, mi apreciado judío
no os he hecho llamar para daros una disertación sobre el arte amatorio. Os he
hecho comparecer para pediros un gran favor. Que con seguridad estaréis deseoso
de llevar a cabo.
»La pasada semana recibí un despacho muy
deseado, proveniente del Sultanato de Delhi, me lo enviaba —continuó apuntando
el rey— el capitán de una expedición de mi propiedad, que envié a tierras de
oriente en busca del “Elixir de la Vida”, un brebaje compuesto por plantas
originarias de aquel reino que debidamente mezcladas, y tomándolas a diario,
dicen que alarga la vida y te hace rejuvenecer.
El oficial al mando, mi leal Nour-ed-Din me indica que se dan las
posibilidades para poderlas traer hasta nuestro reino. Pero, que le es
imposible adquirirlas por el alto costo de éstas y por carecer de medios
adecuados para un viaje de tantos meses a través de climas tan dispares. Ahí,
es donde vos entráis a formar parte del
asunto. Necesito un leal súbdito, con conocimientos, sapiencia y sobrada
economía para que traiga el venturoso elixir hasta nuestra Gharnatah. Y nadie
es más docto en esa actividad que vos maese Abednebo Barhuni. Por ello, os
encomiendo que partáis hacia tierras del Sultanato de Delhi lo más avivadamente
que podáis y me procuréis la bienhechora droga. Os lo ordeno como monarca
absoluto del Reino de Gharnatah y os lo
imploro como hombre que se aproxima a una etapa de declive que se conoce por vejez.
Tras aquel inaudito encuentro con el señor de Gharnatah, mi padre estuvo reflexivo unos días, recuerdo verlo pasear a la vera del río Hadarro entre la multitud de juncos que surgían de entre los lodos de aquellas aguas sinuosas y transparentes. Imaginé que aquel silencio se debía a que estaba intentando arreglar el viaje de una manera adecuada e inequívoca para su mejor consecución. Al quinto día posterior a la audiencia con el monarca me hizo llamar nuevamente a la glorieta, y entre los macizos de rosas y el aroma del jazmín, me habló.
— He tomado la decisión que seremos tú
y yo, quienes iremos al Sultanato de
Delhi en busca de la anhelada pócima tan deseada por nuestro soberano. Estoy
convencido de que todo es una quimera, pero tú y yo sabemos que es del todo imposible
no complacer a Muhammad I sin que alguna cabeza ruede por entre los mármoles blancos de palacio.
Motivo, por el que debemos ponernos en camino con la mayor brevedad. Seguro
estoy, y no peco de ignorante, que el viaje va a favorecer nuestra economía y a
ti, hijo mío, te proporcionará una experiencia inimaginable.
Así, dos semanas más tarde, emprendíamos
la partida en dirección al costero pueblo de Hins-al-Monacar,
donde nos esperaba un navío, especialmente puesto a nuestro servicio por el
“Príncipe de los Creyentes” para que nos trasladase hasta la lejana Venecia, ciudad en la que mi
padre gozaba de grandes amistades y era muy respetado. Nuestro pensamiento
estaba en compartir plaza dentro de alguna de aquellas caravanas que marchaban
hacia la ciudad de Sivas en la apartada Anatolia, donde se unían las rutas de las caravanas que
viajaban desde Persia y Bagdag hasta Europa.
La primera jornada de aquel día de
agosto del año cristiano de 1271, en dirección hacia el litoral ribereño de
Hins-al-Monacar se me hizo intensamente nostálgico. Atrás quedaban mis hermanas
y mi madre, Tzeitel, que a
pesar de no ser una pieza fundamental en la vida comercial de mi padre, si lo era en la familia, a la que logró mantener unida
y ocupando el espacio social que le
correspondía durante las largas ausencias de su marido.
Emprendimos nuestro camino a lomos de
dos caballos de nuestra cuadra y llevando de reata una mula torda que
transportaba la mayoría de nuestros enseres e indumentaria. A la par, íbamos
acompañados de una reducida escolta de tres jinetes, mandada por un joven
capitán moro llamado Yusuf, que no era mucho mayor que yo. Al que, sin embargo,
se le notaba cierta experiencia y arrojo. El cortejo, según supe, se nos había
impuesto por voluntad de Muhammad I para
que no tuviéramos problemas con los bandidos al atravesar las estribaciones de
la Sierra del Chaparral, próxima al litoral y refugio de bucaneros y
salteadores de caminos.
Durante
las primeras leguas de aquella jornada,
viajamos por los oteros cercanos a la capital de un modo inconsciente. Eran
caminos, todos ellos, muy transitados que por circunstancias habíamos recorrido
en algunas ocasiones. En tanto cabalgábamos, guardábamos un silencio tan solo
roto por el ruido de los cascos de los caballos y de vez en cuando por el saludo que nos ofrecían los caminantes
y las recuas de bestias con las que nos cruzábamos, la mayoría de las veces
cargadas de modo brutal de pescado fresco proveniente de la costa.
Al alcanzar la cima de una de aquellas lomas, el camino tomó trazas
de bifurcarse. Entonces, mi padre me indicó que el sendero que surgía en
dirección poniente, conducía a la arquería de la Almallaha. Un poblado de
origen griego conocido en todo el reino
por sus termas de aguas balsámicas y los secaderos de sal, los más antiguos del Al-Andalus.
La comitiva tomó la senda sur que se
adentraba en los montes, un terreno pletórico de bajo matorral y solitario para el ser humano. A través de
un extenso camino cabalgaríamos las
próximas horas con la única compañía de las cabras montesas, algún que
otro zorro e infinidad de aves aborígenes de la zona.
De esta forma montamos durante toda
aquella primera jornada, en la que avanzamos más de lo que hubiéramos
imaginado, a pesar del fuerte calor imperante. Cuando el oficial Yusuf,
percibió que la tarde daba a su fin, mandó detener a la expedición, ordenando a
los soldados que montaran el campamento y observaran el entorno para comprobar
que se hallaba libre de salteadores. Aquella noche, dormí como un verdadero
tronco y no habría despertado hasta muy entrada la mañana a no ser por la
humedad que impregnaba mi ruana con el rocío de los primeros rayos solares,
haciéndome sufrir de una tenue molestia en los huesos.
— Es la falta de costumbre, hijo mío.
Seguro, que cuando lleves la mitad de tu vida, como a mi me ocurre, durmiendo
en balates y al resguardo del calor de las bestias te acostumbrarás. Es más,
estoy seguro, que cuando encuentres un lecho, echarás de menos tu manta ruana.
Tras un copioso desayuno, fundamentado
en frutos secos e higos, reemprendimos el camino descendiendo a través de unos
riscos que hacían erizar hasta los cabellos más ocultos. Entre aquellos
peñascos nos topamos, al igual que el anterior día, con nuevas recuas de mulas
porteadoras de pescado, que trepaban cargadas hasta los topes de la mano de
arrieros que las obligaban fustigándolas a latigazos. En una de aquellos
quiebros que daba el camino, un caballo de los que montaba uno de los soldados,
que formaban nuestro pequeño séquito, perdió la mano, precipitándose al vacío.
La fortuna se anduvo con el militar que lo conducía, que pudo asirse a la rama de un desequilibrado
pino que sobresalía de un modo esforzado cara al precipicio.
Sería mediodía cuando finalizó la bajada
y nos encontramos en las estribaciones
de una vaguada que nos llevó dúctilmente hasta el remanso de un arroyuelo de
límpidas aguas, donde saciamos la sed y ofrecimos el primer respiro del día a
nuestras esforzadas cabalgaduras. En aquel lugar de rica y desmarañada
floresta, comprobé las habilidades del capitán Yusuf con el arco, que eran
muchas. Primeramente y con mucho orgullo
nos mostró el arma, que según nos hizo saber, no era la habitual que solían
emplear sus camaradas.
— Este es un arco de tipo cántabro, que
se ha utilizado en la península por muchas generaciones de guerreros. Nada
tiene que ver con el arco de medio punto que suele utilizarse habitualmente
para la guerra. Mi arco es de precisión. Capaz de ofrecer diana a una muy larga
distancia. En más de una momento lo he empleado para enviar notas de una almena
a otra y no ha habido ni un palmo de
error. Recuerdo que en cierta ocasión logré derribar de un certero flechazo a
un gorrión que se hallaba a más de doscientos pasos. Pero en la habilidad del
arquero, no sólo cuenta el arma. Hace falta tener un gran pulso, muy buena
vista y una calma única. ¡Hagamos una prueba!
Entonces, con voz imperiosa mandó a uno
de sus subordinados que se alejara hasta las proximidades de un altillo que se
descubría a unas decenas de pasos y le indicó que arrancara una piña del árbol
más próximo.
—Colócate, el forro de la coraza y
prende la piña con los labios— le indicó sin vacilar en ningún momento—. Pero,
antes desgraciado, ponte de lado. No
querrás que acierte al piñón de frente y te traspase como si fueras una trucha.
El soldado, que ya estaba entrado en
años, obedeció a su jefe poniéndose en postura. Momento que aprovechó Yusuf
para tensar el arco y disparar una de las flechas que llevaba de un modo
extraño enganchadas a la cintura.
El disparo fue completamente certero y
como pudimos comprobar instantes más tarde, atravesó el cuerpo de la piña con
la suavidad de un rayo.
— Imaginaos señor –señaló dirigiéndose a mi padre—, lo que sería capaz de hacer con un enemigo o alguna alimaña peligrosa.
— Imaginaos señor –señaló dirigiéndose a mi padre—, lo que sería capaz de hacer con un enemigo o alguna alimaña peligrosa.
Tras un frugal almuerzo, volvimos a
reemprender el camino, ya por derroteros menos agrestes, donde fue posible
cabalgar en parejo. Yo lo hice junto a
mi padre. Y, pude evaluar de que era la
primera ocasión en que lo hacía en mi vida, lo que me produjo gran satisfacción y honor. Sobre todo, cuando
el gran mercader se dirigió a mí para conversar como si fuera su igual.
De estas guisas marchábamos, cuando entre luces nos topamos con el pueblo
de Hins-al-Monacar. Un verdadero regocijo para todos nosotros, que apenas
teníamos ímpetus para continuar hacia delante, debido a la fatiga acumulada durante el día. Quizá el
más perjudicado fui yo, que a parte de
la falta de costumbre, tuve que arrear la mayoría de las horas con los
empellones de la mula que cargaba nuestros avíos.
CAPÍTULO III
CAPÍTULO III
Hins-al-Monacar fue el pueblo en que por vez primera pude vislumbrar el mar. No lo hice durante aquel primer atardecer, pues nada más llegar fuimos a buscar pensión en uno de los barrios más céntricos y opulentos de la población. En concreto, a la calle Mosul, donde concurrían la mayoría de los mercaderes y hombres de negocios venidos de diferentes partes del mundo. Pues, Hins-al-Monacar se podía considerar una de las llaves maestras que abrían las puertas de Al-Andalus con el resto de los estados.
En aquella vía transitada por hombres de
desiguales razas y condiciones, nos despedimos de nuestros acompañantes,
dejándoles el encargo de que devolviesen las cabalgaduras a los establos de
nuestra casa en Gharnatah.
Aquella noche compartí morada y jergón
con mi padre. Y dormí con la
tranquilidad que da la protección de un albergue cálido y la persona que más
apego te profesa. De este modo, desperté cuando el sol se acertaba muy alto y
advertí que la habitación se encontraba vacía.
Tras asearme en un pilar de suaves aguas
que había en un patio cercano a la
alcoba, me dirigí hacia la cantina situada en el recibidor de la posada. Al
fondo se encontraba sentado ante una mesa mi
padre, una costumbre que con los años heredaría yo.
—¡Tuviá, hijo mío, aproxímate!, y
dispensa que no te haya esperado, pero ya estaba abrumado de velarte el sueño.
Por lo que decidí dejarte seguir durmiendo y bajar a tomar el desayuno. Hoy nos
vamos a tomar el día con cierta quietud, para que conozcas la más sublime de las beldades de la creación: el mar.
Tras un opulento refrigerio a base de
huevos fritos mojados en picatostes, torta de carne de pollo, leche y diversos
frutos secos. Abandonamos la pensión para dirigirnos hacia la parte baja del
pueblo, conocida por el barrio de los Pescadores. Pero, con anterioridad
hubimos de atravesar mil estrechas callejuelas, todas ellas, muy transitadas y
rebosantes de todo tipo de tenderetes. En uno, ofrecían un producto que jamás había observado y que
parecía ser el deleite de muchos de los transeúntes. Era una especie de bejuco
verde, que todos los allí presentes no dejaban de chupar.
— Es la caña dulce —me indicó mi padre—, un fruto natural
de la zona que se emplea como almíbar para endulzar los alimentos, aunque también
posee propiedades curativas. Mezclada con jugo de col, azafrán, huevo y miel de
romero obra como una medicina especial para curar bronquitis, toses y asmas.
Asimismo, si la combinamos con cebolla y
limón alivia los síntomas del resfriado. Si la pruebas, seguro que te agradará.
Y con un dulce trozo de caña entre mis
dientes, reemprendimos nuevamente el camino, bajando en dirección al puerto. No
habríamos recorrido un centenar de pasos
cuando nos topamos con un estrecho malecón que nos condujo hasta los ramales de
una dársena. Y junto a ésta, rodeada de
una multitud de embarcaciones se hallaba el mar.
Nunca hubiera podido imaginar que la naturaleza hubiera
instituido algo tan grandioso, magnánimo y sublime a la vez. Personalmente
estaba habituado a observar bellas puestas de sol desde mi quinta del Albaycín,
contemplar la majestuosidad de la sierra de blancas nieves durante los
inviernos en mi Gharnatah, recrearme en las minúsculas ensenadas de alguno de
los ríos serranos. Pero, todo aquello se hacía imperceptible ante la grandeza
de tanta agua reunida.
Mi padre, que notó mis emociones. Me
invitó a que lo siguiera, y dejando atrás el fondeadero, irrumpimos en un
sosegado arenal donde las aguas de aquel mar alcanzaban la orilla.
—¿Esto es la playa? —pregunté como el
más ignorante de los hombres—. Jamás la hubiera imaginado así cuando tú me la
describías. Es superior a cualquiera de tus descripciones.
Tras aquella inolvidable jornada, en la
que anduve por algunas de las más cercanas playas de Hins-al-Monacar,
deslumbrado por la incomparable gracia que me proporcionó el hallazgo del mar. Mi padre y yo, volvimos
a la realidad que nos había conducido hasta el pueblo costero. Así, que al
despertar del siguiente día, y sin ningún tipo de demora, caminamos en
dirección hacia el puerto. No con la idea de recrearnos en las gracias marinas;
sino en busca del Cheyzar, la embarcación real que nos conduciría hasta un
nuevo destino.
El barco se encontraba fondeado en un
lugar principal de la esclusa y se hallaba guardado por un pequeño destacamento
de la guardia personal de Muhammad I, que al percibirse de nuestra presencia,
nos detuvi para interrogarnos que se nos antojaba. Circunstancia que aprovechó
mi padre para extraer de su faltriquera una misiva de presentación para el
capitán de la embarcación.
El capitán no se hizo esperar y a
los pocos minutos nos saludaba de modo
afectuoso, invitándonos a que lo siguiéramos hasta la galeota.
—Masoud, es mi nombre –nos indicó,
mientras trepábamos de forma insegura por un estrecho flechaste—, aunque todo
el mundo me conoce por Tuerto. Así os ruego, que no seáis una excepción y
empleéis, tal calificativo para dirigiros a mí. No tengáis pudor en hacerlo,
pues como podéis comprobar si me quito el remiendo, estoy tuerto de verdad.
Además, personalmente es un honor serlo. Ya que perdí el ojo defendiendo los
intereses de mi señor.
El Tuerto, que era muy respetado y
considerado por toda la tripulación, nos informó que tenía órdenes para zarpar
de forma inmediata, una vez estuviéramos a bordo. Por lo que nos solicitó, tuviéramos a bien darle el nombre
de nuestra hospedería para que mandase traer nuestros efectos.
Mientras esto ocurría, el capitán nos
orientó sobre el Cheyzar, la galeota que
en las próximas jornadas nos llevaría hasta el lejano país trasalpino.
—Mis señores, esta embarcación que veis
tan pequeña y posiblemente frágil. Es uno de los bajeles más sofisticados de
nuestra flota. Menuda, ligera y rápida es una combinación entre el popular
falucho y la galera. Durante muchos lustros, la galeota, fue la embarcación
preferida por los piratas berberiscos. Actualmente, es utilizada como el
sistema más rápido y eficaz para transportar correos, emisarios y mercaderes
relevantes. Nuestro señor Muhammad I posee varias de ellas. Y todas están
dispuestas para su servicio personal. Nuestra misión consiste en hacer llegar a
los rincones más recónditos del mundo, las órdenes expresas de nuestro señor.
El Cheyzar ha arrumbado por los mares
más apartados de la geografía y en ese pequeño camarote, que vais a ocupar, han
compartido nuestra marinería los hombres más ilustres del reino.
>>Pero
continuemos detallándoos la nave. La galeota, como se advierte, puede ser
propulsada a remo y a viento. Para el primer procedimiento, disponemos de
veinte convictos remeros por banda. Éstos, jamás deberán estar condenados
apenas superiores a los dos años, pues sus condiciones físicas habrán de ser
excelentes. La segunda manera de impulsarse el Cheyzar es mediante la vela, por
lo que dispone de un palo mayor, que lleva una vela áurica, por encima de la
cual se añade una gavia; a proa, un bauprés con varios foques; y a popa un
mástil pequeño, sobre el que se iza una cangreja.
Mientras el Tuerto continuaba describiéndonos detalladamente la disposición
del Cheyzar, vimos retornar al marino
que había ido a recoger nuestras pertenencias. Eventualidad, que el capitán
aprovechó para decirnos que sería acertado que nos instalásemos en el camarote
y nos preparásemos para hacernos a la mar.
Estaría próximo el mediodía, cuando la
galeota se hizo a la mar. Haciéndolo de un modo suave y apenas perceptible. De
nuevo la emoción embargaba mis sentidos, eran muchas las impresiones recibidas
en las últimas horas. Apenas había asimilado la inmensidad del mar, cuando se
me arrastraba a su interior. Haciéndolo en una nao no cualquiera, sino en la
del propio rey mi señor.
Cuando dejé de reflexionar sobre mi sino, el Cheyzar abandonaba la dársena
dejando atrás el hermoso Hins-al-Monacar con su fortaleza coronando el cerro
más próximo. Instante en que se pudo oír
la voz del contramaestre ordenando que se izara la vela mayor.
El viento, que era de poniente, hizo que
la galeota tomara una presteza inimaginable que favoreció su desplazamiento. De
este modo, antes de que hubiera transcurrido una hora pudimos observar en la
lejanía el lugar de Xalubania, una pequeña población cimentada a los pies de un ciclópeo altozano y coronada
por una inexpugnable fortaleza.
Los contornos de aquel pueblo me
parecieron, a través de la lejanía, una campiña de tonalidades verdosas de una
viveza inusitada.
—Lo que estás viendo –me orientó mi
padre— son las hazas sembradas de caña
dulce, que se cultivan de un modo armónico al amparo del río Guadalfeo que las
irriga con sus aguas.
El barco continuó navegando a lo largo
del día, sin bajar la celeridad impuesta, hecho que me causó algún disgusto con
el estómago y que hube de solucionar arrojando hasta la última sopa por la
borda.
En esas estaba cuando un remero, que se
hacía llamar Omara, se me aproximó y mirándome con cierta simpatía y pena a la
vez, me indicó que el mejor modo de eliminar el mareo no era asomando la cabeza
por la barandilla y vomitando.
— Lo mejor que podéis hacer joven
pasajero es ir al cocinero y decirle que os prepare un tentempié de arenques en
aceite. Luego os tomáis algo de fruta y con seguridad que dejaréis de estar
fastidiado. ¡Hacedme caso!
Y en diciendo esto Omara volvió a sus
faenas, que de momento no eran muchas pues el viento seguía imperando en las aguas.
Cuando la puesta de sol anunció el ocaso
del día, el Cheyzar navegaba próximo al fondeadero de la aldea de
Marsalferruch, emplazamiento de aguas muy benignas donde el Tuerto decidió
atracar al amparo del “ribat”, un pequeño castillo que descollaba sobre la cresta del cerro.
—Este puerto –nos refirió el capitán—
fue fundado hace bastante siglos con la finalidad de utilizar su angosta
ensenada como embarcadero de todo el
mineral de hierro procedente de las cercanas minas de la sierra de Lújar.
Desde el principio, los habitantes
fueron mayoritariamente estibadores a sueldo, que vivieron desamparadamente
durante muchos años bajo la amenaza continua de la piratería, hasta que se
construyó el “ribat” de índole militar que protege a los lugareños y a las
embarcaciones de los temibles forajidos.
Aquella primera noche, no compartí el
minúsculo alojamiento con mi padre, solicité su permiso para descansar en la
cubierta y de este modo poder observar sosegadamente los reflejos lunares sobre
las apacibles aguas, contemplar las sempiternas estrellas sobre el oscuro
firmamento y percibir el suave sonido de las olas al precipitarse sobre el
casco del Cheyzar.
Fueron muchas jornadas las que navegamos
circundando las costas de aquel “mare nostrum”. Y así, alcanzamos el límite
oriental del Al-Andalus, precipitándonos hacia el cabo de Gata. Intervalo que
aprovechó la tripulación para batir el
velamen y cambiar el rumbo del barco. Ahora la navegación dejó de ser a vela, a
causa del poco viento reinante, para abrirse paso al turno de los remeros, que
a golpe de látigo ocuparon sus machones respectivos. Entonces, un timbalero
ocupando un lugar establecido inició una monótona melodía que serviría de apoyo
continuo al batir de los remos.
Así,
se navegó durante varios días, hasta que llegamos a la altura de Balansiya
y el viento volvió a aliarse con nosotros y sobre todo con los bogadores que
comenzaban a dar muestras de debilidad. Fue durante una de aquellas jornadas
cuando avistamos una galeota berberisca de intenciones no muy claras a la que
se hubo de esquivar ocultándonos en la minúscula isla de Horadada,
perteneciente al pequeño archipiélago de las Columbretes.
Durante
los siguientes días, nada importante habría que recordar, a no ser por la
captura de un magnífico delfín que sirvió para almuerzo a gran parte de la
tripulación. Fue Omara “el remero”, quien lo pescó de un certero arponazo,
mientras el animal nadaba saltando al amparo del barco. A la sazón supe, que
aquel enorme pez era un mamífero marino y que su sangre como pude comprobar
unos instantes más tarde, era tan caliente como la mía.
Izarlo
hasta la cubierta tuvo su dificultad, pues el animal se batía continuamente,
intentando por todos los medios liberarse del arpón y huir hacia las
profundidades para encontrar una muerte más digna. Acto que no se produjo, pues a los pocos minutos se
encontraba coleteando totalmente indefenso sobre la cubierta del barco.
Suceso
que aprovechó el cocinero para rematarlo de un certero mamporrazo en la cabeza,
proporcionado por un enorme mazo de madera. Este acto, que para la marinería
parecía habitual, nos causó un gran impacto. Motivo, por el que no participamos
de la cena de aquella noche, ni mi padre
ni yo. En cambio, si me fijé en el cocinero, que resultó poseer una habilidad
extrema para desollar el animal, desmenuzarlo y asarlo en una parrilla que se
montó en un extremo de la cubierta, sobre un rimero de arena seca.
CAPÍTULO
IV
En
los siguientes días, pudimos divisar, desde la lejanía, la costa de una ciudad
que mi padre llamó Barcelona y que era
conocida por ser cuna de grandes
mercaderes de oro y esclavos. Además, de ser centro expedicionario de
importantes empresas comerciales de viajes con destino a oriente. No nos
detuvimos en ella, pues el “Tuerto” deseaba aprovechar al máximo los vientos
reinantes en la zona, que aunque no eran extremos, si facilitaban de
sobremanera la navegación de la galeota.
De
este modo, dejamos atrás la península y nos adentramos en las profundas aguas
del golfo de León, en mares franceses, donde gobernaba Felipe III el Atrevido,
nieto de una princesa castellana llamada Blanca de Castilla, que fue regente de
los francos durante la minoría de edad de su hijo Luis IX.
—¿Sabes
—me comentó mi padre—, que tu abuelo Shimshón en cierta ocasión tuvo la fortuna
de conocer y curar a la princesa Blanca, cuando era aún una adolescente?
Sucedió cuando se iniciaba el presente siglo. Tú abuelo, por aquel entonces
para obtener mayores conocimientos en el arte de la cirugía, del que llegó a
ser uno de los mayores expertos, se alistó en las huestes del califa Al-Nasir
que iban a entablar una cruenta batalla en contra de los cristianos, por lo que
el ejército almohade se preparó para la contienda de forma meticulosa. Cuando
estuvo dispuesto marchó hacia Sierra Morena, ascendiendo, no a través de los
desfiladeros, sino por los antiguos farallones romanos que enaltecían el río
Guadalquivir. Pues Al-Nasir, que era astuto como un lince, estaba puntualmente
informado de la cantidad y de la calidad de las tropas cristianas que se iban
reuniendo en Tulaytulah. Aguantó a que éstos tomasen la iniciativa,
acechándolos en los desfiladeros cercanos a la Mesa del Rey, en el mismo
corazón de la sierra, un lugar privilegiado para ocultarse. Así el califa y sus
tropas tendrían la posibilidad de obligarían a sus enemigos a aceptar el
combate desde posiciones más ventajosas.
>>Mientras, los castellanos fueron
agotando sus fuerzas en las durísimas jornadas a través de los interminables
campos de la meseta, y necesitarían de un milagro para salvarse de la avalancha
de flechas y saetas que caerían sobre sus cabezas.
>>El
milagro sucedió, ya que un pastor de vacas condujo a las tropas de Alfonso VIII
a través de un paso que los almohades desconocían. De este modo, los cristianos
rodearon a sus enemigos quedando ambas huestes en igualdad de condiciones,
frente a frente, sin obstáculo natural que los separase.
>>Tras
esta nueva situación, Al-Nasir decidió llevar la batalla a cabo antes de que
sus adversarios recuperaran las fuerzas. Y al siguiente día al clarear, la
totalidad de ambos ejércitos se hallaban dispuestos en línea de combate.
>>
El ejército almohade, me contó tu abuelo Shimshón, estaba formado por tres
cuerpos. El primero era el formado por las tropas ligeras, el segundo lo
integraban los voluntarios venidos de todo Al-Andalus y la retaguardia la
componían las tropas almohades, que ocupaban un cerro próximo, desde cuya cima el propio Al-Nasir
dirigía la contienda cómodamente, en el interior de su emblemática tienda de color
rojo.
>>Ésta estaba
protegida por una empalizada de troncos unidos unos con otros por
nervudas cadenas, que a su vez eran salvaguardadas por una importante milicia
de soldados armados de arcos, hondas y picas. Muchos de éstos, se les podía ver
enterrados hasta las rodillas y atados hasta los muslos. Y es que por encima de
todo, deseaban serles fieles a su caudillo y no tener posibilidades de huir en un momento de
flaqueza. Eran los imesebelen, que ligaban sus vidas al juramento de ofrecerlas
en defensa del Islam.
>>
El terreno, que era de bajo matorral, favorecía a las tropas de Al-Nasir que se
encontraban en la parte más elevada. Por lo que realizaron una primera carga
descendiendo por la pendiente, gritando el nombre de Alá, peripecia que
estremeció a los cristianos haciéndoles retroceder.
>>
El rey Alfonso VIII no podía dar crédito
a sus ojos, mientras observaba con el rostro desencajado la retirada de sus
pendones. A la sazón, creyó que era mejor morir con vergüenza que huir
deshonrosamente y lanzando un bramido desesperado, espoleó a su cabalgadura y
cargó al frente de sus soldados para socorrer a los que batallaban en la ladera más próxima.
>>
La contienda fue más que cruenta y me refería tu abuelo Shimshón, que al
finalizar la lucha, los caballos apenas se podían mover por el lugar, de tantos
cadáveres que había amontonados.
>>
Tras la embestida cristiana, capitaneada por el propio rey, el ejército de
Al-Nasir no supo reaccionar, sobretodo los arqueros musulmanes, principales
enemigos de la caballería. Y supieron que había llegado el momento de la
retirada, para escabullirse hasta la cercana fortaleza de Bilche.
Pero, en la huida las tropas cristianas
se ensañaron con los almohades y mataron a tantos como en la propia contienda.
>>Una
vez finaliza la batalla, los castellanos se arrojaron hacia el campamento de
Al-Nasir, donde se hicieron con motines preciosos de oro, seda, plata, armas,
caballos y prisioneros de ralea. Entre los que se hallaba tu abuelo Shimshón,
que realizaba su trabajo de cirujano, como mejor podía, en aquella expedición
nefasta, que pasaría a las crónicas de la historia con el nombre de batalla de
las Navas de Tolosa.
>>La
fortuna se alió con él, tras salvar a
unos de los caballeros más principales del séquito de Alfonso VIII, que había
sido herido por una flecha en el hombro izquierdo, en un lugar muy próximo al
corazón. Desde ese instante tu abuelo Shimshón dejó de ser un cautivo
distinguido para convertirse en cirujano real. Y según palabras del propio monarca era hombre libre. Aunque no
podía transitar solo y moverse a su antojo, siempre había de hacerlo bajo la
escolta de un asistente al que llamaban Protasio y que no era más que un guardián que el propio rey le había asignado,
no para su seguridad personal, como le habían referido, sino para que lo
vigilara.
>>
No obstante, un hecho cambiaría el destino de Shimshón. Fue cuando llevaba algo
más de año y medio cautivo, ejerciendo como cirujano mayor del reino. La
infanta Blanca sufrió una gravísima dolencia en el bajo vientre. Las
circunstancias quisieron que en aquel momento tu abuelo se hallara ausente del
alcázar real, acompañando a las tropas reales en una incursión contra los moros
del Levante. Todos los cirujanos de la corte visitaron a la ilustre enferma, pero ninguno
daba con el mal. Se le aplicaron bitoques de pomilla y malta, se sangró a
diario para purificarle la sangre y se le proporcionaron los mejores vomitivos
para aliviarle el vientre.
>>Ninguno
de estos remedios calmaban los dolores de la joven muchacha, la vida parecía
írsele por instantes sin que nadie pudiera hacer algo por ella. A la sazón, la reina Leonor como
último recurso ordenó al más raudo de sus correos buscar al cirujano judío
Shimshón, con la orden expresa de que tornara sin descanso al alcázar.
>>Así
fue, diez días más tarde, Shimshón en un caballo reventado de tanto galopar,
cruzaba el puente levadizo de la fortaleza para dirigirse sin tregua al
aposento de la joven dama, que increpaba a todos los presentes para que le proporcionaran un
estilete con el que quitarse la vida, para así dejar de padecer aquellos
dolores tan espantosos.
>>
Como mejor pudo, tu abuelo Shimshón, la
auscultó de todas los modos posibles. Y siempre llegó a la misma conclusión. La
joven infanta padecía el mal del intestino vermiforme, conocido por los
excelsos cirujanos musulmanes como apendicitis. Un trastorno de la actividad
intestinal, que hace que los restos fecales no expulsados se endurezcan
transformándose en coprolitos. La enfermedad se manifiesta con dolores
abdominales vagos, que frecuentemente son referidos en el bajo vientre.
>>
El único remedio para este mal, consiste en la intervención quirúrgica. Una
modalidad médica nada conocida por los cristianos y que mi padre, tu abuelo
Shimshón, cultivó con sus maestros musulmanes. La operación radica en extirpar
el apéndice previa laparotomía y esperar una recuperación rápida y total.
>>Así,
fue como tu abuelo Shimshón conoció a Blanca de Castilla, que con el tiempo
sería reina de Francia. Aquella afortunada intervención serviría, además de
salvarle la vida a la joven doncella, para que el cirujano real alcanzara
plenamente la libertad y pudiera volver con unas arquillas repletas de oro a su
tierra natal.
La
galeota enfiló el puerto de Marsella, una escala obligada para realizar la
aguadura, pues desde hacía días el elemento precioso comenzaba a escasear en
los barriles de cubierta y el “Tuerto” nos contaba que no había eventualidad
que lo pusiera más perturbado que la falta de agua.
Por
aquellas fechas, Marsella era una comuna regentada por Carlos de Anjou, muy
popular entre la marinería al tratarse de un puerto libre en donde abastecer
las naves, sobre todo aquellas que
iniciaban sus viajes a Oriente.
La
escala en Marsella fue efímera, tan sólo las horas precisas para que una
barcaza de cinco marineros fuera hasta
un canal cercano al puerto y atiborrasen unas docenas de odres de agua.
En aquella escala, nadie visitó la ciudad, el capitán deseaba dejarnos prontamente en Génova y retornar al
puerto de Hins-al-Monacar, según nos
informó no se hallaba cómodo navegando por aquellas aguas tan al norte.
Justamente,
cuando el sol se situaba en su vertiente más elevada, volvimos a salir a la mar. Ya no haríamos escalas hasta arribar
en las costas de Génova, donde desembarcaríamos días más tarde y emprenderíamos
camino hacia la ciudad de Venecia.
Génova poseía el puerto de mayores
dimensiones que un hombre alcanzara imaginar. En él, se podían observar
atracados embarcaciones de todos los países, tamaños y envergaduras, desde los pequeños bajeles de
un palo hasta los impresionantes galeones de varias filas de remos y multitud
de velas. Recuerdo que para fondear al
Cheyzar el capitán tuvo que maniobrar entre diversas naos, haciéndolo de forma
impecable, lo que le valió el saludo desde cubierta de varios marinos.
Aquel mismo día desembarcamos, y
encaminamos nuestros pasos hacia la parte alta de la ciudad en donde mi padre
conocía a un rico mercader llamado Embriaco, que poseía una de las residencias
más opulentas que se puedan imaginar.
El noble Embriaco, no sólo era
comerciante, además compaginaba tan ilustre actividad con las de armador y
banquero. Refería a mi padre, mientras degustábamos un refrigerio realizado con
los más finos limones de Barletta, que el conjunto de la sociedad genovesa eran
deudores de su compañía.
—Y todo gracias a las contratas de commenda
marítima, que facilitan mi labor
como prestamista y comerciante,
beneficiándome al dar nuevas posibilidades a muchos viajeros, que me hipotecan
todos sus bienes en un intento por hacerse ricos. Circunstancia, que en la
mayoría de las ocasiones no se da,
favoreciéndome con los caudales empeñados de estos desgraciados. Pero, si
tienen la suerte de volver holgados, también la fortuna está de mi parte, ya que recibo crecidos intereses por
el oro
prestado. Todo un negocio para este humilde genovés que presume de ser
tu amigo.
>>
Y ahora, cuéntame que os trae por estos rumbos a ti y a tu joven hijo. Pues,
verte me ha extrañado, sobre todo por no haber recibido ninguna misiva que
anunciara vuestra llegada.
Mientras conversaban ambos amigos,
surgió de entre la frondosidad de los arbustos que conformaban el jardín, una
bella doncella de aproximadamente mis años, que dirigiéndose hacia donde nos
hallábamos, saludó del modo más gracioso que se pueda imaginar.
— Esta hermosura es Alicia, mi más
preciado tesoro –nos refirió el noble Embriaco—, sin cuya presencia mi vida no
sería nada.
Alicia aprovechó el instante para besar
a su padre con infinita ternura y sonreírme
a mí, como nadie lo había hecho jamás. En ese intervalo de tiempo, imagino que
dejé de ser un niño para convertirme en hombre. Y supe por vez primera lo que era el amor,
aunque no la pasión que la descubría más adelante.
Alicia, que estaba sentada en el regazo
de su padre, viendo que éste no le
prestaba el protagonismo que ella exigía, por encontrarse absorto en
conversación con su amigo Abednebo Barhuni. Me hizo una seña para que me
levantase del asiento, donde me encontraba y que la siguiese.
Caminamos durante un corto trecho entre
una jungla de plantas, la mayoría de
ellas desconocidas para mí, hasta que alcanzamos un raro jardín de
entrecortados cipreses, que Alicia lo denominó como “El Laberinto”, al que me
invitó a que pasase.
—Yo te esperaré al otro lado,
controlando el tiempo que tardas en recorrerlo y dar con su salida. Si logras,
realizar el recorrido antes de que aquel reloj de arena consuma su tiempo, te
obsequiaré con un beso, que es la costumbre.
Así, me interné en lo más íntimo de
aquel insólito boscaje, que parecía haber sido confeccionado por una mente prodigiosa, capaz de construir todo
una maraña de travesías idénticas que no conducían a ningún lugar y que te
hacían avanzar o retroceder hacia un lugar distinto o semejante sin que
pudieras notar la diferencia.
Cuando
llevaba considerable tiempo intentando localizar la salida, me pareció ver una
sombra que se ocultaba tras uno de aquellos rectilíneos cipreses, retrocedí
rápidamente para percibir su presencia, pero no había nadie. Caminé de nuevo
unos pasos hacia delante y la sombra me siguió, sin que yo pudiera saber de
quien se trataba. Empezaba ya a
preocuparme, cuando una suave mano me rozó el hombro. Era Alicia que
había venido en mi ayuda, pues había imaginado que sería incapaz de hallar la
salida.
—
Lo siento Tuviá, no te has merecido el beso que te tenía reservado si superabas
la prueba.
Y
de este modo, me tomó de la mano y me condujo por los intrincados atajos
hasta la salida. En la portilla, que estaba realizada de maderos cubiertos
de la más fina hiedra, me ofreció una
rosa roja, que al intentar tomarla se cayó al suelo. Ambos nos precipitamos en
su busca, intervalo en que nuestras manos se entrelazaron. Lo que aconteció a continuación
fue uno de los sucesos más fantásticos de mi existencia. Los labios de Alicia y
los míos se rozaron por unos segundos, que a mí me parecieron una eternidad, a la par que
nuestros corazones palpitaban desorbitadamente como si fueran a salirse de
nuestros pechos.
Los
siguientes días, mientras mi padre y su amigo el noble Embriaco, preparaban los
menesteres necesarios para nuestro viaje hacia Venecia, Alicia y yo nos
volvimos inseparables. De su mano conocí
Génova y sus más intrincados rincones. Juntos, paseamos por las playas más admirables
de la bahía y en sus aguas nos sumergimos en distintas ocasiones, sintiendo
como nuestros jóvenes cuerpos intimaban
como ya lo habían hecho nuestras almas.
En
una de aquellas marinas, cogidos de las manos, nos prometimos amor eterno y
sellamos nuestros cuerpos por vez primera.
CAPÍTULO
V
A la semana justa de llegar a Génova
partimos, lo hicimos junto a una expedición de mercaderes, protegidos del noble
Embriaco, que acarreaban con largas hileras de mulas, sendos fardos cargados de
especies traídas de más allá de los Balcanes y cuyo destino era la rica ciudad
de Venecia.
Las primeras jornadas cabalgamos
siguiendo la ribera del río Trébbia, un afluente según supe del Po. Lo hicimos
a través de un sendero muy transitado, al amparo de un hermosísimo valle, de
una lozanía hasta ahora desconocida para mí. En aquellos días, la melancolía se
adueñó de todo mi ser y me fue imposible por
un instante dejar de pensar en mi añorada Alicia. Ni siquiera las
historias que mi padre me relataba,
servían para abstraerme de mi nostalgia.
Así anduve hasta que llegamos a las
cercanías de Piacenza, un lugar que según supe era conocido, por haberse
librado una importante batalla entre las tropas cartaginesas de Aníbal y la de
los cónsules romanos Escipión y Sempronio.
—¿Sabes, que la astucia del jefe
cartaginés —me ilustraba mi padre—, le dio un gran triunfo, a pesar de tener un contingente de fuerzas
inferior a las romanas, que perdieron veinte mil hombres entre muertos y prisioneros?
Dos días más tarde llegábamos a
Piacenza, una pequeña ciudad que me impresionó por la ingente cantidad de
estudiantes universitarios, que pululaban por sus estrechas calles y que nos
recibieron con grandes muestras de satisfacción. Pues sabían que los sirvientes
de los mercaderes eran espléndidos con el dinero, soliendo gastar parte de sus
salarios en interminables borracheras, compartidas la mayoría de las ocasiones
con los jóvenes doctos, que les relataban interminables historias de amor, a
cambio de llenar sus barrigas de descomunales cantidades de pan y vino.
— Piensa hijo mío —me explicaba mi padre
en una de aquellas fondas estridente y humeante que visitamos para almorzar—,
que cuando se es joven el dinero dura poco en las alforjas y más cuando se vive
lejos de los hogares paternos. Estoy seguro, que la mayoría de estos mozos dilapidan los
estipendios de un curso académico en menos de un mes. Posteriormente,
malviven o se dedican a sisar en
tabernas de mala monta algún que otro mendrugo de pan. Otros, los más
avispados, se amanceban con las jóvenes esposas de ricos hacendados que en un
principio les consiguen dádivas para subsistir, pero que con el tiempo se
convierten en despreciables gusarapos que les sacan hasta el último
aliento. De no ser así, proceden a chantajearlas procediendo a informar a sus
cornudos maridos.
Tras aquel alto en el camino, la
caravana reanudó la marcha hacia Ticino, una pequeña aldea que franqueamos en
la siguiente jornada, para a continuación encaminarnos hacia la ribera del
caudaloso río Adda, que superamos a través de una estrecha e insegura pasadera
muy cercana a la ciudad de Cremona, célebre en aquellos lares por sus
interminables conflagraciones entre güelfos y gibelinos, partidarios uno de la
Iglesia y otros del Sacro Imperio Germánico.
Aunque, mis recuerdos son de las ricas
campiñas verdes que conformaban los diferentes labrantíos, sembrados de
verduras y hortalizas perfectamente cultivadas en pequeñas huertas.
En Cremona hicimos un alto de dos días,
que los mercaderes aprovecharon para comerciar con los más ricos hacendados y
suministrarles especies y semillas de los más variados productos. Mientras, mi
padre y yo, nos instalamos en una posada cercana a la plaza de la Comuna, desde
donde nos era posible ver la espléndida fachada de la catedral y salir a pasear
por las intrincadas calles que formaban un entorno agradable y seductor.
Fue en una de estas travesías, en la que
nos encontramos a Yunus, un antiguo amigo de mi padre, natural de Gharnatah,
que realizaba el trabajo de amanuense para quienes lo requirieran. Yunus “el
Granadino” como se le conocía en la ciudad, fue según supe, un popular poeta en
la corte nazarí, pero un verso mal intencionado lo hizo caer en desgracia y
huyendo había llegado hasta aquella parte del mundo. El poeta vivía en la más triste de las
desdichas, apenas lograba algunas monedas para comer y la mayoría de las noches
debía de pernoctar bajo la protección del firmamento.
—El
oficio de escribano de cartas no da para mucho —le contaba a mi padre con
lágrimas en los ojos—. Pero mucho menos da la muerte, sobre todo si eres
asesinado por un verso.
En
estas trajinábamos por las calles de Cremona, cuando una multitud de exaltados
ciudadanos nos envolvió y a fuerza de empujones nos trasladó hasta una
explanada contigua a la plaza de la Comuna, lugar en donde se había habilitado
un cadalso de estrechas dimensiones y que se usaba muy habitualmente, según nos
contó el propio Yunus, para ejecutar a los enemigos políticos del regidor.
—
Actualmente, son muchos los súbditos de ideología gibelina los que sucumben a manos del
verdugo. En Cremona, se dispensa todo a excepción de la traición al credo de
nuestro duque. En este caso de tendencia güelfa –nos refería Yunus algo
anonadado—.
No
habría transcurrido un cuarto de hora, desde que nos arrastraron hasta la
planicie, cuando unos gritos enfervorizados provenientes de las callejuelas
contiguas nos turbaron. Se trataba de los más acérrimos seguidores del duque
que conducían a un reo gibelino hacia el patíbulo. Yunus dijo conocerlo, a pesar de tener el rostro totalmente
desfigurado a causa de los cientos de golpes recibidos de manos de los
bárbaros, que iba encontrando en su marcha.
Como
pudo el inculpado, ascendió hasta el
cadalso, y ya más muerto que vivo, para su fortuna, fue despojado del
jubón y maniatado.
—Es
el conde de Germani, un colaborador del duque –nos decía Yunus, con voz
entrecortada—. En cierta ocasión le presté algún servicio. Y supe por el
despacho redactado, que tendría un mal final. Los presentimientos se han hecho realidad.
No se puede ser amigo del halcón y además ser gavilán.
Cuando
el conde de Germani estuvo dispuesto, le obligaron a ponerse de rodillas y apoyar la cabeza
sobre una barrica. Instante en que
surgió de entre los espectadores un gigante con el torso desnudo y la cabeza
totalmente rasurada. Entre sus brazos portaba en actitud de suspensión, una
ingente espada de doble filo que izó sobre su cabeza. Momento en que los
asistentes emprendieron un desenfrenado griterío.
—¡Muerte
al traidor!, ¡que muera de una vez!
En
aquel intervalo, una comitiva de hombres a caballo, capitaneados por el propio duque, surgieron de un angosto
callejón dirigiéndose hasta el centro de
la planicie, donde dieron las ordenes precisas para que se llevara a cabo la
ejecución.
El
silencio entonces se hizo devastador, tan solo roto por la brisa del aire y por
el relincho de alguno de los caballos de los secuaces del duque.
Inesperadamente el verdugo profirió un tremendo grito, parecido al que
articulan los leñadores cuando realizan su faena, y la cabeza del conde Germani
rodó por entre las tablas del degolladero en un santiamén.
Aquel
acontecimiento me sobrecogió profundamente, sobre todo, cuando un lancero
enarboló la cabeza del desdichado sobre una pica y la paseó entre la multitud.
No podía dar crédito a la atrocidad, aunque sabía que era práctica habitual en
muchos países, incluido mi recordado Reino de Gharnatah.
Al
siguiente día, la caravana reemprendió nuevamente el itinerario, y Yunus el
“poeta maldito” se unió a la comitiva bajo el amparo de mi padre.
Según
supimos, por el propio jefe de la expedición, un durísimo genovés que respondía
al nombre de Apolonio y que montaba siempre un espléndido caballo de tiro de
pelo alazán oscuro y de crines tan doradas como las espigas de trigo en verano,
nos encaminábamos hacia la ciudad de Verona, situada en la región del Véneto,
lugar en que se unían las llanuras y las montañas de la ruta de Brennero.
—Lamento
esta incidencia en vuestro camino mi señor —explicaba el áspero Apolonio, dirigiéndose
a mi padre—, pero un mensajero de la
casa del noble Embriaco, nos ha traído una misiva urgente para que nos
desviemos hasta Verona y acopiemos un nuevo cargamento. De todos modos, el
tiempo que perderemos es mínimo, pues esta ciudad se halla muy cercana a
Padova, que era nuestra siguiente escala.
Fueron
dos jornadas las que tardamos en llegar a esta pequeña y comercial ciudad,
durante el viaje entablé una muy buena relación de camaradería con Yunus, a
pesar de la edad del uno y del otro. Es más, el desdichado poeta se ofreció en
ilustrarme con su erudición, siempre que lo deseara. Hecho que me colmó de
júbilo, pues conforme pasaban los días, iba descubriendo que era un ignorante
de todas las materias que el mundo me ofrecía. Desconocía la geografía de los
países que iba atravesando, las lenguas que hablaban las gentes, la historia
que vivían y hasta el fin de la propia vida.
Fue
Yunus el hombre que me enseñó el gusto por la literatura, comprándome, siempre
que mi padre le proporcionaba el dinero, algunas obras interesantísimas que abarcaban desde la
poesía hasta tratados de navegación.
La
ciudad de Verona en nada se parecía a la de Cremona, esta era pequeña y muy
ordenada, sus gentes que no eran muchas parecían tranquilas y bien asentadas.
La mayoría eran comerciantes y agricultores. A los primeros se les conocía,
según me informó Yunus, por la facilidad que tenían en proyectar sus
mercaderías por las lejanas tierras colindantes con el golfo Pérsico. En Verona
nos detuvimos un día, el tiempo suficiente para atesorar las mercaderías
adquiridas por los siervos del noble
Embriaco. Éstas eran muy especiales, según nos informó el rudo Apolonio, pues
no se trataban de telas preciosas, ni de semillas para la labranza y mucho
menos de especies desconocidas. La mercancía adquirida y que la caravana había
de transportar, eran doncellas galas, de blanca piel y ojos tan azules como el
mismo cielo. Esclavas que habían de ser ofrecidas a los mejores mercaderes de
Venecia para que las vendiesen en tierras tan lejanas como las de Armenia o en
el Imperio de los Ilján.
Aquellas
cautivas no iban encadenadas, ni enjauladas, ni arrastradas sin misericordia
por sus guardianes. Cabalgaban cómodamente sobre los lomos de tranquilos capones que ni se
inmutaron al cambiar de manos. Pudimos contar una docena de muchachas, todas
ellas muy bien enjaezadas y protegidas cada una por dos negros de tamaño
descomunal, que eran eunucos propiedad del noble Embriaco, adquiridos en el
lejano país de Sudán.
La
comitiva, a pesar del atractivo colorido y sensualidad que montaba, nos produjo
un verdadero pesar a Yunus, a mi padre y a mí. Al saber que la mayoría de
aquellas jóvenes cautivas habían sido raptadas de forma desalmada por bandas
especializadas, para posteriormente
comerciar con sus vidas. Los beneficios de aquellas gentuzas eran
cuantiosos, sobre todo, para los cabecillas que solían obtener grandes sumas de
oro por el rescate o la venta.
Eran
muchos los ricos musulmanes, los que abastecían sus harenes de adolescentes
francas de piel transparente y cabello bermejo, que les causaban un deleite
sensual al que no estaban acostumbrados. Llegando en muchas ocasiones a
tomarlas por primeras esposas, por lo que muchos de los descendientes de estos
sarracenos eran de tez blanca y ojos tan azules como las aguas del océano.
Al
segundo día de viaje, tras abandonar Verona, nos internamos en un bosque de
helechos y coníferas ya muy cercano a la ciudad de Padova, donde el follaje era
tan espeso que tuvimos que descabalgar en distintas ocasiones para abrir camino
a través de la frondosidad.
El
rudo Apolonio, que siempre había dado muestras de ser un jefe templado, empezó a impacientarse pues
era muy cuantiosa la naturaleza de las mercancías, para quedar atrapados entre
las ramas de los árboles, como vulgares palomas caídas en las redes de un
cazador.
—Nunca
hubiera imaginado, que este camino tan seguro —nos contaba indignado— hubiera
sufrido cambios tan lamentables desde la última primavera. Si lo hubiéramos
intuido, habríamos tomado una ruta alternativa, que aunque es algo más larga,
nos habría proporcionado la seguridad
que ahora carecemos.
>>El
entorno me da muy mala espina. Dios nos proteja durante la noche, pues tengo la
corazonada de que alguna banda de salteadores nos va a atacar.
Pero
la suerte pareció aliarse con nosotros y la noche transcurrió tranquila, aunque
no sosegada. Siendo muchas las guardias que se llevaron a cabo y numerosas las
partidas de centinelas que recorrieron los entornos para salvaguardar nuestra
protección.
Con
la primera claridad del alba la caravana reemprendió nuevamente la marcha,
aunque con anterioridad tuve tiempo para realizar un frugal desayuno y asear mi cuerpo. Para tal
menester, me dirigí hacia un cercano riachuelo por el que transcurrían unas
acompasadas aguas y mientras sumergía mis pies en su cauce, pude observar
en un cercano recodo a las jóvenes
esclavas asear sus lustrosos cuerpos ante las miradas represoras de los
eunucos.
Como
mejor pude y sin ser observado me fui aproximando hacia el grupo de cautivas. Y
fue de ese modo, como tuve ocasión de poderme recrear hasta el éxtasis con los
cuerpos más bellos que hombre alguno pudiera imaginar.
Había
muchachas rubias de pelo ensortijado y pechos suntuosos, otras en cambio eran
de cabello lacio y rotundas caderas, también
las había pelirrojas de piel lechosa y pubis encrespado. Todas y cada
una de ellas tenía su gracia, sobresaliendo del conjunto una joven de cabellos
rizados y morenos, que parecía hallarse entre aquellas aguas y la tupida maleza
en su ambiente. Todas sus compañeras no hacían más que pronunciar su nombre,
que según supe era el de Valeria.
Valeria
no parecía cohibirse ante la mirada de
sus guardianes, a pesar de su desnudez. Es más, se mostraba altiva y
provocadora como si se regocijara mostrando sus beldades ante los ojos
impertérritos de los eunucos. La
muchacha en nada se asemejaba con el resto de sus compañeras, ella era de piel
sedosa y cobriza, en la que incidía unos negros pezones que parecían mirar al firmamento en todo
instante. Mientras retozaba en las volubles aguas y lavaba sus zonas más
íntimas sin pudor alguno, pareció percibir mi presencia. Y dirigiéndose al más cercano de los castrados, le demandó autorización para
ir a orinar.
Fue
entonces cuando se encaminó hacia donde yo me encontraba oculto, y antes de que
me diera tiempo a marcharme, la tenía ante mis ojos. Me habló de un modo suave,
casi imperceptible, haciéndolo en un dialecto árabe que pude entender.
—Si
me ayudas a escapar te recompensaré con todo el oro que desees, soy la hija del
emir Abu Tamman y fui raptada cuando viajaba hacia el reino taifa de
Tzeitelkusta para ser desposada con un
importante príncipe.
Mientras
me susurraba toda su historia, pude percibir el aroma delicado de su piel y
hasta sentir los latidos de su corazón. Aunque aquellos leves instantes de
conversación cesaron inesperadamente, pues uno de los guardianes viendo la tardanza de la joven cautiva se alarmó y comenzó a llamarla.
—Prométeme
que me ayudarás, sé que eres el hijo de alguien importante —me dijo, a la par
que aproximaba una de mis manos hasta su voluptuoso pecho— y puedes
conseguirlo. Si no es así, me quitaré la vida en cuanto me sea posible. Ahora
debo marcharme, pero antes dime tu nombre.
—Me
llamo Tuviá y soy el primogénito de los hijos del mercader andalusí Abednebo
Barhuni...
Aquellas
palabras fueron las únicas que acerté en decirle a la bella Valeria, haciéndolo
mientras ésta se alejaba de mi lado contoneándose.
Durante
el resto de la jornada me fui casi
imposible dejar de pensar en las palabras de mi nueva amiga, y fue ese el motivo que me impulsó a averiguar,
preguntando a Yunus sobre el destino final de las cautivas.
—Según
tengo entendido, mi joven amigo, todas esas bellas esclavas van a ser enviadas a recónditos lugares del lejano
Oriente, donde engrosarán los más ricos harenes que hombre alguno pueda
imaginar. En ellos, se convertirán en el objeto de deseo más apreciado de sus
opulentos amos. Con seguridad —continuó contándome Yunus — te puedo decir, que
dentro de varios años, algunas de estas hermosuras controlarán los hilos de la
política de más de un pueblo.
No
había finalizado mi fiel Yunus su explicación, cuando se acerco Apolonio, sobre
su cabalgadura, para conversar sobre las dificultades del viaje. Hecho que
aproveché para ponerme junto al alazán y preguntarle muy sutilmente por
Valeria.
A
la sazón, el jefe de expedición, sin hacerse rogar mucho, comenzó a
pormenorizarnos la historia de cada una de las cautivas y en particular la de
la exuberante Valeria.
Era
verdad lo que la joven me había contado aquella mañana. Pero lo que ésta
desconocía era que ya se encontraba adjudicada por una cantidad de oro
inimaginable al último gran maestre de los asesinos de Alamut, en las
recónditas montañas de Persia, donde según contaban los viajeros y mercaderes
que se habían adentrado en aquellos confines, se hallaba el más oculto y
suntuoso harén que podamos imaginar. En aquellos dominios desolados, los
legatarios de Hassan Ibn Saba continuaban haciéndose con la posesión de las más
bellas y sutiles esclavas para que embaucaran a los discípulos más intuitivos
hacia las simas de la sabiduría y el poder, mediante el delicado arte del
conocimiento del sexo y la guerra.
—Hassan
Ibn Saba fue el fue el fundador de una secta de fanáticos ismaelitas —contaba
Apolonio a Yunus, mientras yo escuchaba silenciosamente, a la par que los
caballos marchaban imprimiendo un paso lento pero seguro—, a los que condujo a una guerra santa contra el
colosal imperio otomano. Fue durante el año 1092. Y cuentan, que con tan sólo
un puñado de guerreros arrasó a los poderosos turcos, empleando el arma de la
ilusión entre sus adeptos. Para ello, los embriagaba antes de las batallas con
vino y hachís, para a continuación conducirlos a lujuriosos harenes, donde las
mujeres más bellas de Oriente los aguardaban haciéndose pasar por las huríes de
los jardines de Alá, allí amaban a los jóvenes guerreros hasta extremos
imposibles, haciéndoles creer que se encontraban en el Paraíso y que todos
aquellos que dieran su vida por la causa, volverían nuevamente a sus brazos
para gozarlas eternamente.
>>De
este modo marchaban los guerreros ismaelitas a la guerra contra el turco, con
la convicción de que la muerte era la
mayor de las recompensas. Pues bien, aquel lugar –seguía relatando
Apolonio, mientras golpeaba con un vergajo el anca del nervudo alazán— secreto
es la fortaleza de Alamut, donde terminará viviendo la bella Valeria.
Así
nos aproximamos hasta las cercanías de Padova, cruce viario hacia Venecia y
ciudad de muy ilustres mercaderes y artesanos. En Padova, mi padre conocía a
los Donatello, una ilustre familia de poderosos tejedores, conocidos en la
mayoría de los países árabes y cristianos por la riqueza y sofisticación de sus
ricos telares, que exportaban a Oriente a través de la ruta de la Seda y en
seguras embarcaciones hasta la península Ibérica.
Aquella
noche, la caravana de Apolonio propiedad del noble Embriaco, se instaló en los
corrales colindantes al mercado y mi padre, Yunus y yo nos dirigimos hacia
el barrio de Cortona, donde se hallaba
la residencia de los Donatello. Mientras caminábamos por las suaves pendientes
de aquella y próspera ciudad, pude ver como una escolta de eunucos trasladaba a las cautivas hasta una
cercana hospedería, para que pudieran asearse, ungirse y depilarse como
correspondía a seres tan especiales.
Nos
sobrepasaron tan cercanamente que me fue fácil distinguir a Valeria, que iba
protegida por un dúctil velo de tonalidades claras. Recuerdo que nuestras
miradas se cruzaron por unos instantes en
la callejuela, y entonces supe que haría lo imposible para liberarla de su
esclavitud.
CAPÍTULO
VI
La
mansión de los Donatello en nada se
parecía a la del noble Embriaco, aquella se hallaba construida sobre la cumbre
de una cima desde donde se podía observar toda la bahía de Génova, al mismo
tiempo que disponía un singular jardín exterior. En cambio, la mansión paduana
de los Donatello era una vivienda muy ostentosa tanto exterior como
interiormente, que se había cimentado en el sector de los artesanos, para así
facilitarles el desplazamiento hasta los telares. Ocupaba el edificio una
manzana completa del barrio de Cortona, y en sus pertenencias podían reunirse
durante la jornada laboral más de un
centenar de tejedores.
La
familia Donatello había creado a través de varias generaciones uno de los más
importantes telares de la región, hilando en sus naves la mayoría de la lana
importada de la lejana Inglaterra. Germánico
Donatello, el amigo y accionista
en muchas ocasiones de mi padre, era el primero de los “pelaire” de Padua. Su
profesión, no solo consistía en transformar la lana en paño y posteriormente
teñirla, sino que había de realizar largos viajes a diferentes países, para
adquirir el mejor producto en las más importantes haciendas.
Para
ese quehacer, Germánico Donatello necesitaba viajar con un cuantioso caudal por
lugares ciertamente comprometidos. Era por lo que poseía un imponente cortejo
personal, más parecido a una milicia que a una caravana de comerciantes.
Los
“pelaire” no solo compraban la lana en los grandes pastizales, también lo
hacían a los pequeños pastores, de los que solían aprovecharse ofreciéndoles
precios irrisorios.
En
ocasiones, aquellas caravanas se veían envueltas en guerras intestinas,
revueltas feudales y hasta con graves epidemias de peste o cólera. Sucesos que
les producían enormes pérdidas económicas y humanas.
Cuando
llegaba a Padua la lana adquirida, la familia Donatello solía tener preparado
en sus naves a un determinado número de hilanderos, que instantáneamente
transformaban el género en madejas, no sin anterioridad haber hilado y cardado
la lana. Una vez finalizado este
proceso, las madejas eran entregadas a los tejedores, que procedían a su
acabado en el batán, para consecutivamente teñirlas en diferentes tonalidades.
Después
se ordenaban las balas con las piezas y se llevaban a vender a las tiendas,
mercados y ferias. Los Donatello no solo comerciaban en su región, sino que en
la mayoría de las ocasiones organizaban caravanas de
heterogéneos géneros con destino a los más alejados puntos del Oriente.
Cuando
llegamos a las puertas de la mansión de
la familia Donatello, un joven lacayo nos franqueó el paso como era su
obligación, hasta que mi padre se identificó.
—Soy
el mercader andalusí Abednebo Barhuni y desearía que tuvieras a bien en
informar al ilustre Germánico Donatello de mi llegada.
—Lo
siento señor —dijo el criado con ciertos aires de distanciamiento—, mi amo se
encuentra ausente, visitando las posesiones familiares en la isla de Cerdeña.
Ahora bien, si lo deseáis puedo avisar a mi ama de vuestra presencia.
Y
así lo hizo, para minutos más tarde volver junto a una doméstica que nos invitó
a seguirla a través de infinidad de pasillos y pasadizos de un lujo extremo, hasta que llegamos a una
dependencia situada en el primer piso de la residencia. Sentada en la banqueta
de un bufete se encontraba Isabel Donatello, la esposa del ilustre Germánico
que nada más ver a mi padre se le acercó para ofrecerle su morada en nombre su
marido.
—Espero,
que tengáis a bien compartir este techo junto a vuestro hijo y el amigo que os
acompaña. Antonia, la sirvienta que os ha traído hasta mí, os acompañará hasta
vuestros aposentos. Desearía que os sintierais como en vuestra casa, y sería
para mí y los míos un honor compartir la cena de hoy con vos.
De
esta forma tan cortesana nos ubicamos en la residencia de los Donatello. A
mi padre lo instalaron en una habitación
en la planta de principal, mientras que Yunus y yo compartimos estancia
conjunta en el piso superior de la vivienda.
—Yunus
te he de pedir un favor y un consejo –le dije nada más encontrarnos a solas—.
Hace unos días conocí a la esclava Valeria, aquella de cabellos oscuros y ojos
verdes esmeralda, la que ha sido vendida a los guerreros ismaelitas para formar
parte de su harén. La joven me habló en un momento de libertad que tuvo,
mientras las demás compañeras se bañaban en el arroyo.
>>Valeria
dice ser la hija de un emir llamado Abu Tamman y fue secuestrada cuando viajaba
hacia el reino taifa de Tzeitelkusta para desposarse. Al verme escondido tras
unos matorrales se dirigió en su desesperación hasta mí, para pedirme que la
ayudara a escapar.
>>Sé,
me dijo, que la tarea es imposible, pero necesito que me prometas tu auxilio
para poder mantenerme viva, de otro modo estoy dispuesta a cortarme las venas y
morir desangrada.
>>Y
yo, Yunus con tu ayuda o sin ella, estoy dispuesto a liberarla. Debes hacerlo,
por la amistad que nos une. Y por favor, hemos de intentar que el plan no
llegue a oídos de mi padre.
El
poeta granadino no podía dar crédito a sus oídos, teniendo que tomar asiento en
un taburete cercano para digerir todo la desventura que le había narrado. No
podía ser, pensó, que aquel muchacho que hasta ahora se había mostrado tan
reservado y juicioso perdiera la cabeza por
una promesa hecha a una mujer.
—Mi
querido joven amigo, deja que te cuente una historia –me dijo mientras me
invitaba a tomar asiento junto a él—. Hace muchos años, mucho tiempo antes de
que tu hubieras nacido, yo era un hombre ilustre y distinguido en la corte de
Muhammad I de Gharnatah. Por aquellos días mis versos corrían de boca en boca a
través de todas las callejuelas y plazas del Albaycín. Cuando salía a pasear
todos los vecinos con los que me cruzaba en mi camino me saludaban mostrándome
su respeto, otros en cambio, lo hacían con acritud porque me envidiaban. No
podían comprender que un joven imberbe pudiera disponer de los favores reales
nada más que por su habilidad en la
composición de versos.
>>Tantos
unos como otros me eran indiferentes,
trayéndome sin cuidado lo que pensaran o dejaran de pensar. En aquellos días,
lo único que me satisfacía era el aprecio real por lo que ello suponía, las
mujeres por los placeres sexuales y seguir componiendo versos que produjeran el
deleite, la admiración ciudadana y la envidia de muchos.
>>Ninguna
noche dormía solo, haciéndolo siempre en compañía de la más bella de las
cortesanas que Muhammad me asignaba. Unas veces lo hacía con jóvenes musulmanas
de cabellos oscuros y piel suave, otras en cambio con cristianas cautivas de
ojos azules y mirada tierna como la de un cervatillo y en la mayoría de las
ocasiones con muchachas procedentes de la lejana Nubia, tan oscuras como el
azabache y de pechos tan redondos como manzanas.
>>Pensaba
que era el rey del mundo y que mi vida valía muchos más que la de cualquier
persona. Disfrutaba yendo a la Alcaicería y adquiriendo las mejores telas para
que el alfayate del propio Muhammad me confeccionara las más ricas vestimentas,
también me deleitaba perfumándome con las más ricas fragancias traídas de las
más recónditas tierras. En definitiva, había momentos en que me consideraba
hasta superior al propio rey.
>>En
cierta ocasión, Muhammad me invitó para que lo acompañara a una importante
subasta privada en la que iba a adquirir
varias cautivas vírgenes procedentes del lejano país de Irlanda. Aquellas
jóvenes esclavas nada tenían que ver con las muchachas que hasta entonces había
conocido. Éstas eran tan altas como cualquier mozo andaluz bien formado y
poseían unos ojos verdes como los limones en primavera, aunque fue la cabellera
crespa y de tonalidades bermejas lo que más me sobrecogió.
>>Muhammad
tras observarlas detenidamente y deleitarse tocándolas sin rubor alguno las fue
seleccionando una a una y según era su costumbre, dejando solamente dos para el
final: las más bellas. Entonces, mirándome con cierta intemperancia me indicó
que yo eligiera la que más me agradare. Y que aquella noche, en mi honor
la desfloraría.
>>Opté
por la más joven, que no debía tener más de catorce años y parecía ser
inteligente, además de poseer un porte distinguido. Recuerdo que dijo llamarse
Rory, cuando le pregunté su nombre,
haciéndolo en una lengua extraña para
todos aquellos que formábamos el séquito real.
>>Aquella
noche Rory durmió con el monarca y perdió su virginidad. En los siguientes días
apenas vimos a Muhammad, éste no abandonó bajo ningún motivo los aposentos
reales, aquellas joven de cabellos bermejos lo hechizó a pesar de carecer de
experiencia amatoria y de desconocer nuestra lengua.
>>Transcurrida
una semana desde el día de la subasta, el rey me hizo llamar a uno de los
pabellones del norte de la Qal´at al-hamra y sentado bajo la sombra de un
elevado ciprés, observando un sereno riachuelo de cristalinas aguas me comunicó
que Rory la irlandesa era la más apasionada y ardiente mujer que jamás había
conocido, que copular con ella, a pesar de su juventud, era como hacerlo con
una de las huríes del Paraíso. Y que estaba dispuesto a convertirla en esposa
real. Aunque primeramente, deseaba instruirla en la doctrina de Mahoma y
enseñarle el árabe, contando conmigo para lo último.
>>Pero
te recuerdo, me dijo mirándome fijamente a los ojos de un modo hasta ahora
desconocido, que si la tocas o intentas seducirla te haré castrar para a
continuación ejecutarte con mis propias manos. Tras la advertencia se aproximó
hasta donde yo estaba y sacándose un anillo engarzado con un precioso zafiro de
su dedo anular, me lo ofreció como
símbolo de nuestra amistad.
>>Las
siguientes semanas, las dediqué a enseñarle el árabe a Rory, a la que Muhammad
hizo llamar Zoraida. La joven era una alumna despabilada y con gran sentido
para el aprendizaje, circunstancia que favoreció mis enseñanzas. Pero, conforme
iba cultivándola en las diferentes materias que conforman la cultura, una
chispa de pasión iba avivando mi corazón. Así, cuando llevaba algo más de tres
meses ilustrándola, me era del todo imposible centrar mis pensamientos en la instrucción. Y sólo anhelaba, embelesarme
en su mirada para soñar que la hacía mía.
>>Un
día, mientras paseábamos por un cercano jardín del mexuar, le ofrecí la
posibilidad de escapar, prometiéndole llevarla si era preciso hasta su lejano
país. Zoraida me recompensó del único modo que podía, dándome su amor. Primero
lo hizo con cierta emoción, traducida en una lágrima. En las jornadas
siguientes, brindándome un suave beso. Y cuando, la pasión nos inundó a ambos,
ofreciéndome su cuerpo prohibido tras el amparo de una protectora madreselva.
>>A
partir de ese instante planeamos la fuga, hecho realmente complicado y
peligroso, fueron muchas las horas las que en
la soledad de mi residencia pasaba conjeturando el mejor modo de
sacar a Zoraida del harén y llevarla
hasta un lugar recóndito donde ocultarla. La complejidad de la empresa se hacía
aún más imposible al no poder confiar a nadie el secreto.
>>Pero
no hizo falta, un día de primavera, mientras nos ocultábamos en un escondite
imposible de descubrir, o eso era lo que nosotros pensábamos hasta entonces,
nos hallaron dos de los domésticos de palacio, que nos oyeron jadear mientras
consumábamos nuestro amor.
>>Los
gritos de los sirvientes rápidamente alertaron a la guardia de eunucos, que
instantáneamente salieron en nuestra persecución, buscándonos por todos los
rincones de la Qal´at al-hamra, pero yo que conocía bien el entorno logré
llevar a Zoraida hasta la cercana cueva de la Perdiz, un lugar desconocido para
nuestros perseguidores y que sirvió durante mi adolescencia para que perdiese
la virginidad con una campesina de anchas caderas y estrecho corazón, en ella
nos refugiamos hasta bien entrada la noche.
>>Cuando
la luna asomó por las cumbres de Sierra Nevada, emprendimos la huida a través
de los cercanos montes, pero yo sabía perfectamente que la empresa era
imposible y que sería cuestión de tiempo el que nuestros agresores nos
encontraran. Zoraida también lo sabía y además estaba dispuesta a morir en
el intento, antes que volver a palacio y
ser ejecutada como una vil ramera.
>>Recuerdo,
que anduvimos toda la noche circundando un camino que nos debía conducir hasta
la alquería de Alfacar, pero la desgracia se cebó con nosotros cuando Zoraida
se dislocó un tobillo al caer por un terraplén. En aquel instante supe que no
podríamos continuar nuestra fuga y que sería mejor refugiarse en cualquier caserío abandonado y
esperar su recuperación. Mientras tanto, yo volvería a Gharnatah ocultamente e
intentaría que alguno de mis amigos me proporcionara dinero y caballería a
cambio de la fortuna que tenía oculta en
un lugar cercano a mi vivienda.
>>La
suerte pareció aliarse conmigo y un viejo prestamista del barrio judío, me
proporcionó dinero y un rocín barato, junto con indumentarias de campesino,
tanto para mí como para Zoraida, aquello no fue
un favor de sana amistad, pues pagué cien por una. Pero valía la pena,
ya habría tiempo para volver a enriquecerse en el futuro.
>>El
viaje de vuelta, hasta el caserío abandonado en donde había dejado a Zoraida un día antes, lo hice con la mayor
cautela, no quería que los perseguidores
de Muhammad me hallasen y diesen al traste con todos mis sueños. Por ello,
cabalgué haciendo círculos e intentando
borrar las huellas del capón, que a pesar de ser feo como una acémila no era
malo caminando.
>>Cuando
estuve cerca de la casona, desmonté y
oculté al capón entre las ramas de unas higueras. Para aproximarme
lentamente hasta el lugar donde unas horas antes había dejado a Zoraida. Algo
en el entorno me sobrecogió, por lo que extremé las precauciones al máximo, no
sabía que podía haber que me hiciera recelar. Así, que decidí rodear la casa y
observar desde un altozano que había a unos quinientos pasos, pero no hizo
falta. En el camino escuché unas voces provenientes de un cercano olivar. Eran
soldados de Muhammad que guardaban las bestias, mientras el resto ya habían
hecho prisionera a mi amada y acechaban ocultamente mi regreso.
>>Aquel
instante fue el más desgraciado de mi existencia, supe que jamás volvería a ver
a Zoraida o Rory, que era como le agradaba que la llamase. Nunca supe más de mi
amor, y nunca más me enamoré de ninguna mujer. Tampoco tengo ningún recuerdo de
su persona, y apenas logro revivir sus rasgos y el tono de su voz, tan solo
mantengo muy presente su amor, que imagino que con los años, si logró
sobrevivir, habrá olvidado.
>>Por
ese motivo, te pido querido Tuviá, que pienses mucho la propuesta que me acabas
de hacer, pues si no logramos liberar a
tu bella cautiva, su vida y la nuestra peligrarán. Además, en un supuesto que
lleváramos la hazaña a buen fin, ¿qué haríamos con la joven, dónde la
ocultaríamos? Todo es una locura, al igual que fue la mía con Rory. Así, que
hazme caso: olvídate del tema y deja que el mundo siga su trayectoria.
CAPÍTULO
VII
Aquella noche la pasé en un estado de
duermevela, soñando a veces con poder liberar a la joven y bella cautiva,
mientras en otras ocasiones la realidad
se hacía patente revelándome que me olvidara de la muchacha. Así que cuando
amaneció me encontraba tan cansado como si hubiera recorrido el océano de
remero en una goleta.
Mientras desayunábamos en la cocina de
los Donatello, intenté en varias ocasiones dirigirme a Yunus para volver a
encauzar la conversación de la anterior jornada, pero el poeta andalusí parecía
estar poco interesado en escucharme, su mirada no dejaba de cruzarse con la de
Antonia la sirvienta. Motivo por el que abandoné la estancia y salí a la calle,
con la idea de conocer algo de la ciudad de Padua.
El primer sitio al que me dirigí fue al
mercado de los artesanos tejedores, que se hallaba en el mismo barrio Cortona,
justamente en una formidable plaza de dimensiones desproporcionadas. En ella
vendían sus telas y vestidos la totalidad de la colectividad de alfayates de
Padua. Era aquella una costumbre singular, y diario habían de montar y
desmontar las barracas para exhibir sus prendas, creando entre ellos una
competencia férrea, en la que se eliminaban los
productos de peor calidad y que no se ajustaban a los precios.
En la plaza, aparte de de los barracones
de textiles, se podían encontrar un conjunto variado de puestos de diferentes
tipos de artículos, entre los que prevalecían
los herbolarios. En los que además de venderse mil especies de plantas
sanadoras, había otras tantas de utilidad fantástica, sirviendo para limpiar de
malos espíritus de las viviendas, para conquistar a la mujer amada o para
envenenar a tus enemigos.
También, en aquella admirable plaza se
podían adquirir cabalgaduras, animales de tiro, piaras de ovejas y hasta de
cerdos. Pero fue un enorme lagarto, de recias escamas, mandíbulas sobrecogedoras
y zarpas poderosas, el que logró estremecerme. Se hallaba encadenado a un
pilote de piedra y apenas podía moverse. De vez en cuando, su propietario lo azuzaba con una
larga pértiga, instante que aprovechaba el reptil para dar un enorme empellón a la cadena que hacía
sacudir el pedrusco como si de un
guijarro se tratara.
Inesperadamente, un bellaco se acercó
con mucho sigilo hasta la bestia y, cuando todos los presentes menos lo
esperábamos, extrajo de un talego un gato de pelo gris, lanzándolo sobre el
descomunal lagarto que lo devoró de un solo bocado, con la misma facilidad que
yo me hubiera comido una cereza.
—Se llama cocodrilo y lo habrán
capturado con seguridad en el río Nilo, allá en el apartado país de Egipto –me
decía Yunus, que me había encontrado por casualidad, a pesar de todo el gentío
que abarrotaba la plaza—. No creas que éste es de los mayores, los hay algunos
que miden hasta diez pasos de largo y
pueden llegar a pesar más que un buey. Él que estás viendo tiene las horas
contadas, con seguridad lo sacrificarán para desollarlo y realizar con su piel,
lindas y costosas borceguíes para las más distinguidas damas.
>>Aunque,
lo más cotizado del cocodrilo son sus genitales, que una vez tratados
convenientemente se utilizan como el más costoso de todos los afrodisíacos,
llegándose a pagar sumas inimaginables. Algunos poderosos nobles de edad
avanzada, lo toman en ayunas antes de cohabitar con alguna de sus protegidas. Y
según cuentan, cumplen como el más agraciado de los sementales.
>>Pero
dejémonos de monsergas y vayamos a ganar algún dinero. Ayer, me dio tu padre
algo de plata por los servicios prestados y desearía acrecentarla. Acompáñame y
verás como se multiplica el capital.
De
este modo dejamos atrás la plaza y
caminamos a través de un sinnúmero de estrechas callejuelas, la mayoría de
ellas plagadas de prostitutas, que se nos mostraban enseñándonos sus pechos, en
ocasiones teñidos de vivos colores. En muchos de los burdeles las colas de
comerciantes y soldados que esperaban satisfacer sus necesidades primitivas
eran enormes, habiéndolos de todas las condiciones, clases y rangos.
No
nos detuvimos, para mi tranquilidad, en ninguno de estos prostíbulos y
continuamos caminando hasta llegar a la
zona portuaria, donde preguntamos a un marino si conocía la calle de la
Fortuna.
—Sí,
la conozco —nos indicó mientras escupía y nos miraba con ojos desconfiados—, si
lo deseáis os puedo guiar a cambio de algo de vuestra plata.
Yunus,
que parecía tranquilo y entendido en este tipo de situaciones, extrajo de su
bolsa una diminuta moneda y se la ofreció al marino, que caminaba dando suaves
trompicones.
—Tú
que miras —me apuntó con malos gestos—, nunca has visto a un hombre cojo caminar por la calle. Pues que
sepas que el hijo puta que me cortó el tendón de la rodilla, ahora se encuentra
en el bandullo de un tiburón. Aunque primeramente le corte los cojones.
La
calle de la Fortuna se hallaba cercana y era muy similar a las atravesadas en
el barrio de las prostitutas. Con la salvedad de que en ésta no había mujeres,
sino hombres que gastaban sus peculios en mil y un tipo de juegos. Encontramos
una taberna, que era conocida por las peleas de perros alanos, ésta no le interesó a Yunus. También estuvimos viendo
combates de fornidos negros, en los que el vencedor debía marcar al dominado
propinándole un tajo en el pecho, como signo de victoria. Pero ninguna de estas
francachelas eran las que buscaba Yunus. Así que acercándose a un bufón, que
hacía las delicias de aquellos bárbaros mostrando su enorme pene, le preguntó.
—Muchacho,
¿es que en esta ciudad nadie juega al “ahogado”?
—Sí,
pero no aquí. Si deseáis hacerlo, deberéis ir hasta el final de la calle y
entrar al garito de la Muerte. En él, podréis satisfacer vuestras
tendencias más peligrosas.
El
antro donde se jugaba al “ahogado” se encontraba en una gruta, a la que se
accedía bajando por unos escalones de piedra terriblemente resbaladizos, por el
moho acumulado a lo largo de los años. Como mejor pudimos, fuimos Yunus y yo
descendiendo hacia el interior, alumbrados de vez en cuando por un hacha que
más que claridad proporcionaba humo.
Al
final de la escalinata se hallaba una cavidad de medianas proporciones que se
comunicaba con una laguna subterránea, mediante una oquedad oscura. El lugar
estaba abarrotado por una multitud de espectadores que a veces gritaban y en
otras ocasiones mantenían un silencio sepulcral. Yunus me hizo señas de que le
siguiese, y así llegamos hasta el corazón de la gruta donde observé unas
estrechas pozas, en las que el agua apenas se agitaba. Fue entonces, cuando
Yunus me explicó el juego.
—El
“ahogado” consiste en sumergirse en una de las pozas y aguantar más que el otro
contrincante, que a su vez se sumerge en la del al lado. Habitualmente este
juego se realiza en barriles de madera, pero por lo que veo en Padua es
costumbre hacerlo en estas oquedades naturales.
>>Aunque
no te lo creas, soy un portento aguantando la respiración bajo el agua. Así,
que prepárate a cuadruplicar mi fortuna. Dispongo de tres intentos para hacerme
con todo el dinero de estos pardillos. El cuarto no suelo hacerlo, pues ya la
resistencia es inferior y podríamos perder todo lo conseguido.
De
este modo tan simple, el erudito granadino se despojó de sus vestimentas,
ofreciéndomelas para que se las guardase, junto con la bolsa del dinero. Seguidamente intercambió
unas palabras con un bellaco, que parecía ser el organizador del evento, y éste
le presentó al que debía ser su primer contrincante: un joven mozo de formas
atléticas y tan alto como un ciprés. Yunus y el mozo se saludaron sin
intercambiar palabra, para inmediatamente introducirse en sus respectivas
pozas.
—Cuando
cuente hasta tres —les informó el bellaco— os sumergiréis en el agujero y
ganará el envite, aquel que más tiempo resista bajo el agua. Yo seré el juez
que anunciará al ganador dándole un golpe con este cayado.
>>Y
ahora, respetable público, ¡hagan las apuestas!
Yunus
apostó la totalidad de sus caudales a doble o nada. Y de esta peculiar forma,
asistí por vez primera al juego del “ahogado”. El primer desafío fue para mí
muy emocionante, sobre todo porque desconocía como iba a transcurrir el envite.
Afortunadamente para Yunus fue muy
cómodo, ya que el joven atleta carecía de poca resistencia, y antes de que
hubieran transcurrido dos minutos sacaba su rubia cabellera del agua. Instante
que aprovechó el arbitro para golpear a Yunus suavemente en un hombro.
Mi
amigo tuvo un tiempo prudencial de recuperación, para a continuación volver a
la misma poza, no sin antes haber conocido a su nuevo adversario, que era un
rechoncho y poderoso hombre de mar, posiblemente buceador de corales en el mar
Adriático.
Fue
este intento el que más me angustió de los cuatro, pues ambos contrincantes
parecían a estar dispuestos a morir ahogados antes de dejarse vencer. Recuerdo
que el primer minuto transcurrió con cierta tranquilidad, todo el público que
se arremolinaba alrededor de las pozas no dejaba de contar en voz alta. Durante
el segundo minuto aquellos que vociferaban comenzaron a dejar de hacerlo, unos
porque ya no sabían contar, otros en cambio, porque empezaban a impacientarse.
De
la poza de Yunus surgieron algunas que otras burbujas de aire, yo desconocía si
aquello era un buen o mal augurio, pues nunca había asistido hasta ahora a un
espectáculo de aquella índole. De este modo, comenzó a transcurrir el tercer
minuto, ya eran muy pocos aquellos que seguían contando. Ciento ochenta, ciento
ochenta y uno, ciento ochenta y dos. Así hasta doscientos, instante en que
todos los presentes comenzaron a guardar silencio. Aquella situación no se
podía prolongar mucho más sin que ocurriera alguna desgracia. Repentinamente,
el agua de la poza del adversario de Yunus comenzó a agitarse, éste debería
estar moviendo los pies desesperadamente o sufriendo algún tipo de calambre.
—Muchacho
—me dijo un individuo que tenía a mi derecha—, tu amigo tiene un buen par de
cojones, o es que ya se ha ahogado.
En
aquel instante, desconocía si Yunus se había ahogado o es que en realidad llevaba razón, cuando me dijo que
era un campeón en esta liza. Mientras tanto, el tiempo continuaba
transcurriendo, el público que contaba, ya lo hacía por el número doscientos
cuarenta. El ambiente estaba que explotaba, cuando repentinamente el adversario
de Yunus saltó del fondo de la poza como
si llevara un resorte en sus piernas. El hombre
apenas podía respirar y estaba tan pálido, como si hubiera vuelto del
mismo infierno.
Entretanto
lo atendían, el truhán que arbitraba el juego se aproximó hasta el agujero
donde se hallaba Yunus y con toda la habilidad que daba la experiencia, le dio
un golpe en el hombro, a la par que le ayudaba a salir del agua.
El
público entusiasmado aplaudía y gritaba pronunciado el nombre de mi amigo, que
todos ya conocían. Yunus estuvo durante varios minutos descompuesto y sin poder
pronunciar ni palabra. Hecho que aproveché para acopiar todas las ganancias
recibidas, que ya se habían multiplicado de un modo considerable.
Cuando
Yunus se recuperó, me dijo que era el momento de volver apostar todo y
retirarse. Pues la experiencia le dictaba que todos pensarían que no lograría
volver a imponerse, y apostarían a su adversario, circunstancia que lo
favorecería si lograba hacerse con la
victoria.
Y así fue. Gracias sobre todo, a que el
nuevo contendiente no estaba muy capacitado y llegando al tercer minuto, salió
del agua ya medio ahogado. Los beneficios de aquella última liza fueron
espectaculares, por lo que apresuradamente los embolsamos en nuestro morral,
dimos una importante propina al truhán que había organizado el juego y nos
apresuramos a partir hacia la residencia Donatello. Ya habría tiempo de contar
la totalidad de las ganancias en otro lugar más seguro.
Al llegar al barrio de la Cortona, el
sol de mediodía comenzaba a declinar por otro menos suave que anunciaba el crepúsculo.
Eran muchas las horas las que habíamos pasado Yunus y yo recorriendo las zonas
más veladas de la ciudad. Ahora,
notábamos la agitación y el esfuerzo acumulado, por lo que decidimos
aproximarnos hasta un cercano y limpio mesón para colmar nuestros estómagos,
que ya nos solicitaban algo con que abastecerlos.
La comida paduana, en nada se parecía a la andalusí. Los platos
meridionales no estaban condimentados con las ricas especies a que nos tenían
acostumbrados los musulmanes. Así que comer era para mi gusto algo insípido y
mediocre. De todos modos, el hambre apremiaba y solicitamos a la mesonera, una
espléndida mujer de rasgos finos y cabellos oscuros, que nos procurara un buen
asado de cordero acompañado de unas jarras
de cerveza amarga.
Mientras hacíamos tiempo esperando el
cordero, pudimos ver en una de los extremos de la estancia al jefe de nuestra
expedición, Apolonio, que compartía mesa con dos insólitos musulmanes.
—Esos deben ser los emisarios de los
ismaelitas —me hizo saber Yunus—, que con seguridad han venido de la lejana
Persia para adquirir a las bellas cautivas. Posiblemente Apolonio esté cerrando
la transacción de la inquietante Valeria. Una fatalidad para la joven, aunque
me alegro por ti, dejarás de meternos en un buen lío.
Cuando finalizamos con el cordero estaba
anocheciendo en Padua, así que decidimos dar un corto paseo por las acogedoras
calles del barrio de los artesanos y conocer sus bazares y tiendas, que eran
muchos. De esta manera llegamos hasta un establecimiento donde se vendían
hermosísimas vestimentas de vivos colores. Un muchacho ataviado con una extraña
escarcela de rombos blancos y negros, nos invitó a que pasásemos y que
recreáramos nuestra mirada ante tales maravillas.
Yunus que andaba sobrado de bolsa no lo
dudó y a los pocos minutos estaba probándome unas admirables botas realizadas
en piel de potro.
—Te agradan, ¿verdad?, pues son tuyas.
Te las regalo —me dijo, mientras pagaba al comerciante— y espero que cada paso
que des con ellas sirva para labrarte un futuro cierto.
Cuando abandonamos el establecimiento,
no sin antes haber cambiado Yunus sus vestimentas algo raídas por otras de lana
y lino de muy buen ver, dispusimos regresar a la mansión de Donatello, donde
nos esperaba mi padre con interesantes noticias.
—Os llevo buscando todo el día, luego me
contaréis donde habéis estado —nos dijo, mientras nos apremiaba a que lo
siguiéramos—, pues he tenido la fortuna de conocer, gracias a nuestra
anfitriona la ilustre Isabel, a Juan de Britto, jefe una caravana propiedad de
mi amigo Germánico Donatello que parte hacia Bagdad con el propósito de
comercializar una partida de piezas de lino. Así que disponemos de dos semanas
para preparar esta nueva etapa del viaje. Habremos de hacernos con unas
cabalgaduras fuertes para poder llevar a cabo tan importante travesía.
CAPÍTULO VIII
En las siguientes jornadas nos despedimos de nuestro amigo
Apolonio, que volvía a reemprender su expedición en dirección hacia Venecia,
haciéndolo ya sin la bella Valeria que se hallaba en poder de sus nuevos amos.
Fue el propio Apolonio quien nos proporcionó el nombre del lugar en donde
deberíamos hacernos con nuestras cabalgaduras. Una abadía denominada Santa
María, que se encontraba a unas leguas en dirección norte y que era explotada por una comunidad de monjes cistercienses.
Para llegar hasta la granja, que era como se conocía la
abadía en el entorno, doña Isabel Donatello nos proporcionó unas mulas y puso a
nuestra disposición un joven sirviente llamado Paolo, que presumía conocer los
alrededores de Padua mejor que nadie. Recuerdo que partimos hacia Santa María muy de mañana,
pues era nuestra intención llegar a nuestro destino a la caída de la tarde, motivo por el que tuvimos que
cabalgar durante gran parte del día, recorriendo una hermosa y fértil ribera de
labrantíos perfectamente roturados de vides, cereales y leguminosas.
Aquellos erales que íbamos encontrando a nuestro paso,
nos hicieron recordar aquellos otros de
la vega, de nuestra lejana Gharnatah. Y los campesinos que eran muy numerosos,
se les podía ver, a unos arando con yuntas de bueyes, mientras otros, abonaban
las hazas con estiércol de cabra o cultivaban la tierra en los sembrados de
plantas textiles, como el lino y el cáñamo, y plantas tintóreas, como la rubia,
el azafrán y el pastel. Ésta última, traída pocos años antes de Flandes para su
labranza. Del pastel o glasto, como se le denominaba en la antigüedad, se
obtenía una pasta moliendo sus hojas, que proporcionaban un tinte azul
indestructible. Las hojas del pastel aportaron a la región norte de Italia un
importante mercado para la exportación, pues no sólo se enviaban a regiones
recónditas de oriente, sino a territorios cercanos como los de Inglaterra o
Al-Andalus.
De esta forma,
llegamos a Santa María un par de horas antes del crepúsculo. La abadía
se hallaba emplazada en el recodo que formaba un río, en un paraje apacible y
con abundante agua. Su estructura era austera, como marca distintiva de la
orden del Cister. Paolo fue el primero
en descabalgar y dirigirse hasta la portería, para hacerle saber al monje
cancerbero de nuestra llegada. Entretanto éste iba a buscar a alguno de sus
superiores, tuve tiempo de percibir el compacto conjunto de las edificaciones,
todas ellas realizadas con la mayor sobriedad. Como lo manifestaba la falta de
campanarios de piedra sobre la iglesia y la decoración del conjunto que era de
mucha austeridad.
—La causa de tal rigor en las costumbres de estas
congregaciones —comenzó a referirnos Yunus, que siempre demostraba estar a la altura
de los hechos— está influenciada por una serie de pautas establecidas por San
Bernardo, que impuso el ascetismo en la vida de los monjes, así como la rigidez
en la construcción de las edificaciones y sus interiores. Nada de pinturas,
esculturas, vidrieras o pavimentos de color; nada en definitiva que pudiera
distraer la atención de los monjes de sus abstracciones.
Mientras Yunus nos informaba sobre las interioridades de los
monasterios cistercienses, pudimos advertir como se aproximaban hacia nosotros
un par de monjes. Uno de ellos era el portero, el otro un joven de no más de
treinta años que resultó ser el abad Esteban Valbuena.
—Perdonadme hermanos en Cristo, que os hayamos hecho esperar
estos minutos —comenzó diciéndonos el prior de la congregación—, pero nuestro
cancerbero no sabía donde localizarme. Y para el asunto que os trae a Santa
María, nadie os podría atender que no fuese yo, que además de abad de este
humilde monasterio, soy el único instruido en cuanto a la cría y venta de
nuestros magníficos caballos cruzados en las razas Avellinum y Árabe.
>>¡Pero pasad, por Dios!,
no os quedéis en la puerta. Entrad y compartid este hogar con sus piadosos
moradores, todos servidores de Nuestro Padre Celestial.
Y en diciendo estas palabras, el abad Esteban se acercó hacia
nosotros, para indicarnos que lo siguiéramos hasta la hospedería, aposento muy
cercano a la portería y de dimensiones perfectamente estudiadas para comodidad
y recogimiento de los huéspedes.
—No os preocupéis de vuestras mulas —nos dijo el abad, que
controlaba la situación con la prudencia de un monarca—, ya he dado órdenes
para que sean aseadas y reciban el forraje adecuado. Ahora si lo deseáis,
descansad hasta la hora de la cena, en que mandaré que os recojan para que la
compartáis con los hermanos de la congregación.
Un ruido muy suave y
de origen incierto me despertó cuando aún no era de día, pertenecía al
sonido de una campana que llamaba, según me informó mi padre, a maitines.
Momento en que el monje cancerbero surgió como por encantamiento del exterior
hasta la hospedería, para informarnos que al amanecer, tras los rezos, nos
esperaba el abad Esteban en su gabinete para compartir el desayuno e
informarnos sobre los asuntos que nos habían traído a Santa María.
—Mientras tanto, si lo desean podéis pasear por el huerto de
la abadía y degustar nuestras excelentes manzanas. Según dicen, son las mejores
de calidad y sabor que se crían en la comarca.
El huerto se encontraba en la zona posterior de la iglesia,
para llegar hasta él, tuvimos que atravesar gran parte de la abadía,
encontrándonos a nuestro paso con la cocina, en la que se notaba cierta
actividad por parte de los asistentes, que se afanaban en organizar la primera
comida del día. También nos tropezamos con el calabozo, un pequeño habitáculo
de unos pocos pasos de largo y otros menos de ancho, que según pude comprobar
estaba vacío. Justamente enfrente y comunicándose con la cocina se hallaba el
refectorio, lugar donde nos agasajaron la noche anterior con queso, pan y manzana. Todo un ágape para aquellos monjes,
acostumbrados a cenar una simple sopa de cebolla y un trozo de pan.
Tras dejar atrás el refectorio, nos encaminamos hacia un
edificio de dos plantas, que según pudimos descubrir se empleaba como
dormitorio de los monjes en la parte superior y scriptorium en la inferior. La
curiosidad me arrastró hasta las vidrieras exteriores y tras ellas pude
descubrir una rica biblioteca y una serie de escribanías perfectamente
alineados.
—Son los bufetes de los monjes escribanos —me indicó Yunus,
mientras se empinaba para observar a través de
los vidrios—, cada uno de estos letrados tiene el cometido de
transcribir una serie de manuscritos y convertirlos en libros. Gracias a esa
labor inestimable, la sabiduría de los grandes hombres, queda reflejada en un
conjunto de obras de valor inestimable de la que muchos nos alimentamos en la
posteridad.
Con las primeras luces del alba llegamos hasta los huertos,
que como se hallaban perfectamente roturados y espaciados unos de los otros, mediante
unas veredas perfectamente marcadas. Cada huerta, más que un sembrado parecía
un vergel, habiéndolas con una importante variedad de productos. Descubrimos
batatas, legumbres, verduras y diversos plantíos de árboles frutales; entre los
que se encontraban los manzanos de los que nos había hablado el monje
cancerbero.
Cuando llegamos al bufete ya había amanecido, y el abad
Esteban nos esperaba sentado ante una sencilla mesa de roble, resolviendo junto
a otro monje, una serie de documentos. Nuestro joven anfitrión no nos hizo
esperar mucho. Y a una señal suya, nos indicó que lo siguiéramos hasta un
reservado adjunto donde ya se hallaba asentada una mesa con las más opulentas
viandas que hubiéramos podido imaginar.
—Sentaos y compartid estos excelentes productos de nuestra
más selecta cosecha. Perdonad, que yo no lo haga pero mis votos cistercienses
de ayuno me impiden satisfacer mis apetencias de intemperancia. Me conformaré
con observaros, tomando este pedazo de pan y una jarra de leche, es más de lo que debo.
>>Y ahora, si os parece,
conversemos sobre el motivo de vuestra visita, que según tengo entendido es la
pretensión de adquirir tres buenas cabalgaduras para realizar un largo viaje, a
través de frías montañas, ardientes desiertos e infinitos caminos. Pues bien,
habéis acertado al pretender haceros con tres cabalgaduras de nuestro cruce de
razas Avellinum-árabe. Creo, y no os engaño, que son las más adecuadas, aunque,
también he de deciros que su precio es elevado. El motivo no es otro que la gran
demanda que tenemos de mercaderes, aventureros y viajeros de relevancia.
Mientras el abad Esteban realizaba esta alocución más propia
de un mercader judío, como era mi padre, que de
un hombre de iglesia. Yunus, mi padre y yo, nos entreteníamos degustando
los excelentes manjares con los que nos habían obsequiado. Eran todos de la
elaboración sencilla, pero no por esto menos exquisita. De entre todos,
resaltaba la manteca de vaca con sal, que untada con pan de centeno resultaba
excelente para el paladar.
—El origen de nuestros caballos fue el de una raza que
se denominaba Haflinger, que se criaba
en las regiones montañosas—continuaba contando el abad, con la obsesión de
aquel que desea desvelar la esencia de los más preciado— que rodeaban el Véneto
y la Toscana, donde se les destinaba a
realizar trabajos de tiro ligero en las
tierras de labor. Con el tiempo, tras ser cruzados con sementales de
la raza árabe, dejaron de ser animales para el laboreo y se fueron transformando en magníficos corceles de
monta, que actualmente destacan por su resistencia física y firmeza de paso,
así como la capacidad de abrirse camino por montañas intrincadas en condiciones
invernales y zonas desérticas con temperaturas extremas.
>>A nuestros caballos se
les conoce por las tonalidades de su pelaje, que son siempre alazanas en el
cuerpo, aunque no así en la cola y
crines que suelen ser doradas. Los ejemplares que criamos en la abadía son muy recios y
sobretodo vigorosos, y se han hecho famosos en
toda la región por su docilidad
y longevidad.
De esta forma el abad
Esteban dio por concluido el desayuno, invitándonos a que lo siguiéramos hasta
las caballerizas para mostrarnos una serie de capones que tenían para vender.
Los establos se hallaban en la zona norte del convento, en
unas edificaciones concretas que nada tenían que ver con el conjunto. La
estructura de estas cuadras se encontraba alzada en madera, y era muy peculiar.
Ni mi padre ni el bueno de Yunus jamás habían visto uno establos similares,
hallándose los animales encuadrados en departamentos individuales y separados
por unos pasillos centrales.
—Este sistema de estabulación lo ideé para que nuestros
animales poseyeran una mayor comodidad e higiene, circunstancia que favorece su
crianza. Lo vi por vez primera en oriente, en un viaje que realicé durante mi
juventud hasta Bagdag, acompañando a mi padre que era mercader de telas. Durante mi estancia en la medina fue cuando
por vez primera me interesé por los caballos, pues tuve la fortuna de conocer a
Taki-ed-Din, un poderoso jeque árabe que organizaba su tiempo libre reuniendo
bellas muchachas para su harén y criando los mejores caballos árabes de
Oriente.
Una vez recorrimos las instalaciones y nos recreamos viendo
los robustos Avellinum-árabes, a los que no se les podía catalogar de hermosos
pero si de vigorosos y fornidos. El abad Esteban mandó sacar de sus respectivas
cuadras a tres caballos de pechos prominentes y cuello y cuartos musculosos.
Cuando los vimos de cerca, lo que más nos llamó la atención
de aquellos insólitos animales fueron sus patas, extremadamente cortas, y sus
amplias grupas, que parecían estar dispuestas para poder soportar todo el peso
del mundo.
No hizo falta mucho tiempo para que llegaran a un acuerdo mi
padre y el religioso. Y así, mucho antes del mediodía partíamos de Santa María
en dirección a Padua, montando tres Avellinum-árabes de pelo rojizo y crines
plateadas.
Durante las siguientes jornadas, antes de que la caravana de
Juan de Britto estuviera lista para partir, nos proveímos de todo el material
necesario para un largo viaje por zonas totalmente diferentes a las todavía
recorridas, donde la climatología en nada se parecía a la mediterránea. Yen la
que la meteorología sería extrema.
—Cuando nos adentremos en las perpetuas arenas de los
desiertos —nos comentaba mi padre muy seriamente—, tendréis la oportunidad de
comprobar los cambios más bruscos de temperatura que se conocen, pasaremos en
muy pocas horas, de estar soportando un calor imposible, a helarnos como si nos
halláramos en las cumbres de nuestra Sierra Nevada durante los días del
invierno más crudo.
>>Por ello, os aconsejo
que iniciemos esta segunda parte de nuestro viaje hacia las tierras de Sultanato
de Delhi lo mejor pertrechados posibles. No sólo de cabalgaduras, que
afortunadamente ya las tenemos, sino con las vestimentas adecuadas y los
enseres necesarios para tan larga travesía.
Así y gracias a la experiencia de mi
padre, Abednebo Barhuni, adquirimos unas chilabas realizadas con lanas de
primera calidad, que nos servirían para protegernos de las variaciones extremas
del clima. También nos hicimos de unas mantas de pelo de camello, que además de
ser totalmente aislantes nos ayudarían en nuestro descanso, gracias a la
delicadeza de su textura.
Como
colofón de las compras hallamos en un bazar, al que fuimos recomendados por
nuestra anfitriona Isabel Donatello, unos odres curtidos con estómagos de vaca
y recubiertos de piel de cabra, que se utilizaban en las largas travesías por
los desiertos y montañas para conservar la temperatura deseada del agua a modo
de termo.
Con
la obtención de los pellejos de vaca dimos por ultimada nuestra estancia en
Padua y tras despedirnos de nuestra anfitriona Donatello, a la que mi padre agasajó regalándole un bello
estilete de plata y empuñadura de nácar con incrustaciones de piedras
preciosas, partimos para enrolarnos en la caravana de Juan de Britto.
La
expedición patrocinada por Germánico Donatello y capitaneada por de Britto, era
de unas dimensiones impresionantes. En nada se parecía a la conducida por el
áspero Apolonio. Ésta, podía afirmar, era una ciudad ambulante, donde además de
la infinidad de piezas de lino perfectamente embaladas, para su transporte y
llevadas a lomos de mil y una mula
ruana, disponía de una legión de
pequeños mercaderes y aventureros, que se acogían a la seguridad que le
proporcionaba la caravana, para realizar el largo viaje. Así, pudimos reparar
en los grupos conformados por mayoristas que transportaban importantes cargas
de cereales, paños y cueros. Igualmente observamos a una significativa caterva
de aventureros, que bajo el amparo de la expedición buscaban llegar a nuevos
mundos donde iniciar una vida soñada, aunque luego la realidad sería otra y la
mayoría volverían a su país al cabo de unos años, enfermos, exhaustos y
desesperados. Los que no, morirían a causa de las perversidades que les
brindara el destino, que en aquellos lugares eran muchas.
El día de
la partida, Juan de Britto nos anunció que la primera etapa nos llevaría hasta
la célebre ciudad de Venecia, donde se había fletado una flota de embarcaciones
de gran cabotaje en las que navegaríamos hasta el puerto de Acre, muy cercano a
la ciudad de Jerusalén.
—Pero
antes, deberemos llegar a Venecia –nos decía de Britto, mientras montaba en su
caballo alazano— y asignar a cada
embarcación su cargamento y pasajeros, toda una labor de sincronización que mis
hombres cumplirán con la destreza que les ha conferido la experiencia. Así, que
si me lo permitís voy a dar la orden de salida. Espero que tengáis un buen
camino, y si necesitáis cualquier cosa, no dudéis en llamarme.
La ruta
hasta Venecia era de unas diez leguas aproximadamente y el trayecto fue muy
apacible, pues tuvimos la fortuna de contar con un tiempo extremadamente
benigno. Mi padre, como era habitual en él, pasó gran parte de la jornada
cabalgando en solitario al amparo de la hueste de la expedición. En cambio, yo
lo hice junto a mi entrañable amigo Yunus que siempre me descubría el mundo a
través de la conversación. Durante aquel trayecto, me fue instruyendo sobre
Venecia, la ciudad comercial más
significativa de esta parte del mundo. De este modo supe, que tan insigne
ciudad se cimentaba en una laguna, sobre un archipiélago conformado por ciento
dieciocho islotes, que se encuentran a media legua de tierra firme y muy
cercanos al mar Adriático, hallándose establecida al amparo de los cordones
litorales de Pellestrina, Lido y Cavallino
—El acceso a la población —me seguía refiriendo
Yunus, a la par que arreaba a su
avellinum, al que llamaba Ruber y que tenía la fea costumbre de morder el
bocado mientras marchaba—, como tendrás ocasión de comprobar en cuanto
lleguemos, se realiza desde la zona portuaria, mediante unas barcazas que
llaman góndolas. Nuestra flota, imagino, que se encontrará varada en uno de los
fondeaderos sito en el delta del Po, y que ofrece mayor facilidad para un
embarque tan colosal como esta expedición.
>>Debes saber, que la
ciudad se haya instituida bajo un poderoso estado y que la mayoría de sus
ciudadanos se dedican al comercio. Estos avezados mercaderes, no sólo
comercializan con el Oriente, sino que llevan sus productos hasta países
asentados en el Atlántico, como Inglaterra o Flandes.
>>El poderío económico de
Venecia es tal, que acuña su propia moneda en oro, a la que denominan ducado.
En esas
explicaciones andábamos cuando llegamos hasta Mira, una bonita población junto
al cauce de un río que llamaban Brenta. Tras rodear el pueblo y atravesar el
cauce del río por un sólido puente, recibimos la orden de acampar en una extensa ribera, donde destacaban sobre
las aguas del río unos bellos olmos de
grandes proporciones.
Yunus
como era su costumbre, acomodó a las bestias en una cerca próxima a nuestro
campamento, no sin antes haberles dado agua y trabarlos. Mientras tanto, mi
padre y yo, nos acercamos a la orilla del río y nos descalzamos para lavar
nuestros fatigados pies, instante en que apareció Juan de Britto montando su
caballo y tras saludarnos cordialmente, nos invitó a que compartiéramos la cena
de aquella noche en una hostería de Mira, que según nos indicó estaba regentada
por la viuda de su hermano, que había fallecido dos años atrás tras la última
epidemia de peste bubónica que asoló la zona, diezmando la población en más de
un cincuenta por ciento.
—La peste
bubónica, también conocida por inguinal, es el azote de Europa —me contaba mi
padre a la par que lustraba sus botas con aceite de oliva frito con trigo—,
cuando un brote surge hay que echarse a temblar, no respeta ni a mendigos ni a reyes. En mi último
viaje por Francia, recuerdo que la peste provocó la muerte de una cuarta parte
de los supervivientes de la anterior epidemia.
>>El país se quedó sin
artesanos, notarios, escribanos y campesinos. Muchas fincas fueron abandonadas
por no haber quienes las cultivaran, es más, se extinguieron muchas familias de
importante linaje nobiliario. En numerosos lugares no se podían ni siquiera dar
sepultura a los muertos.
>>Este mal no sólo merma
a familias enteras, sino que es capaz de
destruir la economía de cualquier estado. En Italia, durante la última
epidemia, los terratenientes tuvieron que aplazar el cobro de los
arrendamientos y el precio del cereal se multiplicó por cien. La mayoría de los
campesinos abandonaron sus haciendas y huyeron de los señoríos refugiándose en
las ciudades.
>>Y sabes tú, hijo mío,
—me decía mi padre, con cierta angustia— ¿cuál es la causa de tantas calamidades? Por un lado,
la falta de aseo en las personas, y por otro la carencia de higiene en las
calles de los pueblos y ciudades. Si te fijas, veras en cualquiera de las poblaciones por las que transitamos,
las basuras amontonadas en los lugares más insospechados, junto con excrementos
humanos y boñigas de animales. Todo un festín para las ratas y pulgas, los grandes transmisores de la peste
bubónica.
>>Los síntomas de la
enfermedad son muy claros –seguía contándome mi padre, que parecía conocer bien
el tema—, apareciendo primeramente bubones en las ingles, axilas y cuello. Otra
manera de la peste es la pulmonar que se transmite por la tos, los enfermos
suelen presentar un cuadro de fatiga respiratoria, cianosis y expectoración
sanguinolenta, que habitualmente termina con el fallecimiento del
contagiado.
>>Pero hijo, dejémonos de
males y vayamos hasta la hospedería, seguro que la cuñada de Britto nos levanta
el ánimo con una fenomenal cena.
CAPÍTULO IX
Era algo más de mediodía cuando divisamos en la lejanía el
delta del Po, el río de mayor importancia de la península transalpina, la
riqueza de sus campos así nos lo mostraba. Cualquier camino por donde
transitáramos se encontraba colmado de abundantes labrantíos sembrados de los
más diversos productos.
Pero fue la desembocadura con su delta, lo que más llamó mi
atención, sobretodo por la cantidad de brazos de río que daban salida al agua
hacia el mar. Según me comentaba Yunus, que se encontraba tan entusiasmado como
yo, la llanura del río Po estaba considerada como la zona más opulenta del
territorio italiano.
—El motivo no es otro –me decía Yunus, a la par que se
situaba el caballo de mi padre junto a los nuestros— que la gran cantidad de
agua y sedimentos que arrastra el río. Gracias a ese acopio de circunstancias
se ha compuesto una de las regiones meridionales más ricas del mundo,
asentándose a través de los siglos importantes pueblos y exquisitas culturas
que han establecido ciudades de la notabilidad de Venecia.
—Y es la verdad —interrumpía mi padre, mientras nos ofrecía
unas almendras que siempre llevaba dentro de una pequeña bolsa atada a la silla
de montar—, la agricultura en esta parte del mundo es extraordinaria, por un
lado están los plantíos de cereales en las terrazas altas y los campos de vides
en las colinas, y por otro, se
encuentran los cultivos de forraje, la ganadería y los árboles frutales. Sin
olvidarnos del aspecto más importante y
que nos ha traído hasta aquí: el comercio.
Justamente en ese momento, atravesaba la caravana la primera
muralla que envolvía el tramo peninsular de la ciudad de Venecia. Un tufo a
lodo envolvía el ambiente, que en aquel lugar en nada se diferenciaba del resto
de las poblaciones visitadas.
Las
calles cercanas al baluarte se encontraban muy concurridas de una importante
diversidad de individuos, entre los que se distinguían por su comportamiento
jactancioso a los marineros. También pude observar a numerosísimas rameras que
pululaban por las callejuelas cercanas a la amplia vía por donde marchaba la
expedición. En nada se parecían a las
que vimos en la cercana Padua, no ofrecían un aspecto lánguido como aquellas,
sino más bien ocurrente, al ir todas ellas ataviadas con vestimentas muy
ceñidas y de vivos colores, a modo de reclamo.
A mitad de la vía nos topamos con una gran plaza de formas
irregulares y rodeada de una multitud de casas de aspecto modesto, que
pertenecían a los estibadores, dependientes y vendedores ambulantes. Aquella
plaza, que según supe llamaban de Polenta, se hallaba atestada de las más
variopintos comerciantes, que ofrecían sus productos sin parar de gritar. Los
había que vendían tosca cerámica realizada en una aldea cercana, también había
vendedores de burdas vestimentas para los cargadores y una multitud de
pescaderas que ofrecían pulpo seco a los viandantes.
Juan de Britto dio órdenes a los expedicionarios para que no
se detuviesen por motivos de seguridad hasta llegar al puerto. De este modo
cabalgamos al amparo de la hueste que intentaba por todos los medios no dejar
que los mendigos y manilargos se nos aproximaran en un intento de obtener
cualquier clase de limosna u obsequio. No llevaríamos recorridos quinientos
pasos cuando observamos una
significativa muralla que aislaba la ciudad de la zona portuaria. En uno de sus
extremos más orientales pudimos ver un torreón de medianas dimensiones,
protegido por un destacamento de soldados uniformados con vestimentas de vivos
colores y que se ocupaban de las tareas arancelarias establecidas por el Gran
Consejo.
—Las instituciones y gobierno de Venecia se hallan
administradas actualmente por una oligarquía de familias, bajo la tutela del
dux —me contaba mi padre, que ya había visitado Venecia en diferentes viajes a
lo largo de su vida comercial—. Esta
autarquía agrupa a un determinado número de familias de ricos comerciantes cuya
actividad garantiza la existencia de la república veneciana. Así, en este pequeño
país los mercaderes son la fuerza dirigente del estado.
>>Estos clanes no están
dispuestos a ser gobernados por cualquiera dux, que pueda poner en peligro sus
intereses económicos. Por lo que el poder de éste es muy limitado, habiendo un
aparato estatal de control compuesto por miembros de las grandes familias y que
se denomina Gran Consejo.
Uno de aquellos soldados se aproximó hasta Juan de Britto, al
que parecía conocer y tras saludarle
cordialmente, lo invitó a que lo
siguiera hasta el puesto de mando situado en
la planta baja de la torre, para que abonara las tasas de aduaneras y de
custodia de la expedición. La gestión administrativa y de recaudación no tardó
mucho en ser concluida, por lo que al poco tiempo se nos informaba que la
caravana podía traspasar la muralla y penetrar en el recinto portuario.
El puerto principal de Venecia, era de dimensiones
extraordinarias y los barcos que atracaban en su ensenada se contaban por
decenas. La mayoría de estos eran naos de gran tonelaje destinadas a transportar
las mercaderías venecianas a los lugares más recónditos imaginados. Entre
ellas, se hallaban las cinco fletadas por la familia Donatello para realizar la
travesía de la caravana comandada por de Britto hasta el puerto de Acre en la
lejana tierras de Palestina.
Las naos en las que íbamos a embarcarnos pertenecían a un
consorcio de armadores venecianos, dirigido por el célebre mercader Victorio de
Capistrano, conocido en toda Europa por ser descendiente del primer comerciante
que realizó la aventurada Ruta de la Seda. Los barcos de esta compañía, según
me dijo mi padre, que decía conocer a Capistrano de alguna expedición de
juventud, eran los más sobresalientes de las flotas de este lado de Italia. No
sólo hacían las travesías hacia Oriente, sino que llegaban a lugares tan
inhóspitos y salvajes como las Tierras de los Mil Lagos, en la otra parte del
mundo.
Juan de Britto tras reconocer meticulosamente las naos
contratadas, hizo llamar a sus lugartenientes, que eran tres, y les ordenó que
segmentaran la caravana en cinco grupos y que cada uno de ellos fuera embarcado
en la nave correspondiente. A nosotros se nos adjudicó la nao más espectacular
y de mayores dimensiones, denominada con el nombre de Adelaida en honor a la
segunda de las hijas del armador.
La Adelaida era una carraca de sesenta pies de eslora y
veinticuatro de manga y estaba diseñada para realizar una navegación costera de
cabotaje. A pesar de sus enormes dimensiones era incapaz de realizar travesías
a mar abierto, pues el peligro de que naufragara ante cualquier envite del mar
era alto. La Adelaida estaba dotada de un aparejo doble, velas cuadradas que
servían para aumentar la velocidad y una vela triangular que hacía posible la
navegación con viento en contra. Su casco era de forma redondeada y sus bordes
altos y según nos comentó de Britto, mientras nos ordenaba que descabalgásemos
y nos preparáramos para embarcarnos, solía lastrarse con piedras y arena, que
se depositaban en la sentina para dar a la nave una mayor estabilidad. La carraca
debido a sus características requería de una tripulación pequeña, que no
superaba los treinta hombres. De este modo, el costo estratégico era el más
bajo de la época.
Mientras arreábamos los caballos a través de un estrecho
puente, vi por primera vez al capitán de La Adelaida, se llamaba Paciano y era
todo un hombre de mar. Así lo definía su aspecto fiero y sus modales impulsivos
que se acrecentaron cuando el caballo de Yunus se ofuscó en el momento de pasar
por la pasarela.
Tras ser instalados los animales en un departamento interior
muy cercano a la cubierta, de Britto que iba a navegar junto a nosotros, hizo
llamar a mi padre para mostrarle una toldilla que nos habían asignado donde
resguardarnos de las inclemencias del tiempo y poder descansar.
—Habitualmente es mi modesto aposento, que no suelo compartir
con nadie, pero que en esta ocasión
estaré encantado de ponerlo al servicio vuestro —le indicó el aventurero a
mi padre, mientras nos mostraba unos finos esterillos que nos servirían
de camastro—.
>>Si todo sale como está
previsto zarparemos mañana al amanecer, hoy nos dedicaremos a fijar la carga y
a comprobar que todas las mercaderías se hallan en perfecto estado. Vos, si lo
deseáis podéis pasar el día como más os plazca. Pero antes, me gustaría
presentaros a nuestro capitán.
Una vez nos presentamos al capitán Paciano, y haber
comprobado que nuestros jumentos se encontraban en perfecto estado, mi padre
nos indicó que lo más conveniente era buscar una cómoda posada que poseyera
cámara de abluciones e intentar descansar y comer lo mejor que nos fuera posible, durante
aquella jornada de asueto, que posiblemente sería la última en muchos meses.
Así llegamos a la hospedería Adriático, que se hallaba en un ramal cercano al
puerto y que ofrecía sus servicios exclusivamente a las clases privilegiadas.
El posadero, que era un comerciante experimentado, nada más
vernos supo nuestras necesidades, proporcionándonos una amplia habitación en el
primer piso del edificio, desde donde se podía observar la ensenada y las islas
de Venecia y Murano en la lejanía. Una vez instalados, bajamos hasta los
sótanos de la hostería, donde se encontraba una amplia galería, de unos ciento
cincuenta pies de ancho por ciento ochenta de largo, que albergaba los baños con
sus respectivas bañeras de piedra, situadas a intervalos regulares.
Un sirviente salió a nuestro encuentro para conducirnos hasta
el vestidor, donde dos esclavas se hicieron cargo de nuestros atuendos y nos
proporcionaron sendos lienzos en donde ocultar nuestras partes más íntimas.
Entonces fuimos conducidos a través de un estrecho pasillo hasta una cámara
hermética donde tomamos asiento en unos bancos de mármol para recibir el vapor
del baño, que era controlado mediante un artilugio en forma de cono inverso que disponía de una
lámina de bronce a través del cual fluía el vapor. Fueron escasos los minutos
que gozamos con tan agraciado privilegio, para a continuación ser conducidos
hasta una cámara contigua, llamada de estufa seca, donde un calor insofocable
nos hizo que rompiéramos a sudar. En esta sala nos agasajaron una sirvienta con
un zumo de uva, exquisitamente condimentado con extrañas esencias.
—Bébelo de un tirón si no quieres sufrir un desmayo —me
indicó Yunus a la par que miraba a la sirvienta con ojos melosos—.
Nada más finalizar con el zumo, y supongo que debido a los
aderezos que lo componían, tuvimos que ir apresuradamente a dar de vientre a
las letrinas. Momento en que se presentó el propietario de la hospedería
sonriendo con cierta malicia.
—No sólo el exterior de nuestro cuerpo se merece una
limpieza, sino también nuestro interior —nos reveló a la vez que nos indicaba que lo siguiéramos—, pues estando
puros nuestros intestinos todos los órganos vitales trabajarán más
acertadamente.
>>Ahora, si lo deseáis
podéis tomar un baño en una de nuestras pilas individuales, el agua está en su
punto, ya que viene directamente de la puria de bronce que hay instalado a la entrada y que sirve para
calentarla. Relajaos, y esperad a las esclavas, que vendrán enseguida, para
frotaros las espaldas y lavaros el cabello.
Después de ser aseados, como hacía meses no lo hacíamos,
fuimos llevados hasta una sala destinada al reposo y que los sirvientes
denominaban exedra. En ella, fuimos agasajados con unos ágapes exquisitos,
mientras fuimos ungidos de balsámicos aceites y olorosos afeites. Allí tuvimos
ocasión de entablar conversación con varios bañistas que descansaban tumbados
en cómodos divanes realizados con las más selectas mimbres, entre los que se
encontraba el célebre Adriano el Romano, un notorio cazador y trampero al
servicio de los más ilustres reyes y nobles occidentales. Su fama de
comerciante de insólitos animales era conocida, no sólo en los países
mediterráneos sino que llegaba hasta los reinos de Inglaterra y países eslavos.
Adriano el Romano nos contó, mientras tomaba ingentes
cantidades de vino en copas de vidrio confeccionadas en la cercana isla de
Murano, que había nacido en el seno de una familia de campesinos en una aldea
cercana a la ciudad de Roma. Su padre, que era hombre libre, trabajaba en los
campos del noble Apolunio, un terrateniente disoluto emparentado con un alto
jerarca eclesiástico de la cercana ciudad santa. El noble Apolunio era conocido
por sus reputados escarceos con las más bellas campesinas de la comarca, a las
que solía hacer suyas cuando se le terciaba. Se decía de Apolunio que era el
progenitor de la mayoría de mozalbetes de la zona con edades comprendidas entre
ocho y doce años. Uno de aquellos vástagos fue Adriano, que a la corta edad de siete años manejaba la honda
y montaba trampas en los altozanos cercanos a su aldea con la misma habilidad
que su padre putativo, el más afamado trampero de la comarca.
Cuando Adriano cumplió los catorce años era ya todo un
hombre, habiendo heredado el imponente físico del noble Apolunio y la belleza de su madre, y sabía que sus horas
estaban contadas en la aldea. Aquel no era el mundo que ambicionaba, por ello,
una tarde decidió marcharse de la población sin despedirse ni tan siquiera de
sus familiares. De este modo, se
encamino hacia el sendero que conducía hasta la cercana Roma, donde nada más
llegar encontró trabajo de aguador y más adelante de protector de un proxeneta.
Tarea ésta, que le haría codearse con rufianes, traficantes y mercenarios de
baja ralea. Igualmente, aprendió con gran destreza diversas técnicas de
fornicación, lo que le llevarían a gozar de las más bellas mujeres romanas
antes de cumplir los dieciséis años.
Así conoció a Dalia, la concubina del párroco de la iglesia
de San Patricio, que además de calentar el lecho del sacerdote las noches de
frío invierno, ejercía de barragana en un burdel próximo al río. Dalia se
encaprichó de Adriano no por su hermosura, ni por la habilidad que tenía
haciéndole el amor, sino por las fantasías que desfilaban por la cabeza del
joven amante.
Un día a la semana, Dalia se tomaba la noche libre y
entonces, no ejercía como prostituta en el burdel ni de concubina del pícaro
sacerdote. Se deleitaba invitando a cenar a su joven amigo, para a continuación
disfrutar copulando hasta al amanecer. Aquellas horas, ambos jóvenes se
extasiaban uno con el otro dándose todo el placer que eran capaces. La
experiencia de la pareja haciendo el amor se reflejaba en la intensidad de los
orgasmos y las caricias interminables.
Así que cuando amanecía ambos se encontraban tan
exhaustos que les era dificultoso hasta
levantarse del lecho para prepararse un desayuno. Cuando lo hacían, se sentaban
desnudos sobre la piel de un becerro y al amparo de las llamas de la chimenea.
Era en aquellos momentos cuando ambos jóvenes se confesaban sus proyectos y sus
ambiciones de futuro.
—Sabes querido Adriano, que ayer tarde me estuvo follando un
cazador recién llegado de un país lejano, donde habitan unos negros a los que
llaman gogos y al que se llega viajando a través de mil mares. Pues bien, el
cazador que dice llamarse Lucio el
Sirio, está organizando una expedición financiada por un acaudalado hombre de
negocios de Roma, para volver al país de
los negros y cazar un raro animal mezcla de caballo y elefante, al que llaman
unicornio.
>>Seguro estoy, que si te
lo presento te contratará para que lo
acompañes en su expedición. Personalmente, no me hace mucha gracia que me dejes
para ir a un lugar tan extraño y lejano, pero sé, cuanto ambicionas recorrer el
mundo y ésta es tu oportunidad.
Ese fue el primer viaje que realizó Adriano al continente
africano. A partir de ese momento, su vida siempre estaría ligada a muchas
tribus de hombres negros y animales inauditos. El Romano, como le gustaba que
lo llamasen, fue el primer explorador que trajo a Occidente animales tan fantásticos como el
hipopótamo, una especie de gran vaca que
suele pasar su tiempo nadando en profundos ríos; la jirafa, un extraño animal
de largo cuello y cuerpo de rumiante; o el gorila, un mono gigante de extraños
hábitos y fuerte constitución.
Cuando
finalizamos de escuchar los relatos de Adriano el Romano, se hallaba bien entrada la tarde y
decidimos no abandonar la hospedería, y sí intentar hacer una buena cena y
descansar todo lo posible, ya que con las primeras luces del alba deberíamos
embarcarnos en La Adelaida para navegar
por las costas adriáticas y a continuación adentrarnos el mar Jónico que nos conduciría hasta la lejana ciudad de
Acre. Toda una odisea encomendada, por nuestro monarca Muhammad I, para buscar
el preciado “Elixir de la Vida”.
CAPÍTULO X
Nos hicimos a la mar, tal y como estaba previsto, con los
primeros rayos del sol veneciano, que iluminaban en la lejanía aquella ciudad de canales, que por
el momento no había tenido la
oportunidad de conocer. La emoción me embargó durante las primeras horas de la
travesía, más que nada por el orgullo de pertenecer a una expedición tan importante.
Ver navegar a aquellas naos fletadas por la familia Donatello y comandadas por el capitán
Paciano, cortando con sus redondeadas
quillas las tranquilas aguas del golfo de Venecia, mientras escuchaba las voces de mando ordenar a los marinos izar las velas o afianzar los cabos de las mismas, me
produjo una sensación incomparable a las hasta ahora vividas.
—En este momento hijo mío —me explicó mi padre, mientras se
ajustaba el birrete que siempre llevaba
puesto—, comienza nuestra aventura. Recuerda a la ciudad de Venecia como último
escalafón de nuestro universo. Desde
este instante, todo será impar para tus
ojos, las culturas irán siendo distintas progresivamente, los modos de vida
nada tendrán que ver con los que tú conoces y las gentes irán cambiando en
sus razas.
>>Estoy seguro, que todo
lo que vivirás en este cercano futuro,
te hará madurar y convertirte antes de que lo imagines en un hombre. Yo, estaré
orgulloso de estar a tu lado para verlo y poder decir a los demás: este es mi
hijo Tuviá Barhuni, el granadino. Que será como
todos deberán conocerte en el futuro.
Las jornadas postreras a nuestro embarque fueron algo
monótonas e incómodas para nosotros, que éramos meros pasajeros. La Adelaida
era un excelente navío de carga, pero como tal carecía de cualquier pieza dedicada
a los pasajeros. Todo en la carraca estaba pensado como engranaje de un
indiviso, que era la carga. Así, que los pasajeros éramos elementos
secundarios, distribuidos en lugares extintos de la cubierta como meros bultos.
Aunque mi padre, Yunus y yo, a pesar de todo, nos podíamos considerar
privilegiados al disponer de la toldilla de Juan de Britto. Bajo su sombra
encontramos una protección placentera durante las horas de mayor calina y el
resguardo de la brisa en las horas nocturnas.
Mientras tanto, el resto de los pasajeros y la marinería
debían compartir lugares imposibles para cobijarse de los rigores
climatológicos de la travesía, que eran muchos y diversos. Lo habitual era
que durante las horas de sol, se valiesen
de las ruanas como toldos. Las mismas que serían usadas como mantas, cuando
llegada la noche la cubierta se convirtiera en el catre general de todos los
embarcados.
De aquellas primeras jornadas de navegación por las calmadas
aguas de mar Adriático, conservo el recuerdo maldito de las comidas, que en
nada se parecían a aquellas otras recibidas durante los días de navegación en la galeota
real Cheyzar. A la hora de las comidas, que habitualmente era una al día y
que se realizaba a media mañana, antes
del relevo de la guardia, cada uno de los pasajeros nos obligábamos a presentar
la gamella, una especie de recipiente que nos facilitaron durante la primera
ración, en donde el cocinero nos servía el rancho, que habitualmente era un
bizcocho duro y rugoso que había que humedecer previamente mojándolo en el agua
de las liarias, vasos muy rústicamente realizados y que utilizábamos el
conjunto de la tripulación y de los
pasajeros.
Hacer la comida en la embarcación era
todo un prodigio de habilidad, en la que el cocinero debía luchar constantemente
no sólo con los tocinos, garbanzos y salazones sino, asimismo, con el fogón,
las trébedes y sobretodo con los golpes de mar, que eran capaces de echar a la
cubierta la mazamorra cocinada.
Al igual que La Adelaida en nada se
asemejaba al Cheyzar, el capitán Paciano
nada tenía que ver con su colega Masoud
el Tuerto. Éste era un ser infame y déspota, que no solía tener trato con nadie
ajeno a su entorno. El deplorable capitán solía comer en su camarote,
compartiendo su mesa con el maestre, el piloto y el escribano. Los cuales
cruzaban la puerta del alojamiento con la sumisión de una oveja ante la mirada
de un lobo. Nunca lo hacían con anterioridad a haber escuchado el aviso de un
grumete diciendo: “...tabla, tabla, señor capitán. Tabla en buena hora. Quien
no viera , que no coma”. El capitán Paciano nunca compartió mesa, durante
aquella travesía, con de Britto ni con ninguno de nosotros a pesar de haber
sido informado de que éramos amigos del ilustre Donatello.
Sí lo hicimos con de Britto en la
toldilla, mientras que la marinería y el resto del pasaje lo hacían en la
cubierta. Era todo un paradigma ver a aquellos individuos extraer de los cintos
sus cuchillos, gañavates y cucharas realizados en diversas hechuras, y tras
acomodarse encima de unas adujas de cabo u otros lugares más resguardados,
engullir la mazamorra como si se tratara del manjar más selecto. Entre tanto,
el mismo grumete que anunciara la hora del
rancho, deambulaba entre todos aquellos rudos hombres, llenándoles de
vino agrio las singulares liarias.
Así fuimos avanzando en nuestro navegar,
bordeando la costa italiana día y noche ininterrumpidamente, soportando las
inclemencias del tiempo, que eran muchas, y aguantando el régimen férreo de
nuestro capitán para con todos nosotros.
A la altura de Pesaro entablé cierta
relación con uno de los grumetes más veteranos, al que se le conocía por
Antonino. El joven marino, me contó que
más de la mitad de su vida había transcurrido
en la cubierta de La Adelaida, bajo las órdenes del temible capitán, del que
había soportado todo tipo de vejaciones y castigos.
El capitán Paciano, me refirió Antonino,
estaba considerado como el más avezado y diestro marino de las compañías
venecianas que surcaban con sus naves
todo el mundo. Jamás había perdido una embarcación en todos los años que llevaba navegando los mares. Su
habilidad para pilotar era tal que hasta los filibusteros desistían de abordar
sus barcos.
—En cierta ocasión el pirata Ojo de Pez,
el más temido de todos los bandidos a este lado del mundo —me contaba
Antonino—, intentó abordarnos para proveerse de un rico cargamento de especies
que transportábamos hacia Catania. Durante muchas jornadas estuvo
importunándonos con su presencia a lo largo del litoral, parecía que aquel
galeón se había convertido en la sombra de La Adelaida en espera de cualquier
viso de vacilación por parte nuestra para hacerse con el barco y su carga.
>>Los
días y las noches iban sucediéndose y Ojo de Pez no cejaba en su empeño de
aproximación hacia la nave, a pesar de que nuestra carraca navegaba a toda
vela. Paciano sabía que mientras corriese el aire y el velamen no decayese
podría mantener a raya al pirata. Pero, también sabía que en el instante que
una calma chicha alejara al viento, todo
estaría a favor del corsario.
>>La
única posibilidad de garantizar un desenlace favorable, era la de poner rumbo
hacia cualquiera de los puertos próximos a nuestra ruta, atracar y esperar a
que el bandido desistiera de su empeño. Aunque Paciano sabía que aquel acto
sería tomado como una señal de
debilidad, que lo desprestigiaría cara a sus rivales, que eran muchos y siempre
dados en desacreditarle.
>>Esa
fue la causa por la que decidió hundir a
la embarcación de Ojo de Pez. Para ello, ordenó al contramaestre que preparase
unas hachas incendiarias humedecidas en brea y que emplazara al mejor arquero
que poseyera La Adelaida.
>>El
capitán esperó, con su calma habitual y su dosis de sangre fría, a que la noche
se hiciera cerrada y aprovechando la oscuridad de la luna nueva, mandó virar la
nave en dirección al galeón corsario, que ninguno de nosotros podíamos
distinguir. Cuando llevábamos recorridos algo más de media milla, el capitán
ordenó al piloto que girase a estribor. Entonces, pudimos percatarnos de que
nos encontrábamos a menos de diez pies
del navío pirata. En ese momento, Paciano dio la orden al contramaestre de
encender las hachas y arrojarlas sobre la cubierta del galeón pirata. A la par,
que mandaba al arquero encender las saetas y lanzarlas a los velámenes.
>>Aquel
suceso, apenas duró unos minutos, careciendo de tiempo la mayoría de la
tripulación del navío pirata de lanzarse al agua, por lo que muchos sucumbieron
quemados entre las colosales llamas. Los que lograron sobrevivir fueron
abandonados al amparo del mar, muriendo ahogados.
A las dos semanas de cabotaje, Paciano decidió hacer escala
en la ciudad portuaria de Brindisi, muy conocida por ser puerto de embarque
para los viajeros que iban hacia Tierra Santa. Como era habitual en este tipo
de viajes, ninguno de los pasajeros ni de la marinería desembarcamos, tan sólo
una pequeña expedición formada por tres tripulantes y de Britto fueron los
asignados a tomar tierra. Los primeros para proveerse de agua y verduras; y de
Britto por asuntos relacionados con los negocios de la familia Donatello al sur
de Italia.
Cuando de Britto estaba a punto de abandonar la cubierta de La Adelaida, para tomar el
bote en el que ya se encontraban los marineros esperándole, se
dio cuenta que había olvidado unos
documentos que guardaba en su escarcela, volviéndose hacia mí me rogó que
tuviera a bien el de ir a buscarlo. Y así lo hice. Cuando se los entregué en
mano, de Britto me miró a los ojos y no sé que vio en ellos, pues seguidamente
me invitó a que lo acompañara hasta la ciudad.
De este modo, tuve el privilegio de acompañar al gran
expedicionario a la ciudad de Brindisi y conocer de primera mano la población
desde donde partiera la sexta cruzada medio siglo atrás, capitaneada por el
emperador del Sacro imperio germánico Federico II, que tuvo la fortuna de
recuperar Jerusalén para los cristianos, haciéndose proclamar rey gracias a su
matrimonio con la hermosísima princesa Isabel, hija del Juan de Brienne, que
fuera emperador latino de occidente.
Cuando llegamos hasta la ensenada del puerto era algo más de
mediodía, el calor y la humedad no eran
los habituales de aquella época y el cielo amenazaba tormenta. Al desembarcar
pude percibir que el astillero disponía de dos brazos formados por la erosión
de las aguas. La Adelaida fondeó en el brazo sur, denominado Seno di Ponti
Grande, que estaba capacitado para dar cabida a las embarcaciones de mayor
tonelaje. De Britto, que parecía conocer bien la ciudad me indicó que lo
siguiera procurando no extraviarme entre la muchedumbre, que afloraba
incesantemente entre las callejuelas adyacentes. Así, anduvimos durante cerca
de diez minutos, hasta llegar a la catedral, que según me comentó de Britto
había sido mandada a construir por el rey Rogerio.
En nuestro recorrido nos encontramos con un importante número
de soldados de toda Europa venidos con el propósito de ser reclutados para una
nueva cruzada en Tierra Santa. La soldadesca allí reunida tenía a parte de la
población sumida en un sobresalto continuo, debido a la gran cantidad de
arbitrariedades y vejaciones a que eran sometidos por éstos. En aquellos días
la ciudad de Brindisi se podía considerar insegura, siendo sus calles los
lugares más proclives para toparse con cualquier tipo de altercado que podía
terminar en asesinato, duelo o violación.
Entre aquellos individuos fuimos caminando hasta la conocida
vía de Virgilio, donde se ubicaba una pequeña vivienda con despacho, en donde
se regentaban los intereses de los Donatello en esta parte del país. En ella,
tras un bufete perfectamente emplazado y rodeado de mil y un legajo,
encontramos a Lucio, un joven veneciano que se alegró mucho con la visita de
Juan de Britto.
—Tuviá, despachar con el joven Lucio me ocupará una parte de
la mañana —me expuso el expedicionario, mientras tomaba asiento en una banqueta
situada ante la mesa del administrador—. Si lo deseas y es de tu agrado te
recomendaría que dieras un paseo por los
alrededores, siempre procurando no meterte en líos.
De este modo, me vi caminando entre las callejuelas cercanas
a la vía Virgilio, que en cierta medida me recordaron por la blancura de sus
fachadas a las de mi lejano Albaycín en mi adorada Gharnatah. Así erré durante
algo más de media hora, sin rumbo y con la sensación extraña de encontrarme
en la más sombría soledad, a pesar de
saber que en el otro extremo de la ciudad se hallaba fondeado La Adelaida con
mi padre y el bueno de Yunus.
En esas andaba cuando me acerqué hasta un pequeño comercio en
donde se vendían frutos secos y servían leche de cabra. Una muchacha de
cabellos morenos como el carbón, manos suaves como el jaspe y pechos firmes me
preparó una bolsita de almendras, mientras me observaba con descaro.
—Tú no eres de por aquí –me dijo a la vez que me ofrecía otro
vaso de leche—, seguro que eres veneciano o de alguna ciudad del norte.
—No —le respondí— te equivocas, soy de un lejano reino al
otro lado del mar, del país más bello que podáis imaginar, conocido en el mundo con el nombre de Al-Andalus. Si me lo
permitís, os diré que mi ciudad que se llama Gharnatah se asemeja a vos:
misteriosa, seductora y sensual.
—¿Y cómo sabéis que yo soy todo eso?, si ni siquiera me
conocéis y sabéis mi nombre.
—No hace falta conoceros
ni saber vuestro nombre —le dije con un aplomo hasta ahora desconocido,
la sensación que estaba percibiendo acababa de nacer en mi y hasta yo mismo me
asombraba de mi gentileza y arrogancia—, solo hay que miraros a los ojos o
imaginar vuestros pechos.
—Me llamo Rita y me habéis complacido mucho con vuestras
palabras y me gustaría poderos recompensar. Pero no sé como, pues en vuestro
comportamiento demostráis que sois un joven ilustre. Y yo tan sólo una vulgar
abacera, que lo único que poseo son unas pocas almendras y unas cuantas cabras
a las que ordeñar.
—Os equivocáis mi bella amiga, también tenéis algo tan
magnífico como es vuestro cuerpo. Dejadme que os haga el amor, así siempre os
recordaré como a la primera mujer. Será un recuerdo imperecedero que me unirá a
vos hasta la eternidad.
Rita pareció quedarse perpleja durante algunos instantes,
hasta que una suave sonrisa apareció en su rostro. Entonces tomándome de la
mano me condujo hacia la trastienda, donde se podía percibir un fuerte aroma a
especies. Y a la sazón, muy sutilmente me besó en los labios, mientras tomaba
una de mis manos y la situaba en su pecho, que ya se había descubierto.
Instante en que me soltó el calzón y tomó mi verga comenzándola a acariciar con
gran exquisitez y suavidad.
Lo que ocurrió posteriormente nunca sabré si fue realidad o
un sueño, pero lo que si sé, es que gocé y sentí los encantos de aquella
muchacha hasta niveles insospechados. Teniendo ocasión, gracias a su delicadeza
para conmigo, de saborear el aroma de su cuerpo, apreciar la suavidad de su
piel y gustar las más ocultas esencias de su intimidad.
Cuando nos separamos, Rita me ofreció como recuerdo, un
mechón de su cabello guardado en una bolsita de piel que me colgó en el cuello,
me besó suavemente en los labios y me llenó los bolsillos de almendras.
Juan de Britto me esperaba impacientemente en la puerta de las
dependencias de los Donatello, según me dijo, ya había finalizado sus gestiones
con Lucio y disponíamos del tiempo justo para tomar un bocado y volver al
puerto. Así, nos encaminamos hacia una taberna próxima y nos pedimos un potaje
de carne de vaca.
—Seguro estoy que nuestro cuerpo nos agradecerá este plato,
pues son muchos los días que llevamos comiendo la bazofia que prepara el
cocinero de La Adelaida —me indicaba de Britto mientras chupaba el hueso de una
costilla—. Ahora será bueno que nos demos prisa y regresemos cuantos antes al
puerto, pues desearía ver antes de que nos embarcáramos a unos antiguos
conocidos. Se trata de unos prestigiosos mercaderes venecianos, que según
cuentan han abierto una nueva ruta hacia Oriente, descubriendo en su quehacer
nuevas culturas, religiones y civilizaciones. Son los hermano Polo, que dicen
ser los embajadores del Gran Khan de la China, un lejano país más allá de la
India, donde los hombres son de tez amarillenta y poseen unos ojos rasgados y
extraños.
De este talante, caminamos hasta el puerto recorriendo las
peligrosas calles que anduvimos por la mañana, encontrándolas nuevamente
repletas de soldadesca y camorristas. A la par que seguía los seguros pasos de
Britto, iba recordando el lance amoroso con Rita, produciéndome cierta
nostalgia y satisfacción. Que congoja, pensé, saber que posiblemente nunca más
volvería a tener entre mis brazos a aquella espléndida mujer, que con gran
tacto me había iniciado en el arte del amor, del que en el futuro sería un
maestro, no por mi sabiduría sino por las de tantas mujeres amadas.
Los hermanos Polo se hallaban hospedados en una fonda
denominada el Gato Rojo, muy cercana a la dársena donde se encontraba atracada
la carraca que los llevaría hasta Acre. Nada más ver a Juan de Britto lo
reconocieron, a pesar de los muchos años que hacía que no se veían.
—Si no recuerdo mal
–le dijo Nicolás a de Britto—, vos sois
el hijo mayor de nuestro recordado Pío de Britto, que por desgracia nos dejó al
ser herido por una flecha sarracena en tierras de la Soldadía, cuando intentaba
atravesarla para llegar hasta Armenia.
—En efecto, micer Nicolás, así es. Veo que tenéis buena
memoria, imagino, al igual que vuestro hermano Mateo, que me observa con ojos
complacientes.
>>Pero en fin, el motivo que me ha traído hasta vuestras
mercedes no ha sido el de saludaros, aunque me alegra haberlo hecho. Sino
el de transmitiros un mensaje de mi
señor el ilustre Germánico Donatello, al que sé que admiráis.
>>La familia Donatello
desea en aras de vuestro beneficioso y del propio abrir nuevas rutas
comerciales con el Imperio de la China. Y os ruega que tengáis a bien compartir
el cincuenta por ciento de la fortuna que invierta. A cambio, nos os pide nada
más que vuestro apoyo personal y que yo, su más fiel servidor pueda viajar con
vuestra expedición hasta el lejano país.
>>No deseo que me deis la
respuesta en este instante, pues imagino que tendréis que meditarla. Por ello,
os propongo que lo hagáis en la ciudad de Acre, donde sé que os dirigís al igual
que nosotros.
—Me
parece razonable, ahora si lo deseáis os invito a tomar una copa de vino y os
presento a mi sobrino el joven Marco,
hijo de Nicolás que nos acompañará en esta expedición. Y si lo deseáis
–continuó diciendo Mateo Polo— os relataremos algunas peripecias de nuestro
viaje a la China.
—Será un honor saber de vuestros labios y de primera mano la
historia de vuestras hazañas por mundos abandonados de la mano de Cristo
Nuestro Señor.
Justamente en ese instante se nos acercó un joven mozo de
altura superior a la media y que no debía contar más de diecisiete años.
Nicolás Polo nos lo presentó como su querido hijo Marco. Y éste con toda la
cortesía veneciana nos saludó, mientras nos sonreía cautivadoramente como muy
pocas personas saben hacerlo. El joven Marco en nada se parecía físicamente a
sus parientes. Era, como he dicho, más alto de lo habitual, delgado como el
tallo de un junco y poseía unos ojos grises que proporcionaban a todos una
grata confianza.
Entre tanto nos traían las copas de vino que los Polos habían
prometido, tomamos asiento bajo la sombra de una imponente acacia que
hermoseaba el patio de la fonda. Marco se acomodó a mi vera y me sonrió,
mientras su padre iniciaba el relato.
—Allá por el año de 1250 de la Encarnación de Nuestro Señor
Jesucristo, mi hermano Mateo y yo realizamos una expedición hasta
Constantinopla, donde la fortuna nos favoreció, obteniendo cuantiosos
beneficios con nuestras transacciones comerciales. Recuerdo que en aquel tiempo
era Emperador del imperio el sosegado Baduino, que logró durante sus años de
reinado hacer de aquella parte del mundo
un próspero y rico oasis donde nos podíamos reunir para ejercer el comercio,
mercaderes llegados de todos los extremos del planeta.
>>Así conocimos al armenio Nour-ed-Din, rico mercader
de pieles con quien entablamos una buena camaradería, que nos informó sobre
nuevas rutas comerciales hasta ahora inexploradas por nosotros, en las que era fácil multiplicar los beneficios
siempre que se comerciara con joyas de gran valor.
>>De este modo y tras
algunos días de reflexión Mateo y yo, tomamos la iniciativa de invertir gran parte de nuestra
fortuna en la adquisición de varios tesoros. Uno de ellos, de un valor incalculable y que en el futuro nos abriría
las puertas del reino de Barca Caan.
>>A las pocas semanas de
nuestro encuentro con el mercader armenio, abandonamos Constantinopla
embarcándonos en una destartalada e insegura carraca, que nos cruzaría el
fétido Mar Negro hasta dejarnos en la ensenada de Alusta, desde donde
cabalgaríamos hasta la resplandeciente ciudad de Tzeitely, capital de la Horda
de Oro en el indomable país de los tártaros, situado entre Bolgara y Tzeitel, y
perteneciente al gran Barca Caan, soberano del Kanato de Qipcac.
>>Barca Caan nos recibió
con grandes honores, celebrando con regocijo nuestra llegada. Nosotros en
agradecimiento le ofrecimos nuestras mejores joyas que aceptó complacidamente,
devolviéndonos el presente multiplicadamente.
>>En el reino de los
tártaros pasamos unos largos y fructíferos meses, teniendo la ocasión de
recorrer varias partes del país y llegando hasta la ciudad de Bolgar,
construida a orillas del río Volga, que según pudimos comprobar franqueaba los
desiertos de la depresión del Mar Caspio, que en un futuro cercano tuvimos la
desgracia de recorrer.
>>Cuando llevábamos viviendo algo más de un año en los
reinos de Barca Caan —seguía contándonos entusiasmadamente micer Nicolás a
todos los presentes, incluido su hijo Marco— se produjo un conflicto con un
reino tártaro vecino que acabó en una cruenta guerra, con enormes pérdidas de
soldados de una y otra parte.
>>Para desgracia nuestra fue derrotado Barca Caan. Y el
nuevo señor de los tártaros, que todos
conocían por el nombre de Alan, dispuso importantes medidas persecutorias para
los incondicionales del antiguo monarca. Esa circunstancia motivó nuestra huída
en dirección contraria a la ruta que habíamos realizado con anterioridad. De
este modo, tras aprovisionarnos debidamente y reunir una partida de servidores,
emprendimos un largo y desabrido viaje de diecisiete jornadas a través del
desierto Kisilkum. Durante aquella travesía que se nos hizo eterna, gran parte
de nuestros sirvientes y animales enfermaron debido a las temperaturas extremas
y a la falta de agua que comenzó a escasear durante las últimas jornadas. He de
decir, que en aquella expedición no encontramos a nuestro paso ni ciudades ni
castillos, sino alguna tribu tártara que vivía del pastoreo en tiendas de
campaña realizadas con piel de cabra.
>>Tras dejar el
desierto, llegamos a una gran ciudad que se llamaba Bojaria, donde sus
habitantes se dedicaban a la agricultura y el pastoreo. Los primeros labraban
medianos labrantíos en los que producían cereales, cáñamo, vino y fruta.
Mientras que los ganaderos eran muy apreciados por la cría de las ovejas
dumbas, dromedarios, caballos, asnos y las cabras de Angora. También vivía en
Bojaria un importante número de mineros, que trabajaban en las cercanas minas
de sal, alumbre, azufre y oro.
>>Inmediatamente a nuestra llegada, nos instalamos en
el barrio de los tejedores, donde iniciamos relaciones comerciales con
artesanos de la fabricación de tejidos de seda y algodón, alfombras, cueros,
trabajos en madera, cuchillería y armas, utensilios de metal y alfarería. Era Bojaria
la más bella ciudad hasta ahora visitada en Persia, por lo que decidimos
establecernos en ella, permaneciendo durante un período de tres años. Mientras
esto sucedía, nos visitó un emisario del rey Alan, que en nombre de gran señor
de todos los tártaros, llamado Cublai, nos invitaba en ir a conocerle.
>>Así
lo hicimos, y a los pocos días aparejábamos nuestras cabalgaduras y nos
poníamos en marcha, siguiendo los pasos
del emisario real. Cabalgamos durante algo más de un año a través de un
territorio insólito lleno de vericuetos y atajos, donde fuimos descubriendo
grandes maravillas y ciudades extraordinarias, como Samarkand, Kobdo, Karakorum
y Ciandu, donde residía por aquellas fechas el Gran Khan, cuyo nombre era
Cublai Khan.
>>El
Gran Khan nos recibió a las pocas jornadas de nuestra llegada —continuaba
contándonos Mateo, que parecía incansable recordando sus vivencias—
concediéndonos una audiencia privada, en la que nos colmó de grandes honores.
Además de interrogarnos sobre muchas cosas que desconocían en aquel colosal
imperio. Pero, a Cublai Khan lo que más le concernía era todo lo relacionado
con emperadores, la política y justicia
que ejercían. También nos reclamó información acerca de nuestros ejércitos y
los modos de vida que tenemos en occidente. Aunque, fue la figura del Papa y
todos los hechos relacionados con la cristiandad y la Iglesia romana lo que
pareció importarle mayormente.
>>Cuando el gran señor hubo escuchado
todas nuestras gestas, quedó muy satisfecho y decidió enviarnos de vuelta a
occidente como embajadores suyos, teniendo como objetivo primordial mantener
una entrevista con el Papa y solicitarle que le enviara cien sabios cristianos
que conocieran las siete artes, que supieran discutir con los idólatras
demostrando que la doctrina de Cristo es mejor que la de ellos. Además, nos
rogó que le lleváramos aceite de la lámpara que alumbra el sepulcro de Dios
Nuestro Señor en Jerusalén.
>>De
este modo reemprendimos el regreso hacia nuestra patria, acompañados de un fiel
servidor que ostentaba el cargo de barón y que se llamaba Cogatai, al que
entregó el mensaje que enviaba al Papa, junto con unas tabletas de oro en las
que informaba que los tres embajadores debían recibir allí donde pasasen
caballos, arreos y escoltas.
>>A
los pocos meses de nuestro viaje de regreso, Cogatai cayó enfermo no pudiendo
continuar. Incidente que no nos aminaló en nuestro empeño, por lo que
continuamos cabalgando durante un período cercano a los tres años, hasta llegar
a la ciudad de Laias, donde hubimos de detenernos debido al mal tiempo, la
nieve y el alto caudal de los ríos.
>>Cuando
el invierno dio paso a la primavera abandonamos nuestro refugio y reemprendimos
nuevamente el itinerario, hasta que llegamos a la ciudad de Acre, cercana a
Jerusalén, en la cual recibimos la noticia del fallecimiento de su Santidad el
Papa Clemente. Por lo decidimos informar de la encomienda asignada al Legado de
la Iglesia romana, ilustrísimo Tealdo de Plasencia, que nos aconsejó esperar a
que hubiera otro Papa y entonces llevarle nuestra embajada.
>>Por
eso decidimos volver a nuestra patria para ver a nuestros familiares y saber de
nuestros asuntos comerciales. En Venecia supimos del fallecimiento de mi
cuñada, madre de Marco y esposa de Nicolás. También tuvimos ocasión de comprobar
que nuestros negocios habían prosperado enormemente y que nuestra fama había
llegado al otro lado de las fronteras. Ahora, tras dos años aguardando la
elección de un nuevo Pontífice, hemos decidido no demorar más el viaje de
regreso hacia los reinos del Gran Khan. Y esa es nuestra historia, esperamos
que os haya satisfecho y os sirva para conocernos un poco más.
Cuando
Nicolás, Mateo y el joven Marco nos despidieron a las puertas del Gato Rojo
estaba a punto de anochecer en Brindisi, por lo que Britto y yo nos dimos prisa
en retornar hasta la ensenada donde aguardaba la chalupa que nos debería llevar
hasta La Adelaida, que se podía observar
en la dársena mostrando su silueta magnífica en los albores de la noche inminente.
CAPÍTULO XI
Cuando reemprendimos la navegación al siguiente amanecer,
abandonamos el crucero de cabotaje para adentrarnos en las profundas aguas del
mar Jónico primeramente y a continuación en las del mar Egeo que nos llevarían
hasta la isla de Creta en muy pocas jornadas, gracias a un viento favorable de
poniente.
Creta era una de las propiedades que Venecia poseía allende
los mares, según supe por boca de mi querido Yunus. La isla se había convertido
en la pieza clave, tanto desde el punto
de vista militar como comercial de la gran potencia oriental de Venecia, al
poseer una privilegiada situación y estar confluida por los continentes
asiático, europeo y africano, se le podía considerar como la isla más rica del
conjunto del arrecife heleno. Siendo sus
bosques, pastos y tierra de labrantío insuperables, produciendo un vino
y aceite inigualables, que se llegaban a
comercializar hasta la lejana Britania. Circunstancia ésta que la tenía siempre
en alerta ante cualquier invasión de origen otomano.
Desembarcamos en un puerto de aguas profundas del sur de la
isla que se llamaba Aghia Galini y que según
informó Paciano a mi padre, era de los pocos que no estaban cegados por la
arena. También supimos que el origen de esta escala era para proveernos de
algunas ánforas de vino curadas en grandes tinajas, que era la bebida
predilecta de Germánico Donatello.
La estancia en Creta fue de dos días, durante los cuales
visitamos la ciudad de Lisaro, donde el capitán Paciano adquirió el vino en
unos viñedos cercanos a la ciudad, allí conocimos al insigne Knomos, que además
de viticultor era propietario de la más acreditada bodega de la isla. Fue en la
bodega del cretense donde me embriagué por primera vez en mi vida, a causa de
un riquísimo mosto realizado con unas uvas tan dulces como la propia miel.
Knomos hizo muy buena amistad con mi padre y tuvo la
gentileza de revelarnos las técnicas que empleaba para la fermentación del
vino, que no eran otras que depositarlo en grandes tinajas a las que llamaba
dolia, éstas solían encontrarse en unas cuevas artificiales que había
construido en el lugar más tranquilo de la bodega.
—En estas grutas —nos comentaba mientras prendía una antorcha
que no daba humo y nos guiaba a través de los pasadizos— por la acción del
calor el mosto se transforma en vino. Una vez ocurre este suceso lo
transvasamos a las ánforas, que solemos colocarlas durante varios años en la nave contigua, donde la temperatura es
constante y cálida. Durante esta etapa, solemos mezclar el vino con diferentes
ingredientes para modificar su sabor o su color.
>>El más conocido es el
mosto cocido, que tras añadirlo suele mejorar el sabor y le proporciona unas
tonalidades singulares. Otros métodos menos estrictos son aquellos en que se
utiliza el yeso, la sal o el agua de mar cocida. Ésta última con la finalidad
de endulzar el vino.
>>El vino tras la etapa
de reposo en el ánfora –continuaba relatándonos Knomos, mientras nos ofrecía un
vaso del más preciado líquido a cada uno de los presentes— tiene un aspecto de
jarabe y un alto contenido en alcohol, por lo que se mezcla con agua y especias
secretas para su mejor consumo.
Con la visita y la
adquisición de vino en la bodega de Knomos, dio por finalizada Paciano la
estancia en Creta. Al siguiente día, muy de mañana como era la costumbre del
capitán nos hicimos a la mar, junto el resto de la flotilla que nos seguía a
través de las olas como los más fieles perros falderos.
De este modo dejamos atrás los últimos vestigios de
occidente, para adentrarnos en los confines del mar Mediterráneo, que por
aquellas latitudes en nada se asemejaba al que envolvía con sus aguas el
litoral Este de Iberia. Aquí, las aguas eran tan sosegadas que parecían
pertenecer a un estanque; también las noches eran mucho más cálidas e invitaban
a observar las estrellas desde la cubierta. Así conocí, gracias a la erudición
de mi querido Yunus, a algunas de las más importantes.
—Mira muchacho, esa que ves justamente enfrente de nosotros,
tintineado como los pechos de una quinceañera se llama Sad Al Bari, y aquella otra
es Al Bali, pero mi favorita entre todas es Schedar una estrella perteneciente
a la constelación de Cassiopeia, a la que vi por vez primera siendo un niño, en
una tarde de verano caminando por el añorado río Sinyil de la mano de mi padre.
De ese modo tan mesurado fueron transcurriendo los días y las
semanas, sin encontrar en nuestra singladura ningún tipo de obstáculo ni rareza
que pudiera distraer la navegación.
Aquellas jornadas parecían hacerse eternas, siendo nuestro único
entretenimiento ver como algún marinero se hacía de vez en cuando con algún
pez. El grumete Antonino parecía estar muy versado en estas lides, disponiendo de un material
excelente para la pesca de escualos, en especial de tiburones grises que eran
los más habituales en aquellas latitudes.
Una tarde, cuando
estaba apunto de anochecer, Antonino dejó la cubierta y se dirigió hasta la
popa, tal y como era su costumbre. Desde ella, desenrolló el sedal que era de
un tipo de bramante muy recio, enganchó un anzuelo de tamaño formidable y
embutió entre sus hierros las tripas sanguinolentas de un borrego que había
servido horas antes de almuerzo al capitán.
Con la destreza que lo caracterizaba lanzó el sedal al agua y
se acomodó en la balaustrada de La Adelaida a esperar a que la víctima
enganchara el anzuelo. Mientras aguardaba la llegada del escualo, se amarró el
bramante a la muñeca y extrajo de su
bolsillo unas nueces que comenzó a cascar para írselas comiendo conforme las
pelaba. Aquella operación la repitió durante más de media hora, hasta que
inesperadamente una aleta caudal surgió de las profundidades y como por
encantamiento las aguas serenas que mecían la carraca dejaron de serlo por unos
instantes: un enorme tiburón gris había ensartado el anzuelo.
En ese instante Antonino dejó de ser el anodino grumete que repartía a diario el vino
a la tripulación, y se transformó como
por encantamiento en el más notorio pescador de tiburones que podamos imaginar.
El escuelo gozaba del tamaño de tres
hombres robustos y era de una belleza temible, su lomo era de tonalidades
pardas mientras el vientre era tan blanco como el nácar. Desde que aguijoneó el anzuelo parecía haber
comprendido que se acercaban los últimos
instantes de su vida, por eso se batía de un modo feroz intentando cortar el
sedal con sus poderosos dientes. Pero ese hecho era poco probable, según nos
indicó un marinero que aguardaba con un temible arpón a que se aproximara la
fiera para clavárselo en la cabeza, pues el bramante estaba engrasado con una
resina endurecedora.
Mientras todo este lance ocurría en la balaustrada de popa,
gran parte de la tripulación se arremolinó en torno a Antonino y comenzaron a
alentarlo mediante todo tipo de exclamaciones. Hasta el propio capitán Paciano
pareció compartir el contento, implorando por todos los diablos que pescara de
una vez a la enorme bestia. Así, estuvo el joven Antonino durante cerca de media hora. En más de una ocasión vi como
le faltaban las fuerzas a la par que las manos le sangraban, como si él
fuese la víctima, pero el orgullo del muchacho era mayor que el
sufrimiento y el dolor y continuaba en su tarea, sin dejar que nadie le prestara ayuda.
Inesperadamente el tiburón comprendió que toda aquella lucha no tenía sentido y dejó de
forcejear, instante en que el marinero que portaba el arpón se acercó hasta
Antonino, le hizo una indicación muy rápida y lanzó el puntiagudo hierro hacia la cabeza del animal
con un acierto sorprendente, atravesándosela a todo lo ancho. La aterradora
bestia coleteó por unos momentos para a continuación sucumbir de un modo
sosegado.
—¡Ayudar al muchacho a subir al tiburón hasta la cubierta!
—fueron las primeras palabras que pude
escuchar tras el lance, y era el propio capitán quien las pronunciaba dando a
entender que la peripecia le había agradado—.
Cuando el escuelo fue izado por varios robustos marineros,
pudimos observarlo tranquilamente mientras se desangraba en la cubierta. El
animal poseía la envergadura de dos hombres y debería pesar algo más de tres
cerdos bien cebados, de esos que los cristianos llaman barracos y heden a mil
demonios.
Tras el reconocimiento general, el cocinero se adelantó hasta
el animal y mandó sujetarlo por la cola a un cabo y elevarlo hasta el palo más cercano de la vela. Cuando logró la
verticalidad, Lucio, que era su nombre, extrajo de su cinturón una enorme faca
y sin ninguna vacilación abrió al tiburón en canal.
Lo que pudimos ver a continuación me dejó tan asombrado como
a la mayoría de los allí presentes. El
tiburón era una hembra y se encontraba preñada,
diré que una gran mayoría de los escualos son vivíparos y que paren del igual
modo que los animales mamíferos. El tiburón capturado por Antonino portaba en
sus entrañas ocho crías del tamaño del brazo
de un hombre, cuando cayeron sobre la cubierta pude darme cuenta que a
pesar de su corta edad ya eran muy
agresivos, pues había restos de algún hermano devorado entre las vísceras
desprendidas.
Lucio el cocinero pareció muy satisfecho con la captura, no
sólo del tiburón adulto sino de los nonatos, que eran muy apreciados para hacer
un guiso selecto muy valorado por los hombres de mar.
De Britto que tenía muy buenas relaciones con el cocinero, le
exhortó para que le suministrara unos
trozos del lomo del escualo, que aquella noche devoramos en hermandad, tras
haber sido asados y preparados con unas aromáticas especias.
Durante la siguiente jornada divisamos las costas de
Palestina y Yunus me recordó que en ellas finalizaba nuestro viaje en barco, al
igual que las aguas de nuestro apreciado
mar Mediterráneo. La Adelaida, junto con el resto de la flota que portaba las
mercancías de la familia Donatello, se aproximaba de un modo sereno hacia la
bahía de Haifa donde se asentaba la ciudad de San Juan de Acre, toda una
leyenda viva que los cruzados habían fortificado y que en la actualidad, acogía
en las aguas de su portentoso puerto, al conjunto de las flotas provenientes de
más de medio mundo.
El puerto de San Juan de Acre mostraba en su esclusa docenas
de naves amarradas, acogiendo en sus aguas: galeras de remos, extrañas
embarcaciones orientales de velas triangulares y mástiles curvos, mercantes de
dos palos y grandes carracas venecianas. Cuando La Adelaida fondeó en el muelle
exterior, la primera operación que llevamos a cabo fue la de ir en busca de
nuestras cabalgaduras y llevarlas hasta tierra firme, donde los animales
retozaron y sacudieron sus cuellos haciendo que aquellas singulares crines
plateadas que los caracterizaban, volvieran a tomar vitalidad.
Momento en que mi padre, con muy buen criterio, nos ordenó a
Yunus y a mí a que nos aproximáramos hasta una cercana playa y laváramos a los
animales. Así lo hicimos, dándoles la oportunidad de refrescar sus cuerpos en
las calmadas aguas y de revolcarse en la fina arena. Cuando volvimos hacia el puerto
el gentío se apiñaba curioseado alrededor de La Adelaida, habiendo un gran
número de soldados que destacaban del resto de la población por vestir cotas de
malla y singulares uniformes.
Mientras aparejábamos a nuestros Avellinum-árabes pude
fijarme en las altas torres de la ciudad y en especial en una cuadrada que se
adentraba en el mar. El clamor popular era mucho pero personalmente tan sólo
tenía ojos para observar los tejados y las torres de la ciudad, tostados por un
sol que derretía hasta las piedras más sólidas.
Cuando arreamos nuestras cabalgaduras, el gentío pegadizo e
inquietante nos cedió el paso y así pude reparar en el puerto desde una óptica
más clara. Un desfile de gentes de heterogéneas raleas pululaban yendo y
viniendo en todos los sentidos recorriendo el astillero. Había soldados
franceses e ingleses y comerciantes venecianos y genoveses. Pero sobre todo
árabes, con sus túnicas de algodón de colorido espectacular y turbantes muy
bien aderezados. El resto de los habitantes de San Juan de Acre eran los
mestizos, hijos o descendientes de la
soldadesca y de las nativas del lugar.
A la par que cabalgábamos en dirección a la hostería más
afamada de la ciudad, en donde habríamos de esperar a de Britto, mi padre le
comentó a Yunus la terrible situación de la soldadesca en Acre, la cual se
encontraba muy desmoralizada, estando la mayoría de la tropa enferma y debilitada por el hambre.
—Fijaros en aquel
grupo, más que orgullosos guerreros parecen mendigos desamparados. Sus ojos
desencajados y hundidos, los rostros mustios y esa terrible sonrisa nos da que
pensar que han venido a estas lejanas
tierras para morir de un modo indigno y poco glorioso, lejos de sus hogares y
sus familias, en el desamparo de la distancia.
Las calles de San Juan de Acre, además de contar con la
perturbadora presencia humana, mostraban una maraña de subterfugios
ensortijados, donde la basura, los excrementos, las aguas fecales y las
bazofias abandonadas conformaban un suelo, donde los mayores de los inquilinos
eran las moscas, las ratas y las cucarachas. Así, llegamos hasta las cercanías
de una gran lonja donde se podían distinguir un importante número de tenderetes
en los que se freían los más variados pescados, se vendían frutas de diversos
géneros y se preparaban colosales asados de carne de vaca y otras especies. El
olor en aquel lugar era embriagador, por lo que decidimos hacer un alto y
acercarnos hasta un puesto que disponía
de una carpa realizada en lona y que protegía a los feligreses del calor
reinante.
Mi padre como buen mercader y conocedor de las culturas,
solicitó que nos sirvieran unas costillas de vaca finamente aliñadas con
especies traídas del cercano Egipto, para beber nos ofrecieron una cerveza
agridulce y muy templada que nos hizo sudar de inmediato.
—Es bueno y saludable que sudemos, es el mejor modo de hidratar nuestra piel y refrigerarla —nos explicaba mi padre—, de
otro modo nos deshidrataríamos y en poco
tiempo caeríamos enfermos. Desde ahora, debéis
recordar que siempre que podáis deberéis beber agua y refrescar vuestra
nuca. Será la mejor medicina para vuestros cuerpos y el de nuestros animales.
Tras el almuerzo reemprendimos la cabalgata hasta la hostería
que se hallaba muy próxima a la lonja, concretamente en una planicie aislada y
rodeada de ricos palmerales, que
contrastaba con el resto de la ciudad. Un sirviente nada más vernos
abandonó la protección de una de aquellas palmeras y se dirigió a todo correr
hacia nosotros.
—Mis señores, les estábamos esperando desde hace más de una hora.
El insigne Juan de Britto mandó recado de vuestra llegada, y desde entonces os
he aguardao bajo la sombra bienhechora de aquella palmera. Mi amo os ha
preparado dos de las mejores alcobas de nuestra modesta posada, así como un
baño para vuestros cansados cuerpos.
>>Pero, dejémonos de
monsergas y tened a bien seguidme, que nos esperan ante la puerta de entrada.
En efecto, un mozo barbilampiño permanecía quedo ante el
portón que daba acceso a la hostería, era un
joven negro como la turba y nada más observarle supe que era un esclavo
eunuco.
—Bien venidos mis señores a la Casa Azul —nos dijo mientras
nos insinuaba de un modo afectuoso que tuviéramos la amabilidad de bajar de
nuestras cabalgaduras—, mi amo el opulento Malik aguarda vuestra llegada con impaciencia,
seguidme mientras el criado se hace cargo de vuestros caballos, a los que no
les faltará grano ni paja con que alimentarse.
El interior de la Casa Azul tenía mucho que ver con su
nombre, todas las paredes, así como el
mobiliario estaba decorado de tonalidades azules en sus diferentes
gamas, desde el añil intenso hasta el color índigo más singular. Aunque sin
perder el sentido estético e impar del lugar, que para mi gusto en nada tenía
que anhelar al más distinguido palacio.
Tras alojarnos en nuestros aposentos y recibir un baño
reparador de manos de unas bellas esclavas,
fuimos conducidos hasta un hermoso paraninfito interior donde se servían
unos finos refrigerios. Recostados en unos mullidos almohadones de seda
natural, labrados con mil y una escena de caza, se encontraban los hermanos
Polo junto al joven Marco que leía un libro.
Fui yo quien realizó las presentaciones entre ambas familias,
teniendo los Polo la cortesía de invitarnos a compartir con ellos el momento, mientras un sirviente nos ofrendaba
con unas magníficas copas de vino y una jarra de jugo de limón.
De ese modo tan singular se conocieron las familias Polo
y Barhuni, que desde ese momento labrarían una trascendental amistad,
que se iría afianzando en el futuro gracias a los lazos fraternales que me
unirían al joven Marco, que llegaría a ser un hermano para mí.
Llevaríamos algo más de una hora departiendo sobre los lances
de nuestras vidas, que en mi caso no eran muchos al contrario de los vividos por los mercaderes venecianos y el
honorable Abednebo Barhuni, mi padre; cuando se presentó Juan de Britto que
pareció complacerle la reunión.
—Creo, mis queridos amigos que he llegado en un momento
oportuno, sobre todo porque voy a tener la fortuna de no tener que realizar
presentaciones, pues observo que ya se conocen vuestras mercedes —comenzó
diciendo de Britto mientras alcanzaba una copa de vino, que bebió de un trago—.
Así, que vayamos directos a los asuntos que nos han traído a tan lejano lugar.
—Pues entonces he de deciros mi apreciado Juan, que tanto mi
hermano Mateo como yo, estamos de acuerdo en aceptar la proposición que nos
ofertasteis en Brindisi, como representante de Germánico Donatello –decía
Nicolás Polo a la par que alcanzaba unos higos frescos y acaramelados—. Nos
parece una buena oferta y estaremos muy satisfechos en poder favorecer la
fortuna de un mercader tan importante. También, nos complacerá si lo
consideráis oportuno, servir de guías de nuestros ilustres amigos los Barhuni
hasta que alcancen las lejanas tierras del Sultanato de Delhi. De ese modo
viajarán con mayor seguridad y podrán alcanzar su objetivo de manera cómoda,
pues tan sólo deberán de preocuparse de cabalgar y hallar el “Elixir de la
Vida”, tan preciado por su soberano
Muhammad I de Gharnatah.
>>Pero antes de partir,
deberéis esperar a que realicemos un
corto viaje a la ciudad santa de Jerusalén, para recoger aceite de la lámpara del sepulcro de Jesucristo, ya que el
Gran Khan, señor de la China, se interesó en poseer una muestra.
CAPÍTULO XII
A los pocos días, después de la visita de los Marco al santo
sepulcro de Jerusalén, emprendimos la ruta hacia oriente, cabalgando duramente a través de un
territorio adusto y poco llamativo. Nuestras cabalgaduras se mostraron
eficientes y bien dotadas desde las primeras jornadas al igual que los
dromedarios utilizados por los Polo y su séquito. Durante aquellos primeros
días, entablé muy buena relación con el joven Marco, que era un ser excepcional
en todos los aspectos. Por lo que a las pocas jornadas de travesía nos volvimos
inseparables, aunque no por ello olvidé a mi estimable Yunus, al que siempre
tenía tan presente como a mi propio padre.
Cuando llevábamos algo más de dos semanas de expedición,
llegamos a la ciudad de Beirut que se encontraba ocupada por un gran número de
cruzados bajo el mandato del príncipe Eduardo de Inglaterra. Nicolás Polo
viendo que la situación que se respiraba en el entorno era algo tensa,
desestimó hacer un alto en el camino y continuar nuestra marcha.
Ahora, el entorno era algo menos desértico y se podían
observar algunos tramos montañosos, desde donde descendían torrentes de agua
que fluían entre bosques de cedros. Aquel territorio se encontraba medianamente
poblado por aldeas de leñadores que talaban indiscriminadamente los grandiosos
árboles para venderlos en las cercanas ciudades para que construyesen barcos,
carros, bellas efigies y fuertes vigas que sostuvieran los techos de los
templos y fortalezas.
Así alcanzamos Laias, conocida por ser una de las ciudades
más ampulosas de Armenia. En su puerto, que era tan prestigioso como los de
ciudades tan insignes como Venecia, Barcelona o San Juan de Acre, se podían
distinguir embarcaciones de todas las nacionalidades y porte, que acopiaban en
sus bodegas mercancías tan variadas como lanas, cueros, metales, artículos de
carpintería, armamento y especias exóticas.
Laias poseía un gran mercado y un conjunto de barrios que se
agrupaban en su entorno, todos ellos dispuestos por gremios. Aunque el que más
resaltaba era el de los artesanos, conocido por la habilidad de sus miembros en
la creación de diversos y variopintos artilugios para los hogares, muchos de
ellos de gran elegancia y lujo como pude comprobar durante la larga estancia a
que nos vimos obligados a realizar.
Pues nada
más llegar a la ciudad, nos abordó un emisario del recién elegido Papa Gregorio
X, que según supimos había sido distinguido para el pontificado mientras se
encontraba guerreando en Tierra Santa en calidad de cruzado. De Tebaldo
Visconti, que era el nombre del papa, decían las malas lenguas que ni era
cardenal ni siquiera sacerdote, pero no era cierto, la verdad es que era
archidiácono de una ciudad cercana a Roma cuyo nombre nunca supe.
Los Polo
como cristianos se alegraron mucho de la noticia, tomando la determinación de
volver a Roma como embajadores que eran del Gran Khan. Para ello, contaron con
la inestimable ayuda del rey de Armenia que les preparó una galera, donde
embarcaron con grandes honores y multitud de obsequios para su santidad. Mientras
tanto, nosotros fuimos invitados a esperar su regreso en una heredad cercana a
Laias propiedad del rey armenio. Habría transcurrido algo más de cinco semanas
desde la marcha de los Polo, cuando un grave suceso acaeció en la región.
Bondocdero, sultán de Babilonia, invadió con sus tropas Armenia, causando en
sus excesos grandes estragos entre la población y en los campos de cultivo que
fueron arrasados de un modo feroz.
Mi padre
junto con de Britto con muy buen criterio tomaron la determinación de que
emprendiéramos la huída sin en un corto plazo de tiempo no volvían los Polo.
Afortunadamente no hizo falta que partiéramos sin nuestros amigos, pues al
siguiente día atracaba la galera real armenia en un puerto velado y cercano a
la ciudad de Laias. Los mercaderes venecianos regresaban de su corta visita a
la seda papal, portando importantes cédulas que contenían valiosos mensajes
dirigidos al Gran Khan. Y además acompañados por dos eruditos religiosos que
respondían al nombre de Nicolás de Vicenza y Guillermo de Trípoli, a los que no
tuvimos la fortuna de llegar a conocer, pues viendo los estragos y tropelías
que acontecían en la comarca tomaron la determinación de no seguir en nuestra
compañía y volver nuevamente a sus conventos de Roma, donde se vivía más
sosegadamente y la vida tenía un valor impensable en estas latitudes.
Sin dar
tiempo a nuestros protectores a tomar aliento de su largo viaje, ensillamos
nuestras cabalgaduras y aprovechando la oscuridad nocturna, tomamos una trocha
poco transitada en dirección norte, que nos conduciría en muy pocas jornadas
hacia las estribaciones de la meseta de Anatolia, un territorio desolador en
donde las temperaturas eran extremas y los campos de cultivo escaseaban al
igual que los poblados. Todo el paisaje que nuestros ojos podían divisar era
tan monótono como la noche, las montañas que siempre se hallaban presentes en
la lejanía no ofrecían colorido alguno, y nuestro itinerario era tan devastador
que nos resultaba complicado distinguir hasta el camino recorrido, que se
asemejaba de un día a otro como dos granos de arena.
Cuando el
mundo parecía que iba a acabarse avistamos en el horizonte la ciudad de Sivas,
que nos devolvió momentáneamente la ilusión por continuar. Sivas a pesar de
hallarse en una zona totalmente desolada y baldía era una población muy bien
constituida, contando con importantes centros religiosos y un hospital, junto
con unas notables madrasas selyúcidas donde se impartían la doctrina del
profeta en toda su pureza. En uno de aquellos centros académicos llamado la
Gök, que en nuestro idioma quiere decir la madrasa azul conocimos a Alepo Beg,
un sabio médico distinguido en toda Armenia por su conocimiento del cuerpo
humano y su gracia para extirpar todo tipo
de tumores mediante el arte de la cirugía. A sus aulas acudían alumnos
procedentes de gran parte de Oriente y algunos hasta del Al-Andalus.
Alepo Beg conocía a los hermanos Polo y nos acogió en su
sencilla morada para ofrecernos su hospitalidad. Durante la primera velada,
además de brindarnos con una cena muy sencilla, a base de tierno cordero asado
y condimentado con especias propias del lugar y regado con miel muy dulce, nos
ilustró sobre sus nuevas investigaciones, fundamentadas en trabajos realizados
en personas que padecían un mal ocular. Alepo Beg estaba interesado en viajar hasta la ignota
China, para ilustrarse en nuevas técnicas curativas practicadas en el lejano
país y así nos lo hizo saber.
Los hermanos Polo
no dudaron ni por un instante a que tan ilustre personaje se
uniera a nuestra caravana. De este modo, a los pocos días de llegar a Sivas
volvíamos a reemprender nuestro camino en compañía del médico, que se había
unido a la expedición como uno más, aunque montando un bello ejemplar de
camello blanco, regalo de un sultán agradecido.
De nuevo
cabalgamos a través de un mundo desolador durante muchas jornadas, en las que
nuestra única satisfacción era hallar los pocos pozos de agua asentados en tan
extraño paraje. Los solíamos divisar desde la lejanía, pues era costumbre de
todos los viajeros aportar una piedra junto al lugar donde se hallaban. Así
cada vez era más fácil poderlos distinguir en la distancia.
Cuando llegábamos hasta las proximidades de cualquiera de
ellos, debíamos hacerlo con mucha cautela, pues solían cobijarse en sus
alrededores gran número de maleantes y
salteadores de caminos cuya única ocupación era la de asaltar y asesinar
a los viajeros desprotegidos. No era nuestro caso, que viajábamos con una
importante escolta de servidores muy experimentados en reyertas de toda índole.
Entre éstos destacaba Alí Balú, un mestizo tan alto y fuerte como un roble, que
siempre vestía un calzón bombacho de cuero y portaba su torso desnudo hiciera frío o calor.
En muchas ocasiones, los pozos solían encontrarse en
propiedades privadas y sus dueños cobraban importantes cánones por extraer sus
aguas. Otras veces, las aguas de los pozos eran imposibles de beber por
hallarse en mal estado, a causa de haberse
caído en el interior cualquier animal desesperado por la sed. También
había grupos de ignominiosos que solían envenenar las aguas, hecho del que
solías percatarte cuando ya era tarde y el veneno corría por tus venas,
acechándote la muerte en cualquier recodo.
Una mañana, cuando apenas hacía un par de horas que había
salido el sol, nos encontramos para nuestro asombro con un grupo de
viajeros cristianos que decían
venir de peregrinar del monte Ararat, donde cuentan que se encontraron los
restos de la bíblica Arca de Noe. El más avezado de los peregrinos, que decía
llamarse Paolo Clementi y que era natural de Roma, nos informó algo
decepcionado, mientras tomaba un poco de
carne seca que Juan de Britto le ofreció sin bajarse del caballo, que a pesar
de haber deambulado muchas jornadas por los lugares más elevados del Ararat no habían
logrado hallar ni siquiera un tablón de la santa barca.
—Lo único que hemos sacado en claro de nuestro peregrinaje
—nos decía sin dejar de mascar la carne— ha sido el cansancio, el frío y haber
despeñado a dos compañeros cuando intentaban explorar una caverna.
En esta zona del mundo pudimos observar unas extrañas fuentes
de las cuales manaban una especie de aceite que, según nos informó Alepo Beg,
tenía increíbles poderes balsámicos.
—Ungiendo
la piel de un camello tiñoso al poco tiempo sana, al igual que cura todo tipo
de forúnculo. Son muchas los beneficios que proporciona esta grasa —nos seguía
contando Alepo con su lenguaje directo e instruido—, principalmente como
combustible para quemar. Según he sabido, mana en tales proporciones que sería fácil
poder cargar cien naves a la vez.
Así
transcurrían nuestros días que se iban convirtiendo en semanas cuando avistamos
la ciudad de Tabriz, ubicada en el Azerbaiján Oriental, muy notoria en estas
latitudes por ser la capital del Irán desde la conquista mongol. Pero sobre
todo, por estar regada por un pequeño río dependiente del cercano lago Urmia,
que suministraba un agua tan ambicionada como el más caro tesoro. Las tierras
de Tabriz eran de gran riqueza, disponiendo
de anchos prados y valles fértiles rodeados de suaves montañas. Sus vecinos
eran mayoritariamente labradores y tejedores de alfombras, muy apreciadas no
sólo en Azarbaiján sino en el resto de Irán.
Cuando traspasamos la muralla que nos introdujo en la ciudad,
pudimos reparar que Tabriz era un gran bazar en el que se vendían las más
bellas y laboriosas alfombras que pudiéramos imaginar. Sus calles, no sólo
estaban concurridas por los aborígenes sino por multitud de mercaderes europeos
que intentaban hacerse con las más preciosas mercancías para revenderlas en sus lejanos países.
En Tabriz interrumpimos nuestro viaje durante un mes, la
causa no era otra que reponer fuerzas y que los hermanos Polo
adquiriesen las alfombras más delicadas que pudiéramos imaginar para dispensar
al Gran Khan.
Al tercer día de estancia, no sé por qué razón, se corrió la
voz por toda la ciudad de que el prestigioso médico Alepo Beg se encontraba en
Tabriz, por lo que ese mismo día una multitud de enfermos de todas las
condiciones sociales se agolparon en las puertas de nuestra hospedería. Los
había que sufrían roturas de huesos, otros con grandes tumoraciones en la piel,
también aquellos que padecían dolencias congénitas y malformaciones y sobre
todo un número de incontables niños en brazos de sus madres.
Por lo que pudimos darnos cuenta Alepo Beg estaba muy
acostumbrado a este tipo de recibimiento, y con toda naturalidad, aprovechando
la sombra de una palmera datilera, montó un improvisado consultorio donde se
puso a pasar consulta.
Durante unas hora Marco y yo estuvimos observándole en
su quehacer. Aquel hombre era admirable,
para todos los pacientes tenía una palabra amable o una sonrisa. Nos fue del
todo imposible contar a cuentos necesitados auscultó durante el primer día,
pero lo que sí pudimos ver fue como sajó
más de una tumefacción, entablilló una docena de huesos partidos, ayudó a un
parto y limpió numerosísimos ojos infectados por la arena y los insectos.
En los siguientes días Alepo Beg continuó con el mismo trasiego de enfermos, Marco y yo perdimos el
interés en observarlo y decidimos ensillar nuestros caballos y salir de la
ciudad con destino a las cercanas montañas donde según habíamos escuchado se
podían cazar unos carneros de enormes cornamentas que todos conocían por
muflones. El caballo que montaba de mi preciado amigo Marco en nada se parecía
al mío, el suyo era de raza árabe y había sido un regalo que su padre micer
Nicolás le había hecho durante el viaje, en concreto cuando cumplió los
dieciocho años. El caballo era de una belleza sin igual, y Marco no solía
montarlo durante las largas travesías, prefería hacerlo en sus momentos de ocio, además el animal se había convertido
más que en un medio de transporte en un compañero inseparable de mi amigo. Era
todo un placer verlo recorrer las estepas y el desierto junto a su joven amo,
caminando a su amparo como si se tratara del más fiel perro.
Aquella mañana madrugamos más de lo habitual, y cuando los
primeros rayos de sol despuntaban en el firmamento, Marco y yo cabalgábamos
acompasadamente por los suburbios de Tabriz. Lo hacíamos despreocupadamente
como dos amigos que se conocieran de toda la vida y hubieran quedado la noche
anterior para salir a cazar. Montamos durante algo más de dos horas,
recorriendo primeramente los campos adyacentes de la ciudad, para a
continuación tomar un sendero empinado que nos fue transportando hacia un
sotillo cercano, del que desconocíamos su nombre. Así llegamos hasta una
pequeña alquería habitada por un pastor que criaba unas cabras muy comunes en
la zona, que se caracterizaban por tener unas orejas largas y caídas. El
hombrecillo se llamaba Ali y decía que llevaba más de cinco años sin visitar la
ciudad.
—Aquí en el monte tengo todo lo que necesito y nunca me
encuentro sólo, mis cabras me dan buena compañía. Aunque lo peor de todo es
cuando caigo enfermo, entonces sí que echo de menos a mi esposa, pues las
cabras —nos decía sonriendo— no saben guisarme unas gachas que me reconforten.
Alí nos orientó de la
dirección que deberíamos tomar para llegar hasta un cercano altozano donde
había una manada de muflones paciendo, por lo que volvimos a montar de nuevo y
nos despedimos de nuestro preciado pastor que tuvo la gentileza de obsequiarnos
con un trozo de queso de cabra, que más tarde devoraríamos con verdadero ardor.
Tras dejar atrás el bajo monte, el sendero se estrechó
volviéndose dificultoso para nuestros animales. En estos trances mi avellinum
demostró su superioridad con el majestuoso árabe. Mi Albaycín, que era el
nombre que había dado al caballo, no manifestaba ningún temor en ascender por
aquellos inexpugnables derroteros, es más, creo que se sentía hasta cómodo.
Así, cuando alcanzamos la cima el árabe de Marco se hallaba todo sudoroso
mientras Albaycín parecía empezar a
calentarse.
Marco muy prudentemente
me pidió que nos detuviéramos para que los animales tomaran un poco de aire, mientras tanto nosotros repasamos
nuestros arcos y preparamos las flechas que hasta ahora portábamos en el
carcaj.
Cuando los tuvimos listos, llevamos a los caballos hasta una
angostura donde los trabamos con unas lías, dejándolos pacer a su antojo.
Mientras tanto, escalamos por unas erizadas rocas y ascendimos hasta un
inexpugnable otero desde donde se divisaba todo el desfiladero. Allí oteamos
hasta que logramos divisar a los muflones que pacían apaciblemente en manada
las hierbas que hallaban sobre las hendeduras de las rocas. Marco me hizo una
seña con la mano para que lo siguiera, pues había que dar un rodeo para
aproximarnos hasta los animales.
—Si vamos de frente percibirán nuestra presencia y escaparán
—me comentaba Marco muy quedamente—, en cambio si nos acercamos por la franja
de poniente, además de no vernos no tendrán posibilidades de percibir nuestro
olor. A partir de este momento procuraremos no hablar y comunicarnos con señas.
Tú, sígueme, y cuando te lo indique dispara al muflón que tengas más a tiro.
Caminamos durante algo más de un cuarto de hora, bajando y
ascendiendo derroteros muy complicados. En ocasiones era tal el esfuerzo que
podía sentir los latidos de mi corazón dentro de mi pecho, mientras el sudor
iba empapando mi casaca de piel de gamo y las piernas comenzaban a temblarme.
Repentinamente Marco me indicó que me echara al suelo y que lo siguiera
reptando. Así lo hice siguiendo a mi amigo a muy corta distancia, hasta que
llegamos al extremo de una peña que parecía estar colgada en el vacío. Con mucha cautela ondeamos el
horizonte y vimos a los muflones a menos
de cien pasos.
—Tuviá —me susurró Marco con un hilo de voz apenas
perceptible— no tenemos posibilidades de aproximarnos más hasta la manada, si
lo hiciéramos nos descubrían, además tendremos que lanzar nuestras flechas
desde esta distancia, procurando no errar el tiro, pues tras el primer flechazo
los animales saldrán en desbandada. Así que vamos a relajar nuestros músculos y
serenar nuestras palpitaciones durante unos instantes y a continuación
arrojaremos nuestras flechas. Suerte amigo.
Tras unos instantes de descanso, nos incorporamos y
distinguimos a los muflones entre las rocas, ahora marchaban muy pausadamente
entre unos arbustos. Momento en que tensamos nuestros arcos, apuntamos y
disparamos al unísono, como si una fuerza conjunta nos hubiera puesto de
acuerdo. Pude oír a las flechas cortar el aire, silbando como si se tratara del
propio viento. La casualidad quiso que ambas saetas se dirigieran hacia la
misma víctima, aunque sería la de Marco la que daría en el blanco,
concretamente en el pecho de un viejo muflón de larga cornamenta.
El animal tras recibir el impacto pareció quedarse perplejo
durante unos instantes, aunque segundos más tarde empezó a tambalearse para
caer al suelo mal herido.
—Tuviá corre hacia el muflón –me indicó Marco que me
observaba algo atónito— y remátalo, es la primera norma de un buen cazador.
Sin dudar un solo instante, descendí por las rocas, crucé una
estrecha pradera y de un salto me encaramé en las peñas donde se hallaba
moribunda nuestra víctima. Conforme me aproximaba pude comprobar la
magnificencia del animal, que a pesar de encontrarse a punto de expirar no
dejaba de mirarme con unos ojos negros y señoriales. Cuando saqué mi alfanje
pareció comprender que la muerte le era inminente y pataleó en un intento por
incorporarse. No tuvo tiempo, la punta de mi cuchillo le seccionó la yugular.
CAPÍTULO XIII
El otoño daba a su fin cuando dimos por finalizada nuestra
estancia en Tabriz. De nuevo volvimos a nuestro peregrinaje por rutas
inciertas, territorios inhóspitos y países desconocidos, aunque ahora lo
hacíamos de un modo más sereno, pues durante el tiempo que habíamos estado en
Tabriz recuperamos fuerzas y nuestras cabalgaduras habían engordado lo
suficiente para volver a recorrer un largo camino sin darnos ningún tipo de
problema. Así nos introdujimos en el imperio Ilján, donde nuevamente nos
topamos con un territorio desértico y desamparado, en el que era difícil, por
no decir imposible, encontrar hasta agua.
Fue viajando por este mundo hostil cuando pude darme cuenta
de lo valiosos que eran los camellos, que hasta ahora me habían parecido
animales poco meritorios en correlación con los caballos y mulas. Pues mientras
nuestras cabalgaduras, al igual que nosotros mismos, apenas podíamos
sobrellevar el día a día por la falta de agua, ellos se conformaban con rumiar
entre tanto caminaban. He de decir que estos excepcionales animales no tenían
la necesidad de beber agua a diario, lo hacían un par de veces por semana y en
muchas ocasiones llegaban aguantar la sed hasta ocho días.
De los camellos que componían la expedición el más llamativo
era el del médico Alepo Beg, que además de poseer un pelaje diferente al de sus
congéneres, poseía la facultad de marchar más raudamente que el resto, incluido
los propios caballos. Alepo siempre lo trataba con mucha cortesía y el animal
parecía corresponderle, hecho inhabitual en este tipo de bestias.
Así transitamos durante muchas semanas, que se convirtieron
en meses. Y fueron tantas las carencias que padecimos, que en más de una
ocasión maldije el instante en que mi padre me llamó al cenador de nuestro
carmen del Albaycín de la lejana Gharnatah, para ofrecerme la posibilidad de
que me convirtiera en mercader como él.
En esas ocasiones recordaba a mi sin igual patria, evocando
el aroma de su vega en las noches de primavera, el sonido de las aguas del río
Hadarro mientras bajaban de la sierra formando mil y un pequeño rápido. También
soñaba con las comidas que nos servía mi madre bajo la sombra de la parra del
patio, aquella que daba unas dulces uvas moscatel y que mi padre trajo de uno
de sus viajes a la cercana ciudad de Malaka.
Todo aquello, era ya un sueño y la realidad era una
mezcolanza de cansancio, incertidumbre y deseos de llegar a un punto trazado en
un mapa donde se volvía a comenzar nuevamente. Así de abatido me encontraba
cuando Marco, en compañía de Yunus, me hizo saber que nos aproximábamos a la población de Yazd.
Una ciudad perdida en medio de los desiertos de Kavir y de Lut y que sirvió de
refugio, tras la invasión de Genghis Khan, a infinidad de artistas, intelectuales
y científicos que huyeron de las acometidas del mongol . Yazd nada tenía que
ver con la espléndida Tabriz, ésta era una amalgama de edificios realizados con
ladrillos hechos del fango de cualquier pozo inmundo, que proporcionaban a la
población una apariencia desabrida e inconfortable.
En aquellos
tiempos los vecinos más ilustres habían emigrado y tan sólo habitaban la ciudad una comunidad
de pobres mercaderes, que vendían telas
de baja calidad y cerámica realizada en vidrio que nada tenía que ver con la
veneciana. Esa fue la ciudad que encontramos a nuestro paso y en donde
demoramos nuestra estancia durante unas semanas que se nos hicieron eternas,
pero no había otra posibilidad, nuestras
recuas y nosotros mismos debíamos de descansar para la próxima acometida.
En Yazd
encontramos una fuerte presión religiosa por parte de los imanes musulmanes, que luchaban a
diario contra los seguidores del mazdeísmo, una religión cuyo dios principal
era Ahura-Mazdá y que aunque oficialmente se consideraba extinta, aún
conservaba en Yazd un importante número
de adeptos clandestinos.
Las bases
del mazdeísmo se fundamentaban en dos premisas que compartían el universo: una,
buena, Ahura-Mazdá; la otra, mala, Arriman. Sus oficiantes predicaban, la
necesidad de que el hombre luchara por el bien y erradicara el mal, debiendo
ser adversario de la mentira y del
error. El mazdeísmo instruía que el mundo actual tenía una duración de cuatro
veces tres mil años. La primera etapa, se compelía con el nacimiento de dos
espíritus y la segunda, fundamentada en la creación del mundo material, había
concluido con la aparición del primer hombre. Desde entonces, la lucha de los dos principios debía continuar hasta el
triunfo del bien sobre el mal.
En Yazd
no nos albergamos en una posada, sino que preferimos levantar nuestras propias
yurtas, que habíamos adquirido a unos comerciantes que nos las vendieron a
cambio de algunas sedas. Estas tiendas de origen mongol eran de estructura
circular y techos cuniliformes, estaban cubiertas de fieltro sus paredes que
eran totalmente verticales, estando el armazón compuesto por varas de sauce
unidas entre sí con tiras de piel. Las yurtas eran muy confortables y fáciles de levantar, además guardaban muy
bien el calor y aislaban de las bajas temperaturas reinantes en las frías
noches esteparias.
A las
tres semanas de estar en Yazd nos habíamos recuperado todos del camino y
habíamos engordado algunas onzas, circunstancia por la que Nicolás Polo, como
jefe de la expedición, nos hizo saber que partiríamos al siguiente día antes de
que amaneciera, como era nuestra costumbre. De este modo, abandonamos la triste
ciudad sin ningún recuerdo ni anécdota que mereciera la pena mencionar.
—Ahora
cabalgaremos hacia Kirmán –me explicó Marco mientras montaba sobre su camello
de un modo cansino e imperturbable al paso de mi Albaycín, que se hallaba tan
fogoso como un amante durante su noche de bodas—, que se encuentra muy cercana.
Pero antes deberemos atravesar el desfiladero conocido por Las Mil Serpientes,
donde según cuentan mi padre y mi tío, se halla escondida una horda de
malhechores muy peligrosos. Espero que nuestro fiel vasallo Alí Balú y sus
sirvientes nos protejan, pues no existe otra posibilidad de paso.
Con
cierta congoja, cabalgamos durante algo más de una semana por derroteros
desolados y áridos que nos condujeron hasta el conocido desfiladero. Las Mil
Serpientes era un lugar de una rara belleza, resaltando del resto del paisaje
por ser una estructura de piedra de tamaño indefinido donde se habían formado
un sinnúmero de meandros que habían sido erosionados por no se sabía que circunstancia, dando al lugar
forma de laberinto o de mil serpientes.
El
desfiladero de Las Mil Serpientes era muy complicado de franquear, no sólo por
los forajidos que habitaban sus cerros, sino por el conjunto de vericuetos
que conformaban su disposición y no conducían a ninguna parte. Atravesarlo sin un
guía avezado era tan complejo como cruzar un laberinto de dimensiones
colosales, muchas eran las expediciones que habían terminado sus días dando
vueltas y más vueltas a su contorno hasta fallecer por el cansancio, la falta
de agua o sorprendidos por las flechas de los bandidos.
Cuando
nos introdujimos en sus profundos cañones una sensación de turbación me inundó,
a pesar de que el día era claro, los animales marchaban descansados y el guía
contratado nos mostraba seguridad. Algo debió de observar Juan de Britto en mi
mirada, como buen conocedor de sus
gentes, que se aproximó hasta la altura
de mi Albaycín, y poniendo la mano sobre mi hombro me dio ánimos.
—No te preocupes
muchacho, seguro que todo lo que cuentan sobre este nido de ratas es pura invención —me comentó de Britto
con la más cautivadora de sus sonrisas—, además si tuviéramos la desgracia de
que nos atacasen, le íbamos a demostrar a esa pandilla de cobardes de lo que
somos capaces de hacer los occidentales.
Pero en
aquélla ocasión Juan de Britto se equivocó para nuestra desgracia, y a las
pocas horas de marchar por uno de aquellos desfiladeros sufrimos una emboscada.
Al principio nos fue fácil repeler la acción de los malhechores, gracias a la
protección que nos brindaban algunas peñas de dimensiones considerables, pero
el amparo fue momentáneo y a las pocas horas nuestros enemigos nos tenían
rodeados y al alcance de sus flechas.
Fue entonces cuando de Britto tuvo una idea para salvarnos las vidas.
—Deberemos
esperar a que la noche se haga cerrada —decía de Britto con todo el
convencimiento y sin dejar de mirar a los hermanos Polo—, entonces cuando reine
la mayor tranquilidad tomaremos nuestras cabalgaduras y saldremos a galope
tendido en dirección hacia aquella planicie que se observa al fondo, si
logramos llegar estaremos salvados, pues dejaremos de ser victimas para
convertirnos en verdugos de esta panda de malhechores.
Y así lo
hicimos. Aguardamos a que la noche nos envolviera del todo y cuando imaginamos advertir una mayor
relajación en nuestro alrededor, avanzamos hacia nuestros caballos y camellos
para auparnos con el mayor sigilo
posible hasta sus monturas.
Cuando
comprobamos que todos los miembros de la expedición se hallaban bien asentados,
miramos a de Britto que sin dudarlo un
instante dio la señal de salida. En aquel instante el caballo árabe de
Marco dio un relincho y emprendió la carrera vertiginosamente en la oscuridad,
hecho que aprovechamos el resto de los allí presentes para seguirle como almas
en pena.
No
llevaríamos un minuto galopando, cuando una nube de flechas silbó sobre
nuestras cabezas, alcanzando una de ellas en el hombro al ilustre médico Alepo Beg, que a pesar de todo logró seguir montando a su
camello blanco. No así algunos de los nuestros que fueron derribados en los
primeros compases de la acción, en aquellos instantes no había posibilidades
para detenerse y ayudar a los compañeros, de momento tan sólo valía galopar tras
la silueta del caballo de Marco, que parecía una sombra pérfida en la oscuridad
de la noche. Mi Albaycín se comportaba
de un modo admirable y yo lo único que debía hacer era mantener el equilibrio y
aguantar las salpicaduras de los chinarros que las bestias lanzaban en aquella
carrera desenfrenada.
Repentinamente,
de Britto que cabalgaba delante de mí, frenó su
caballo, a la vez que nos gritaba que nos detuviésemos. La mayoría lo
hicimos a la par, otros como Marco y algún sirviente necesitaron de algún tiempo
para hacerse con sus cabalgaduras que parecían haberse trastornado con la
galopada.
Cuando
estuvimos todos reunidos Nicolás Polo ordenó que hiciéramos un recuento de
bajas y heridos. Momento en que se me heló la sangre, mi padre Abednebo Barhuni
no se hallaba entre nosotros, sí su caballo que descansaba a un centenar de
pasos del improvisado campamento.
Fue Yunus
quien mejor supo reaccionar ante la adversidad, y dirigiéndose hasta donde yo
me encontraba, bajó de su caballo y me abrazó.
—No te
preocupes Tuviá por tu padre, él es un hombre muy experimentado y seguro que se
hallará oculto entre algún matorral. De todos modos, para nuestra tranquilidad
voy a ir a buscarle.
Así lo
hizo Yunus a pesar de la fuerte negativa de nuestros amigos, que consideraban
aquella acción como una locura. Pero la firmeza de mi amigo fue superior a las
palabras de desaliento y sensatez de los demás. Yunus abandonó el reducto donde
nos encontrábamos y reptando como un lagarto se dirigió hacia las estribaciones
del desfiladero de Las Mil Serpientes.
En tanto,
pude comprobar, que nuestro respetado
médico Alepo Beg se hallaba tendido en el suelo soportando en su hombro
la herida que le había inflingido una flecha que aún llevaba clavada.
Sería
Mateo Polo quien tomaría la iniciativa de curar al herido, mandando encender
una hoguera y prender unos hachones que iluminaran el cuerpo del médico.
Entonces, dirigiéndose a uno de los criados, le mando que le desnudara el torso
y que pusiera al fuego uno de sus cuchillos para extraer la flecha.
—No amigo
Mateo, os agradezco vuestra buena voluntad, pero tal y como se encuentra
alojada la flecha en mi hombro es una temeridad intentar sacarla de ese modo
—le susurró Alepo Beb, mientras hacía grandes esfuerzos para no perder el
sentido—. Será más conveniente que vayáis hasta mi camello y me traigáis la
bolsa donde se halla mi instrumental quirúrgico.
Cuando
regresó Mateo con la bolsa, el médico le ordenó que extrajera un pequeño
cuchillo al que llamó escarpelo, indicando al mercader que tomara el bejuco de
la flecha y lo cortase con mucho cuidado, dejando dos dedos de palo.
—Así la
presión de la saeta cederá y será mucho más fácil extraer la punta —continuó
explicando Alepo, que parecía un maestro dando una clase de anatomía a alguno
de sus discípulos—, de todos modos es una intervención delicada aunque
sencilla. Os ruego querido amigo que no dudéis en vuestro cometido, pues
mi vida depende de vuestra pericia.
Mateo
Polo que era un hombre tranquilo y seguro de sus actos, cortó con cierta facilidad
la caña de la flecha y a continuación, siguiendo las indicaciones del médico,
hurgó la herida para comprobar la posición de la punta, que se encontraba a
poca profundidad y sin haber alcanzado ningún hueso.
—Bien, si
es así, deberéis seccionar un trozo de
músculo y cuando lo halláis hecho, extraeréis la punta de manera firme. Seguro estoy de
que perderé el conocimiento, pero
no os deberá preocuparos, pues aliviará mi sufrimiento. Una vez tengáis la
punta en vuestro poder, la herida comenzará a sangrar. Entonces, tendréis
candente vuestro cuchillo para
cauterizarme.
Así fue
como Mateo Polo salvó la vida de Alepo Beg, aunque mientras tanto un acto
salvaje y pavoroso nos haría estremecer a todos los que habíamos logrado salvar
la vida en aquella reyerta.
Comenzaba
a amanecer cuando vimos en la lejanía un conjunto de pértigas perfectamente
alineadas, portando cada una de ellas la cabeza de nuestros compañeros y
amigos. La escena que nuestros ojos tuvieron que soportar era superior a
nuestras fuerzas, sobre todo para mí, que pude ver con todo el dolor de mi
corazón como dos de ellas portaban la cabeza de mi amado padre Abednebo
Barhuni, el gran mercader granadino, y la otra la de mi imborrable amigo Yunus.
Mi
primera reacción ante aquel acopio de iniquidad fue correr hasta mi caballo y
galopar hasta el lugar para asistir aquellos queridos restos, pero Marco me lo
impidió con la ayuda de su padre.
—No lo
hagas mi querido amigo Tuviá, si en verdad los amaste vive para continuar sus
enseñanzas y su camino. De nada servirá que vayas e intentes hacerte con sus
restos, lo único que conseguirías es que te asesinasen a ti también y con
seguridad a alguno de nosotros que intentaríamos socorrerte.
De este
modo tan impío perdí a dos de los seres más amados que haya tenido en mi vida. Cuando reemprendimos el viaje, pude
ver sus cabezas empaladas en la lejanía mirando hacia el infinito, mientras una
nube de cuervos revoloteaban a su alrededor esperando hacerse con el apetitoso
festín.
Los días
que continuaron a aquel acontecimiento me sumieron en un profundo estado de
aflicción y abatimiento, siendo Marco Polo mi único consuelo. Mi joven amigo,
no se separaba de mi lado en ningún instante, cabalgando incansablemente en su
camello a la par de mi apreciado Albaycín, que había dejado de ser una simple
cabalgadura para convertirse en un compañero impar.